domingo, 30 de julio de 2017
CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)
Suena el despertador. No quiero levantarme. Ayer me dormí llorando. Empecé a hacerlo en el camino de vuelta a casa y ya no pude parar. Nunca me he sentido más confusa y a la vez más triste. A veces creo que Pedro quiere que me rinda, que deje de pensar que puede darme algo distinto a lo que ya tenemos y, otras, creo que quiere que luche por él, que salte al vacío por los dos, que lo convenza de que podemos ser felices.
También he pensado mucho en Hernan. Quiero a Pedro, pero los dos sabemos que no tenemos ninguna oportunidad. Lo acabaré perdiendo. ¿Merece entonces la pena arriesgarlo todo por algo que está abocado al fracaso?
Tomo una bocana de aire para contener las lágrimas. No quiero seguir llorando. Y, por primera vez en mi vida, tampoco quiero seguir pensando.
Todavía estoy desayunando cuando recibo un mensaje de Thomas, mi compañero del máster, invitándome a cenar y a una copa. Me siento muy halagada pero no quiero salir con nadie, mucho menos después de todo lo que pasó ayer con Pedro.
Le pongo la primera excusa que se me ocurre, pero no tarda en responderme diciéndome que es una justa celebración con algunas semanas de atraso por haber terminado nuestros proyectos para el máster a tiempo. Thomas me cae muy bien y siempre es muy amable conmigo, pero no puedo.
Le pongo una nueva excusa, un poco más elaborada, y vuelvo a rechazar su invitación, aunque, si lo pienso fríamente, ni siquiera sé por qué lo hago. Pedro dejó muy claro que debía salir con otros hombres. Él se acuesta con otras mujeres. El estómago se me encoje de golpe.
Cabeceo. Odio esa idea.
La BlackBerry no tarda más de un par de segundos en volver a sonar. La silencio y me la meto en el bolsillo del pijama.
Después del desayuno, me escabullo rápida a mi habitación para empezar a arreglarme. Lo mejor que puedo hacer es marcharme a la oficina y concentrar todos mis esfuerzos en encontrar una solución para Cunningham Media.
Me quito el pijama y paso por delante del espejo que hay sobre el lavabo. Es un movimiento completamente rutinario, pero, entonces, las veo. Tengo decenas de pequeñas marcas sonrosadas en el cuello, la clavícula, el estómago...
Las acaricio con la punta de los dedos. Todas son marcas de Pedro, de todo lo que hicimos ayer. Nunca pensé que sería el tipo de chica a la que le gustaran estas cosas, pero no puedo evitar sentirme más unida a él cada vez que las miro.
Suspiro con fuerza con la vista perdida en mi reflejo en el espejo. Cada vez que hemos intentado hablar de lo que tenemos, la conversación ha acabado siendo un absoluto desastre. Quizá lo mejor sea disfrutar del tiempo que vaya a durar, y olvidarnos de todo lo demás. Cojo aire y contengo ¿ las lágrimas.
—Disfruta de él, Bluebird, y deja lo de llorar para cuando ya no tengas nada más.
Meto la cara bajo el chorro de agua caliente y me obligo a cantar el Love myself, de Hailee Steinfeld, a pleno pulmón. Siempre he oído que un cincuenta por ciento de cómo nos sentimos lo elegimos nosotros, así que pienso conseguir que esa mitad capte la indirecta de que vamos a estar bien.
Regreso a mi habitación envuelta en una toalla, aún tarareando mientras me seco el pelo con una más pequeña. Al apartarme mi media melena castaña de la cara, doy un respingo con el que casi llego al techo.
— ¿Es que quieres matarme? —protesto, llevándome la mano al pecho y viendo cómo Saint Lake se parte de risa sentada en mi cama por el susto que acaba de darme.
Divertida, la fulmino con la mirada y camino hasta la cómoda para coger mi ropa interior y después el vestido rojo de mi armario.
—Quería hablar contigo.
Asiento mientras regreso al cuarto de baño para vestirme.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Sí, claro que sí —respondo sin darme tiempo a pensarlo.
—¿De verdad? —contraataca—. No es que no te crea —añade rápidamente y guarda un segundo de silencio—... bueno, la verdad es que no te creo. Maxi nos ha contado que ayer estabas llorando cuando hablaste con él por teléfono.
Frunzo el ceño. Preocuparlo es lo último que quiero.
—Fue una tontería.
—¿Seguro? —inquiere insistente.
—Créeme, estoy bien.
Estoy convencida de que, si lo digo unas doscientas veces más, acabará por hacerse realidad.
—Es por ese chico, ¿verdad? —sentencia al fin—. Te gusta mucho.
Cojo aire y me siento en el borde de la bañera, a medio vestir.
—Estoy enamorada de él —confieso.
—¿Qué?
El grito de mi amiga me llega amortiguado a través de la puerta. Mis labios se curvan en una débil sonrisa. No puedo decir que no la entienda. Desde que me conoce, jamás me ha oído decir esa frase ni ninguna remotamente parecida.
—Yo... ni siquiera sé cómo ha pasado. Al principio lo odiaba, muchísimo; puede llegar a ser tan engreído y tan capullo —estallo al borde de la risa—, pero después, poco a poco, fui conociéndolo y nos hicimos amigos, y nos acostamos y hemos seguido haciéndolo, y las cosas en el trabajo se están complicando y no sé qué hacer.
Antes de que pueda controlarlo, los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas.
Saint Lake no lo duda, entra en el baño, se sienta a mi lado y me abraza con fuerza.
—Todo va a arreglarse —me consuela sin soltarme—. No conozco a ese chico, pero estoy segura de que merece la pena y, sobre todo, estoy convencida de que sabe la suerte que tiene de tener a alguien como tú en su vida. Si es el centro de la ira de Amelia en el trabajo y ha sobrevivido, tiene que ser un tipo listo —sentencia.
Las dos sonreímos.
—Todo va a arreglarse.
No sé si hay algo en su voz o en el hecho de que haya repetido precisamente esa frase, pero sospecho que ella necesita hablar tanto como yo.
—¿Y tú estás bien? —inquiero.
Su cuerpo se tensa; mi pregunta la ha pillado por sorpresa, pero, aun así, no me suelta.
—Sí, claro que sí —se apresura a responder.
—¿Seguro? —contraataco.
—Sí —contesta lacónica.
—Pues no es que no te crea... —dejo en el aire sus propias palabras.
Donde las dan, las toman, señorita Saint Lake City.
Ella suspira, dispuesta a soltarlo todo, pero en ese preciso instante la puerta del baño se abre y, antes de que podamos reaccionar de ningún modo, un «ohhh» de lo más sentimental atraviesa el ambiente y Amelia se une al abrazo, estrechándonos con fuerza.
—Os conozco demasiado bien y sé que ninguna de las dos está pasando un buen momento —dice—, por eso he convencido a mi madre de que nos haga tortitas. Son el remedio universal contra los cabronazos.
Aunque sospecho que Saint Lake lo quiere tan poco como yo, las tres estallamos en risas por el comentario de Amelia.
—¿Estás en ropa interior? —inquiere mi amiga afroamericana sin soltarnos.
—Sí —respondo.
—Pues entonces deberíamos dejar de abrazarnos. La puerta está abierta y ayer vi a tu vecino de enfrente comprar unos prismáticos en la tienda del señor Aselmi.
Las tres volvemos a reír e inmediatamente nos separamos.
Mejor prevenir.
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Muy buenos los 3 caps.
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