Contemplo las escaleras, inmóvil en el centro del vestíbulo.
Vuelvo de golpe a Portland, a los billares. Vuelvo a sentir toda esa impotencia. Esta mañana, cuando la vi sonreír delante de aquel ramo de flores, una violenta corriente de adrenalina mezclada con una peligrosa cantidad de testosterona y el neandertal que llevo dentro invadieron todo mi cuerpo.
Observaba a Amelia dar palmas entusiasmada mientras corría de un lado a otro a por un jarrón, a por agua. Mientras, Paula no dejaba de mirar las rosas. Leyó la tarjeta, habló de tener una cita con otro tío, y yo nunca había estado tan furioso en toda mi vida. Decidí que me enteraría de a qué hora tendría su cita, me presentaría aquí y me las ingeniaría para llevármela a la cama y follármela hasta que perdiese la noción del tiempo.
Soy plenamente consciente de que ha sido una cabronada demasiado grande incluso tratándose de mí, pero sólo necesité verla entreabrir sus perfectos labios mientras se inclinaba a oler las flores y que una de ellas le rozase tímidamente el escote para darme cuenta de que toda la cuestión moral quedaba atrás.
No pienso dejar que ningún tío le ponga las manos encima.
Me da igual lo que dijera antes o lo seguro que estoy de que no tenemos ninguna oportunidad de que esto salga bien. Fui un completo gilipollas al decirle que me acostaba con otras mujeres cuando no es verdad. No sé lo que siento por Paula, pero quiero que sea feliz y tengo clarísimo que lo mejor para ella es encontrar a alguien. Sin embargo, detesto esa idea.
No estoy celoso, joder, pero quiero que ella sólo esté conmigo. Paula es mía.
Aprieto los puños con rabia, conteniéndome. Una decena de ideas recorren mi mente a toda velocidad. Pienso en llamarla, en averiguar dónde está, en presentarme en el maldito restaurante, cargarla sobre mi hombro, llevarla a mi apartamento y demostrarle como mejor sé que todo esto es una estupidez, que puede que no tengamos ningún futuro, pero que no quiero perder lo que tenemos ahora.
Salgo de su edificio y, con el iPhone ya en la mano, me detengo en seco en mitad de una calle cualquiera del West Side. Estoy a punto de perder el maldito control. Yo no soy así.
Aprieto la mandíbula y me guardo el maldito teléfono en el bolsillo. Las ganas de pelearme son más grandes que nunca. Sin embargo, sé que, si hago eso, Paula se preocupará y se culpará. Esa idea se acomoda bajo mis costillas y las aprieta hasta impedirme respirar. Lo último que quiero es que sufra.
Comienzo a deambular sin mucho sentido. Manhattan siempre me ha gustado. Casi sin darme cuenta, poco a poco toda esa rabia descontrolada va transformándose en algo más profundo y la desconcertante presión bajo mis costillas crece. ¿Qué pasa si pierdo a Paula?
¿Qué pasa si ella ya no quiere seguir con esto? No creo que ninguno de los dos pudiese volver adonde estaba y acabaría perdiendo a la única mujer que ha significado algo para mí más allá del sexo.
Tres horas después, regreso a su apartamento. Tenemos que hablar, aunque no tenga ni idea de qué decirle. Sigo siendo un egoísta de mierda y sólo quiero tenerla cerca. La puerta del edificio está abierta, pero no hay nadie en su piso.
Después de llamar media docena de veces, comprendo que aún no ha llegado y decido esperarla. Sé que ahora mismo parezco alguien desesperado y vulnerable. Prefiero no pensarlo. Prefiero no ahondar en la idea de que en este jodido instante no podría parecerme más a él.
Cuando oigo pasos al fondo del pasillo, en las escaleras, estoy sentando en el rellano con las piernas estiradas a lo largo de la vieja tarima, esperando. Alzo la cabeza. Ya sé lo que voy a encontrarme. Paula está a un puñado de pasos de mí, mirándome. En ningún momento pensé en la posibilidad de que hubiera traído a ese tío hasta aquí. De golpe la sangre me arde. Ésa es otra idea que prefiero no pensar.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con la voz tomada.
Yo exhalo con fuerza todo el aire de mis pulmones.
—No quiero que veas a otros hombres —digo al fin—. No significa que estemos juntos. —Callo un segundo, tratando de reordenar mis ideas—. Joder, no sé lo que significa, Paula.
O quizá justamente es eso lo que quiero decir y éste es el retorcido mecanismo de defensa que mi mente ha creado para ignorar la acuciante verdad, esa que dice «ey,
Pedro Alfonso , estás bien jodido».
—Creo que me estoy cansando de todo eso —la interrumpo.
Paula arruga el ceño confusa.
—¿Estás seguro?
—Ahora mismo no estoy seguro nada.Pero no quiero perderte, Niña Buena. Sólo quiero asegurarme de que te quedarás.
Paula sopesa mis palabras durante largos segundos y finalmente echa a andar hacia mí. Se sienta a mi lado y suspira con fuerza. Su vestido blanco resalta perfecto contra la tarima oscurecida. Es la cosa más sexy y preciosa que he visto nunca.
—Y tú, ¿qué? —pregunta con la mirada clavada al frente.
Yo asiento, también con la vista posada en la pared.
—La última vez que me acosté con otra mujer fue el día que nos conocimos.
Ella suspira bruscamente. Parece aliviada, pero también algo arrepentida. Finalmente lanza algo parecido a una sonrisa cansada y apoya su cabeza en mi hombro. Ese pequeño contacto revoluciona todo mi cuerpo, pero al mismo tiempo tengo la sensación de que pone cada cosa en su lugar.
—Sólo acepté esa cita porque estaba demasiado furiosa y triste pensando que no era suficiente para ti.
Esa especie de revelación vuelve a arrasarlo todo dentro de mí, como una montaña rusa que nunca acaba. No lo dudo.
Me giro y atrapo su hermosa cara entre mis manos.
—Eres lo mejor que me ha pasado en toda mi maldita vida, Paula —digo con una convicción absoluta. No hay una mísera duda—, y, desde luego, eres mucho más de lo que merezco.
Ella sonríe y yo la beso disfrutando de sus labios, de todo lo que me hace sentir aunque ni siquiera lo entienda, y suavemente nos tumbo sobre la tarima. Mi cuerpo cubre el suyo; mis manos acarician sus pechos, se agarran a sus caderas, se pierden bajo su vestido y, al final, suben para entrelazarse con las suyas por encima de su cabeza.
Siento por ella más cosas de las que ni siquiera puedo explicar y por primea vez no me importa, no me importa absolutamente nada.
Despacio, acompasados a la perfección, nos movemos hasta que mis caderas quedan entre las suyas.
Pierde su mano entre nosotros y con el pulso tembloroso desabrocha mis pantalones, me acaricia con ternura y me guía hasta ella. Entro despacio, sin apartar mis ojos de los suyos, que se mantienen despiertos y curiosos, queriendo leer cada emoción que cruza mi mirada. No hay nada entre nosotros y la intimidad crece, nos envuelve, nos ata de esa manera que me recuerda despacio, bajito, que ella es mi mayor tesoro, algo que tengo que cuidar, que proteger del mundo, como si Dios me hubiese hecho el mejor regalo.
Dejo caer mi frente contra la suya.
—Todo en lo que puedo pensar eres tú —susurro contra su boca.
Su cuerpo comienza a temblar suavemente. Sigo moviéndome sin tener ninguna prisa por llegar al final, reviviendo cada segundo, cada gesto, cada mirada.
Paula gime mi nombre, susurra cuánto me ha echado de menos, lo llena que se siente, lo feliz. Yo sonrío y la beso una y otra vez, diciéndole sin palabras que me siento exactamente igual.
Acelero el ritmo. Ella se aferra a mis hombros, escondiendo su cuerpo bajo el mío, acercándonos más, uniéndonos más a pesar de estar completamente vestidos, de estar en el suelo, en mitad de su rellano, y entonces comprendo que esta vez es diferente, que, a partir de ahora, nosotros somos diferentes.
Retuerce la tela de mi chaqueta, mi nombre se evapora en sus labios y se corre despacio, gimiendo, mostrándose vulnerable, dulce, abriéndose para mí en todos los malditos sentidos.
La corriente eléctrica contagia mi cuerpo y sólo un par de segundos después me pierdo en ella gruñendo un juramento ininteligible.
La observo siguiendo el contorno de su cara con mis dedos.
Está preciosa en ese estado febril, con la piel encendida y el pelo revuelto.
Quiero conservarla así el máximo tiempo posible, así que me levanto, la cojo en brazos y la alzo suavemente del suelo.
Paula rodea mi cuello con sus brazos y hunde su cara en ellos. Su olor se ha mezclado con el mío en mi piel. Es perfecto, casi irreal.
Entramos y la tumbo en la cama, pero, antes de que me haya separado del todo, ella me toma de la mano con los ojos cerrados y la respiración tranquila.
—Por favor, no te vayas —murmura.
Yo sonrío sin poder apartar mis ojos de ella y, sin soltarla, me tumbo a su lado. Ella acomoda su espalda contra mi pecho, acurrucándose sobre mi brazo, y yo deslizo mi otra mano por su cintura y la estrecho contra mi cuerpo. Otra vez sin dudas, ni preguntas, simplemente dejándonos llevar.
Pierdo la nariz en su pelo e inspiro suavemente.
—No voy a irme a ninguna parte —susurro.
La noto sonreír y, aún vestidos, nos quedamos dormidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario