miércoles, 21 de junio de 2017

CAPITULO 32 (PRIMERA HISTORIA)





Ruedo por el inmenso colchón. La temperatura es sencillamente perfecta. Las sábanas se deslizan por mi cuerpo suaves, calientes, maravillosas. Ventajas de dormir desnuda en una cama con sábanas de diez mil hilos…


¡Desnuda!


¡Joder!


Abro los ojos y me incorporo de golpe.


Nerviosa, miro a mi alrededor en busca de Pedro. No está.


Agudizo el oído por si estuviera en la ducha. Tampoco. Me paso las manos por el pelo y asiento a la vez que resoplo con fuerza. Necesito un plan. Lo primero es ganar tiempo para poder pensar y tomar las decisiones tras haberlas razonado como las personas adultas.


«La palabra clave aquí es adultas, Paula Chaves»


Me levanto echa el sigilo personificado. Camino casi de puntillas hasta mi maleta, saco los primeros vaqueros y el primer jersey que encuentro y me encierro en el baño. No sé qué hora es exactamente. Debe de ser tempranísimo. Me ducharé, me vestiré y me marcharé directamente a la universidad. Allí podré pensar y, con un poco de suerte, cuando llegue a la oficina, Pedro estará en alguna reunión.


Ya lista, abro la puerta del baño y salgo tímida, mirando en ambas direcciones, hasta que me aseguro de que él no está en la habitación.


Mientras cruzo la estancia, no puedo evitar fijarme en la cama. El cabronazo es incluso mejor de lo que imaginaba. Si lo pusieran de portada en la próxima novela de E. L. James, se lo habría ganado a pulso.


Cabeceo. Tengo que dejar de pensar en Pedro y, sobre todo, en Pedro desnudo. No va a volver a pasar. Jamás, nunca, never, nie.


«Qué curioso que te lo hayas dicho precisamente en alemán.»


Cierro los ojos y dejo caer mi cabeza contra la pared.


Errores, Paula Chaves, grandes errores.


Al fin salgo al salón e inmediatamente me hago hiperconsciente de que Pedro está tras la isla de la cocina, con una taza de café en la mano y sosteniendo el Times con la otra.


—Buenos días, Pecosa —me saluda con la mirada en el periódico.


Está infinitamente guapo con un traje azul oscuro y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. 


¡Qué asco de vida!


—Buenos días —respondo caminando de prisa hasta el sofá.


Me pongo mi abrigo, cojo mi bolso y salgo disparada hacia el
ascensor. Aprieto el botón con más fuerza, y más desesperada, de lo que me hubiese gustado.


—No es que me importe, pero ¿no desayunas? —pregunta.


Su tono es una mezcla de socarronería y algo de arrogancia, como si supiera exactamente lo que me pasa.


Yo niego con la cabeza.


—Hoy tengo mucho que hacer en la universidad. Tomaré un café para llevar en cualquier sitio.


Pulso de nuevo el botón. ¿Dónde se ha metido el maldito ascensor?


Finalmente las puertas de acero se abren y entro flechada.


—Hasta luego, Pecosa —se despide y otra vez hay algo en su tono que me pone aún más nerviosa.


Me giro despacio con el corazón a punto de salírseme disparado y levanto levemente la mano.


—Hasta luego —respondo incómoda.


Por la manera en la que sonríe, sin ni siquiera levantar su vista del periódico, es obvio que no sólo es plenamente consciente de lo que me ocurre, sino que, además, está disfrutando con el mal rato que estoy pasando.


Entorno la mirada y, cuando abro la boca dispuesta a llamarlo gilipollas, las puertas del ascensor se cierran dejándonos a mi dignidad, a mi orgullo y a mí sin venganza.


Descartada la idea de huir de la ciudad y montar un bar hawaiano en Jersey, la clave está en fingir que no ha pasado nada. Básicamente lo que parece haber hecho Pedro, aunque imagino que él no ha necesitado media hora de sermones autoimpuestos para llegar a esa misma conclusión. Son las ventajas de tener una vida sexual indiscriminada.


A las ocho de la mañana estoy cruzando las puertas de la Thomas J. Watson o, lo que es lo mismo, la biblioteca de Económicas de la Universidad de Columbia. Es más temprano de lo que esperaba, y, con un poco de suerte, podré aprovechar el día.


Me instalo en una mesa junto a la ventana y comienzo a preparar el temario de Estudio de la economía occidental. No he avanzado ni dos páginas cuando, sin darme cuenta, comienzo a pensar en Pedro. Lo guapo que es Pedro. Lo bien que le quedan los trajes de corte italiano a Pedro. Lo bien que le queda la ausencia de ropa a Pedro.


—Lo bien que folla Pedro—murmuro con el lápiz entre los dientes.


Murmuro, sí, pero, por mucho que una murmure, esto es una
biblioteca y toda la mesa en la que estoy sentada me ha oído.


Carraspeo, señal de llamada para que el encargado de pulsar el botón y que la tierra me trague lo haga, pero nada.


—Pedro es gilipollas —me defiendo malhumorada volviendo a centrar la vista en mi libro.


No pueden juzgarme. Mi vida es muy complicada.


—Cuanto mejor folle, más gilipollas —sentencia una voz frente a mí.


Alzo la cabeza sorprendida y me encuentro con una chica
afroamericana más o menos de mi edad asintiendo llena de sabiduría.


—Esa ley es más cierta que las jodidas matemáticas —añade.


Yo pierdo mi mirada al frente, recapacitando sobre su frase y, tras unos segundos, no tengo más remedio que asentir con ella. Tiene toda la razón.


A eso de las once empiezo a pensar en que debería ir a la oficina.


Nadie me ha llamado pidiéndome que lo haga, pero se supone que trabajo allí; por mucho que le dijera a Pedro que tenía que pasarme por la universidad, tampoco puedo tomarme el día libre sin ni siquiera avisar.


Cierro el libro y resoplo. No quiero ir. Sé que es muy infantil, pero no quiero tener que hacerlo. Necesito unas horas más antes de un segundo asalto. Decidida, cojo mi iPhone y salgo al pasillo. Dos tonos de llamada y Sandra responde profesional al otro lado.


—Despacho del señor Alfonso.


—Sandra, soy Paula.


Estoy tan nerviosa que no puedo quedarme quieta y comienzo a dar pequeños e inconexos paseos que lo único que consiguen es acelerarme todavía más.


—Hola —me saluda relajando su tono de voz—, ¿en qué puedo ayudarte?


—Llamaba para avisar de que hoy no podré pasarme por la oficina. Estoy en la universidad. Estoy… estudiando —Dios mío, ¿se puede mentir peor?—. Tengo un examen mañana y necesito… estudiar.


Cierro los ojos con fuerza. Definitivamente, la peor mentira de la historia.


—¿Quieres que te pase al señor Alfonso para que se lo digas tú misma?


—¡No! —contesto por inercia. Tuerzo el gesto. Torpe. Torpe. Torpe


—. No —continúo tratando de sonar más relajada —, no hace falta. ¿Podrías decírselo tú?


—Claro —responde sin asomo de duda.


Suspiro aliviada. Pedro es tan odioso en el trabajo que mi grito con forma de «no» ante la posibilidad de hablar con él directamente es de lo más comprensible.


Me despido, cuelgo y regreso a mi mesa. No soy estúpida. 


Más tarde o más temprano tendré que verlo, pero prefiero el tarde.


Como en la universidad y no me animo a ir al ático hasta que ya ha anochecido. Con un poco de suerte, Pedro se habrá ido al club y no tendré que verlo hasta mañana. Frunzo los labios. No quiero verlo, pero pensar que está en el Archetype tampoco me hace ninguna gracia.


Saludo al portero y me dirijo al ascensor. Estoy tentada de
preguntarle si Pedro está arriba, pero no tengo la suficiente confianza con él.


Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza y entro.


No hay rastro de Pedro en el salón, pero por las luces encendidas y un par de bolsas de papel sobre la isla de la cocina, es obvio que está aquí. A los pocos segundos sale de la habitación remangándose hasta el antebrazo su camisa impecablemente blanca.


—¿Ya has vuelto del cole, Pecosa? —pregunta dirigiéndose a la cocina—. ¿Has hecho muchos amiguitos?


Tuerzo el gesto y me quito el abrigo. Es odioso.


—Pon la mesa —me ordena señalándome con la cabeza la mesita de centro frente al sofá—. La cena está lista.


Yo lo miro confusa. ¿La cena?


—¿Has cocinado tú? —pregunto extrañada acercándome a la isla.


—No —responde como si fuera obvio.


Entonces me fijo mejor en las bolsas de papel y me doy cuenta de que son del restaurante Malavita. El mismo sitio donde pidió mi sopa de pollo después de llevarme al hospital.


Resoplo mentalmente. Vamos a cenar. Cenar es muy sano y una costumbre muy extendida en la humanidad. No pasa nada por cenar. Cenar no implica sexo. Asiento muy convencida de mi propio discurso e incluso sonrío. Puedo con esto. Pero en ese preciso instante Pedro se humedece
el labio inferior y le da un trago a su copa de vino. Joder, con este hombre qué no implica sexo. Él es sexo. Sexo húmedo, salvaje y caliente. Sexo espectacular… ¡Maldita sea!


Cojo los manteles individuales y me alejo de la isla de la cocina.


Toda la culpa es suya por ser así de atractivo.


Termino de poner la mesa procurando no mirarlo y me siento en el sofá. Pedro no tarda en reunirse conmigo con dos platos de spaghetti alle vongole. Nos sirve vino, coge su plato y su copa y se recuesta cómodamente en el inmenso sofá.


Yo, sentada prácticamente en el borde del tresillo, remuevo la pasta sin mucho convencimiento. Tiene una pinta deliciosa, pero estoy muy nerviosa. Nunca me llegó a parecer buena idea vivir aquí, pero ahora menos que nunca.


—Pecosa, me estás amargando la cena —se queja incorporándose y dejando su plato sobre la sofisticada mesita.


—Lo siento —me disculpo.


—Me alegro —replica sin ninguna intención de sonar amable.


Resoplo. ¿Cómo se puede ser tan gilipollas?


—En realidad no lo siento —comento impertinente y enfadada.


—¿De verdad? —pregunta sardónico—. Mientes muy mal, Pecosa.


¡No lo soporto!


Me levanto dispuesta a encerrarme en la habitación y no salir hasta mañana, pero Pedro se estira, me coge de la muñeca y, sin ningún esfuerzo, me sienta de nuevo.


—¿Por qué le estás dando tantas vueltas? —inquiere armándose de paciencia.


¿En serio tiene que preguntármelo?


—Perdona si no se me da tan bien como a ti eso de fingir que no ha pasado nada —protesto, y ahora la que suena irónica soy yo.


Pedro tuerce el gesto displicente.


—Es cuestión de práctica.


—Eres imbécil —mascullo justo antes de levantarme.


Pero vuelve a cogerme de la muñeca y a dejarme caer en el sofá.


—Suéltame —me quejo zafándome de su mano.


¡Estoy muy cabreada!


—Como quieras —responde sin más.


Tomándome por sorpresa, Pedro me coge de la cintura, me tumba y él lo hace sobre mí, agarrando mis manos con una sola de las suyas por encima de mi cabeza. Yo me quejo, forcejeo, pero no hay nada que hacer.


Me tiene completamente inmovilizada.


—Lo que pasó ayer no tiene ninguna importancia y tampoco cambia nada. Nos divertimos. Punto.


Pedro —le reprendo, pero en el fondo no sé qué es lo que me molesta de esa frase.


—¿Qué tiene de malo? —replica.


Buena pregunta. Lo cierto es que no lo sé. Alzo la mirada y dejo que la suya me atrape. La luz incide en sus ojos y los hace parecer verdes.


Resoplo. Es demasiado guapo. Creo que al final todo se reduce a que no puedo creer que un chico como él se haya fijado en una chica como yo.


—¿Qué te gustaría hacer ahora? —pregunta y algo en su voz ha cambiado.


No sé qué contestar. Bueno, sí lo sé, pero no pienso hacerlo.


—Nada —musito nerviosa.


Pedro sonríe y me doy cuenta de que lo único que pretendía con esa pregunta era ponerme en otra de esas situaciones en la que queda claro lo colada que estoy por él. 


Malhumorada, me revuelvo. La sonrisa de Pedro se ensancha satisfecha hasta que finalmente se separa
incorporándose y dejando que yo haga lo mismo.


Coge su copa de vino y le da un trago. Yo lo observo por un
momento. Hay muchas cosas que quiero saber y éste es el momento ideal para preguntarlas.


—¿Por qué viniste a buscarme aquella noche para llevarme al hospital?


—Porque Lola estaba histérica —responde como si no tuviera importancia, dejando su copa de nuevo sobre la mesa—. No paraba de repetir que necesitabas un médico.


Eso no contesta a mi pregunta, pero entonces me doy cuenta de que no he hecho la pregunta adecuada.


—Pero ¿por qué me llamaste? Era tardísimo.


Pedro se humedece el labio inferior y por un segundo pierde su vista al frente.


—Quería hablar contigo —responde con una media sonrisa dura y sexy en los labios —; en realidad, quería verte.


—¿Para qué?


Ladea la cabeza y su mirada tan azul como verde atrapa la mía.


—¿Para qué te hubiera gustado a ti que quisiese verte? —inquiere a su vez.


Pedro Alfonso, experto en devolver pelotas al tejado de la pobre Paula Chaves.


De pronto vuelvo a estar nerviosa y también algo intimidada.


Siempre me he negado a preguntarme lo que siento por él y ahora es el propio Pedro el que lo está haciendo.


—No lo sé —susurro.


—Pues yo creo que sí lo sabes —sentencia sin asomo de duda y algo en su mirada simplemente me hechiza.


Una parte de mí quiere levantarse y no terminar esta conversación jamás. La otra no se movería de este sofá por nada del mundo.


—¿Alguna vez imaginaste como sería? —inquiero tímida.


—¿El sexo contigo?


Asiento. Estoy muy nerviosa, pero no aparto mi mirada de la suya.


—Sí —responde concentrando toda la sensualidad y masculinidad del mundo en una sola palabra—, muchas veces.


—¿Y por qué no ha pasado hasta ahora?


No sé qué quiero que me conteste a eso, pero necesitaba
preguntárselo.


—Porque para todo hay un momento.


Pedro se gira en un fluido movimiento hasta que queda sentado frente a mí. Despacio, se echa hacia delante y todo mi cuerpo se enciende preso de su proximidad.


—O a lo mejor quería que lo desearas hasta que estuvieses 
tan mojada como lo estabas anoche.


Su respuesta me deja sin respiración. Los nervios se concentran burbujeantes en la boca de mi estómago y todos los músculos de mi cuerpo se tensan deliciosamente.


—En la vida hay que ser valiente, Pecosa. Tienes que aprender a aceptar lo que quieres, cuando lo descubras.


Pedro se levanta e, irradiando toda esa seguridad, se dirige al dormitorio.


Yo me quedo inmóvil, tratando de asimilar toda la conversación. No soy una chica cobarde, pero lo que quiero es demasiado complicado; o quizá no y Pedro tiene razón y sólo tengo que pedirlo. Él no ha hablado de una relación. 


Sólo sexo. Algo divertido. Sin complicaciones.


—Ya sé lo que quiero —digo levantándome.


Pedro, a punto de entrar en la habitación, se detiene. Apoya su mano en el marco y ladea la cabeza increíblemente sexy.


—Demuéstramelo —me ordena.