lunes, 31 de julio de 2017

CAPITULO 36 (TERCERA HISTORIA)





Llego a la oficina algo nerviosa, pero con la situación bajo control. Tengo mucho trabajo que hacer, tomar muchas decisiones... y también tengo que ver a Pedro. Odio no saber cómo comportarme con él.


Amelia se queda resolviendo unos asuntos con el guardia de seguridad y yo subo a Cunningham Media. Salgo del ascensor y camino con paso seguro hacia mi despacho. 


Apenas he cruzado la mitad de la planta cuando la puerta de su oficina se abre y Pedro sale. Está sencillamente espectacular y yo comienzo a preguntarme qué clase de binomio diabólico es ése, en el que, cuanto más alejada pretendo mantenerme de él, más increíblemente atractivo está.


Me recorre de arriba abajo y su mirada finalmente se posa en la mía. Sus ojos describen un centenar de emociones, pero soy incapaz de descifrar ninguna.


—¡Paula! —grita Amelia a mi espalda—. ¡Tienes que ver esto!


Tardo un segundo de más en girarme, pero al fin lo hago y prácticamente en ese mismo instante abro los ojos como platos al verla acercarse con un precioso ramo de rosas rojas.


—Son para ti —me informa entusiasmada.


No puedo evitarlo y vuelvo mi vista de nuevo hacia Pedro


Ha tenido que ser él. Me acerco a Amelia con una sonrisa de oreja a oreja y cojo el pequeño sobrecito blanco que hay en el centro del ramo. Mi gesto se apaga cuando saco la tarjeta y veo la firma de Thomas al final.


—Espero que digas que sí —murmura Amelia leyendo la nota—. ¿A qué quiere que digas que sí? — Calla un segundo—. ¿Y quién es Thomas? —añade al darse cuenta de que ésa es la pregunta realmente importante.


—Es un compañero del máster. Me ha invitado a cenar esta noche —respondo poco convencida.


Me giro discretamente y busco la mirada de Pedro. Sigue de pie, a unos pasos de su despacho. Creo que una parte de mí está deseando que atraviese la sala como una exhalación, tire el ramo de rosas contra la pared y me bese aquí, en mitad de Cunningham Media. Ésa es la misma mitad que siempre llora con el final de Cuando Harry encontró a Sally y se pasa una hora curioseando libros en la sección de romántica cada vez que va a Barnes & Noble.


Él me observa, pero no dice nada y finalmente sonríe, y a mí nunca me había dolido tanto una sonrisa.


Le mantengo la mirada y me obligo a devolverle el gesto. 


Cojo las flores, que Amelia se ha encargado de meter en un jarrón, y me encierro en mi despacho.


Me dejo caer en mi silla y observo las rosas encima de mi mesa como si fueran las culpables de ponerme en una especie de encrucijada. Me niego a seguir pasando por esta situación de puntillas y me niego a seguir llorando. Pedro quiere que conozca a otros hombres, así que, ¿por qué no debería aceptar esta cita con Thomas? 


Salir, divertirme, acostarme con él. Las cosas que se supone que hace una chica de veintisiete años. Aprovechando esta especie de ataque de valor, saco la BlackBerry y busco el nombre de mi compañero de máster en la agenda. Sin embargo, cuando estoy a punto de pulsar la tecla verde, me freno en seco. ¿Realmente es lo que quiero? Suspiro con fuerza tratando de poner orden en mis ideas, pero, involuntariamente, una se hace paso a través de las demás: Pedro se acuesta con otras mujeres.


Puede que no sepa si salir con Thomas es lo que quiero, pero está claro que es lo que debo querer.


Me paso el resto del día trabajando e ignorando los nervios, malos y buenos a partes iguales, de mi estómago. Pedro se marchó a una reunión cerca del edificio Flatiron a primera hora y todavía no ha regresado. Es la primera vez que no comemos juntos en dos semanas.


Amelia no para de venir a mi despacho a preguntarme si ya he elegido vestido o zapatos. Creo que está más emocionada que yo.


Cuando me marcho a eso de las cinco, Pedro aún no ha vuelto. Estoy tentada de llamarlo, sólo para hablar con él de cualquier estupidez, pero me contengo. Si quiero que mi cita con Thomas tenga alguna posibilidad de funcionar, tengo que hacer todo lo posible por sacarme a Pedro Alfonso de la cabeza.


No voy a negar que la idea es más que complicada.


Dejo todo organizado con Adela y Saint Lake City y me voy a mi apartamento a empezar a arreglarme. Ya me he dado una ducha rápida y me he puesto un bonito vestido blanco ajustado por la parte de arriba y con una falda de vuelo a partir de la cintura, cuando recuerdo que tengo que bajar y dejar mi colada y la de Amelia lavándose. Al regresar de la oficina, ella se encargará de pasarla a la secadora y doblarla.


Termino de arreglarme, cojo mi bolso y mi chaqueta y meto mi ropa sucia en una enorme cesta de plástico. Subo al apartamento de mi amiga y, con la llave de repuesto, cojo la suya. Encima de toda la ropa, pongo mi iPod enchufado a un pequeño altavoz y bajo los tres pisos con el Hide away, de
Daya. Tiene algo irónico que esté cantando dónde se han metido todos los chicos buenos. Estoy a punto de tener una cita con uno de ellos y no me siento tan feliz como cabría esperar.


Estoy en el último tramo de escaleras, a sólo unos peldaños del vestíbulo, cuando la puerta principal se abre y el corazón me da un vuelco. Hablando de chicos malos...


Me barre con la mirada y sus ojos se ensombrecen mientras recorre mi vestido.


Yo me quedo muy quieta, sin ni siquiera saber qué hacer, lo cual no es ninguna novedad, pero al fin consigo reaccionar y bajar los escalones que me quedan.


—¿Qué haces aquí? —inquiero confusa—. ¿Ha ido todo bien en la reunión?


La canción sigue sonando.


Pedro no responde y por un momento los dos nos quedamos en silencio, mirándonos. Nunca había estado en mi apartamento, ni siquiera en mi edificio. Siempre me acompaña a casa en su Jaguar o un taxi, pero yo siempre insisto para que nos despidamos en él. A Pedro no le hace demasiada gracia, pero yo lo prefiero así. Hace que las cosas complicadas sean un poco menos complicadas.


—Sólo quería verte —suelta al fin.


Parece enfadado, mucho. Yo estudio su rostro tratando de averiguar por qué, pero no soy capaz.


—Tengo que hacer la colada —comento señalando lo obvio.


Él no dice nada más, cubre la distancia que nos separa y me quita la cesta de las manos. Sus dedos acarician los míos fugazmente y toda mi piel se electrifica. Casi en ese instante mis ojos se encuentran con los suyos azules y me doy cuenta de que está tenso, en guardia; está lleno de rabia.


Pedro espera a que empiece a caminar para seguirme. 


Nerviosa, me muerdo el labio inferior y echo a andar.


Llegamos a la lavandería en unos segundos. La pequeña estancia está desierta. Pedro deja la cesta sobre una de las lavadoras. Yo abro la otra y comienzo a meter la ropa sin poder dejar de darle vueltas a por qué está aquí, a qué ha venido. Quizá ha tenido una mala reunión o algo no ha salido como esperaba.


En mitad de todos esos pensamientos, Pedro da un paso hacia mí. No me toca, pero su olor me sacude y me hago hiperconsciente de él, de su cuerpo. Siento su mirada sobre mí y mi corazón comienza a latir de prisa, retumbando en mis oídos.


Trago saliva y me obligo a no pensar en él. Echo el detergente y el suavizante y cierro la portezuela metálica. Meto la primera moneda de veinticinco centavos y empujo la pequeña bandeja de acero sobre el diminuto raíl.


La canción cambia. Empieza a sonar Here’s to us.


Meto la segunda moneda. Sigue mirándome. Estoy demasiado nerviosa. Empujo el mecanismo y resuena vibrante en la estancia, que parece haber encogido hasta medir un mísero metro cuadrado.


Mi respiración acelerada lo inunda todo, entremezclándose con la voz de Ellie Goulding.


Su cuerpo llama al mío.


Da un paso más.


Pedro se mueve despacio, lleno de una arrebatadora seguridad, y se coloca a mi espalda. No dice nada y al mismo tiempo me está dejando claras muchas cosas. El ambiente se carga de una poderosa electricidad. Sigo preguntándome qué hace aquí, a qué ha venido, pero creo que ya no me importa.


Intento meter la tercera moneda, pero las manos me tiemblan y cae sobre la lavadora. Pedro la recoge y la coloca en la pequeña bandeja. La empuja sobre el raíl y el rumor metálico vuelve a resonar por toda la habitación. El deseo y la excitación se entremezclan calientes por mis venas, por mis muslos.


—¿Por qué has venido? —murmuro.


No contesta y yo nunca he sido más consciente de que debería protegerme. Debería salir de aquí, pero no puedo. 


Quiero huir de él, pero soy incapaz.


—Una vez me preguntaste si era posible encontrar a la persona perfecta para ti y no poder estar con ella.


Trago saliva. Recuerdo perfectamente aquel día. Recuerdo cómo me sentía. Recuerdo el sí que pronunció, demostrándome que a veces está tan perdido como lo estoy yo.


—Ya la he encontrado —continúa diciendo, con la voz aún más ronca—. La tengo delante. No quiero renunciar a ti. Esta noche no, Paula.


Las mariposas en mi estómago se despiertan de golpe, desbocadas y kamikazes. Yo tampoco quiero perderlo.


Pedro se inclina sobre mí. Me besa en el hombro despacio, calentando mi piel. Un suave gemido se escapa de mis labios. Se separa apenas unos centímetros y comienza a subir hasta mi cuello. Besos largos, profundos, que me mantienen atada a él. Relía mi media melena en un puño y tira de ella, colocando mi piel a su disposición. Se desplaza hasta mi nuca y una corriente eléctrica me sacude cuando
sus labios tocan mi primera vertebra. Poco a poco voy perdiendo la noción del tiempo, del espacio, mientras él sigue rindiendo mi cuerpo centímetro a centímetro.


Ladea mi cabeza con un brusco tirón y asalta mi boca con esa mezcla de seguridad y desesperación, teniendo claro lo que quiere, sabiendo que jamás podría negárselo, pero con una urgencia casi infinita por conseguirlo ya.


Apoya su frente contra la mía y nuestros alientos se entremezclan justo antes de que vuelva a colocarme de espaldas a él. Sus labios vuelven a mi nuca, su mano libre agarra mi cadera y me estrecha contra su cuerpo. Inmediatamente noto su erección dura y fuerte chocar contra mi trasero y mis jadeos se solapan inconexos hasta transformarse en un largo gemido.


Sus manos bajan por mis piernas y suben arañando mi piel y levantando mi vestido con ellas.


Me gira brusco y me sienta sobre la lavadora, que comienza a moverse cada vez más descontrolada.


Me aferro a su chaqueta, desesperada. Sus manos vuelan entre los dos, se enfunda un preservativo y me embiste con fuerza, cortándome el aliento.


Grito... un sonido sordo y visceral que se entremezcla con la canción que aún suena.


Pedro continúa moviéndose. Sus manos atrapan las mías, entrelaza nuestros dedos contra el borde de la lavadora. Se mueve duro, brusco, uniéndonos más.


La máquina se mueve más rápido, vibrando desbocada, haciéndome vibrar a mí.


—¡Pedro! —grito.


Me agarro con tanta fuerza a sus hombros que mis dedos se emblanquecen. El deseo se condensa rápido en mis entrañas. Mis jadeos. Sus gruñidos. Mis gemidos. La voz de Ellie Goulding repitiendo que ésta va por nosotros, hablando de un amor triste, de nuestro amor triste. Las caricias, los gemidos, el sexo, el amor, él, yo... todo explota transformado en placer y electricidad, recorriéndome entera, llevándome al paraíso y trayéndome de vuelta sin piedad.


Lo quiero. Voy a quererlo toda mi vida.


Pedro continúa moviéndose. Alarga mi clímax y se pierde en mi interior, mordiéndome el cuello para contener sus gritos.


Nuestras respiraciones entrecortadas lo inundan todo. Sus manos siguen sobre las mías. Y todo lo que me hace sentir resplandece con fuerza en la diminuta habitación, cegándome por completo.


—No va a tocarte.


Su voz es cruda, casi salvaje. Alzo la mirada. Mis ojos se encuentran con los suyos y de pronto lo entiendo todo. Sé por qué está aquí, por qué me ha follado en la lavandería. Lo único que quiere es demostrarme que, por muchas citas que tenga, jamás podré escapar de lo que me hace sentir.


Me zafo de sus manos y salgo del pequeño cuarto. Ahora mismo lo odio. No puedo tenerlo cerca.


Pedro me sigue, me agarra del brazo, me obliga a girarme y me besa con fuerza, absolutamente furioso, utilizando todo lo que siento por él en mi contra. Sus besos son todo lo que anhelo, pero no puedo permitir que haga esto, no así, no por estos motivos.


Lo empujo con fuerza hasta separarme de él y le doy una bofetada. Pedro se gira despacio y de inmediato clava sus ojos endurecidos en los míos.


—¿Quién te crees que eres? —prácticamente chillo, desesperada—. Tú no puedes decidir si tengo citas o si quiero salir con otros hombres.


—Claro que puedo, Paula —replica intimidante—. Tú eres mía.


—¿Y las otras mujeres también lo son?


Mis palabras caen como un jarro de agua fría entre los dos.


—¿Vas a salir con él? —inquiere ignorando mi pregunta.


No respondo. No quiero y él no se lo merece.


—¿Vas a dejar que te bese?


—No lo sé —contesto con rabia.


—¿Vas a acostarte con él? —añade acelerado.


—¿Y qué si lo hago? ¡Tú te acuestas con otras! —grito más enfadada que nunca, dolida.


—¡Esto no tiene nada que ver con ellas! —responde de la misma manera—.¡Se trata de ti y de mí!


Cabeceo conteniendo las lágrimas. Estoy furiosa, frustrada, triste.


—¿Cómo puedes decir eso? —siseo—. ¡Te acuestas con ellas, claro que tiene que ver!


—No, joder, no lo tiene —sentencia, y por un momento creo que se siente exactamente como me siento yo.


No puedo más.


—Me marcho —musito.


Ya no tengo fuerzas.


Pedro murmura un juramento entre dientes y da un paso hacia mí, dispuesto a volver a besarme, a convencerme como mejor sabe para que me deje llevar y me olvide de todo.


—No —le digo mirándolo a los ojos, con los míos llenos de lágrimas. Mi única palabra lo frena en seco—. Ahora quien no quiero que me toque eres tú.


Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco con rabia. 


No he dicho la verdad, pero tampoco me arrepiento. No puedo dejar que me bese, que impida mi cita mientras él se acuesta con otras mujeres. Él es lo único que quiero, pero no voy a ser tan idiota de dejárselo tan cristalinamente claro.


—Adiós, Pedro.


Sus ojos azules están llenos de una veintena de emociones diferentes, pero una sensación de completo desahucio reina sobre todas ellas.


Cruzo el vestíbulo y salgo sin mirar atrás.




No hay comentarios:

Publicar un comentario