miércoles, 21 de junio de 2017

CAPITULO 29 (PRIMERA HISTORIA)






Noto nuestras piernas entrelazadas y su brazo posesivo y pesado sobre mi cadera. Sonrío de nuevo y me giro aún con los ojos cerrados. Mi cuerpo se desliza bajo sus brazos y mis piernas entre las suyas, así que no pierdo ni un ápice de su contacto.


Es la primera vez que me despierto antes que él y quiero disfrutarlo.


Abro los ojos despacio y automáticamente mi sonrisa se ensancha cuando veo su hermoso rostro frente a mí, bañado por los primeros rayos de luz que filtra el inmenso ventanal, con el pelo castaño cayéndole suave y alborotado sobre la frente. Le acaricio la nariz con la punta de los dedos y la arruga suspirando. Me llevo esos mismos dedos a los labios, acallando una sonrisa sin poder dejar de observarlo. 


Entonces me paro a contemplar la pequeña cicatriz que tiene sobre la ceja derecha y me pregunto de qué será. 


Lentamente alzo la mano.


—No hagas eso —murmura sin abrir los ojos justo antes de que la toque. Su voz me asusta, pensé que estaba dormido, e inmediatamente retiro la mano.


—Lo siento —musito.


—No te disculpes pero no lo hagas.


Pedro abre los ojos, se levanta de un golpe y se mete en el baño.


Apenas unos segundos después, oigo el grifo de la ducha.


Yo me dejo caer sobre las almohadas y resoplo hasta que me quedo sin aire. Si fuera estricta con las normas que me autoimpuse, debería correr la media maratón de Nueva York. 


Ayer discutimos, he fantaseado con él una docena de veces y lo he contemplado más que admirada hace sólo uno momento.


Pero sé que ni siquiera llegaré a ponerme el chándal. Soy una perezosa superficial obsesionada con un cuerpo para el pecado.


«Y eso que todavía no le has visto el objeto de pecado en sí.»


Me levanto como un resorte con los ojos como platos. Me niego siquiera a planteármelo. Además, seguro que, para mi desgracia, la tiene enorme.


Voy a la cocina y preparo café. Pedro sale poco después
perfectamente vestido con uno de sus espectaculares trajes de corte italiano, esta vez negro, y su correspondiente camisa blanca. La palabra del día, espectacular.


—Hoy tengo un día complicado —comenta llenándose la 
taza de café —. Después de la universidad te quiero en el despacho. A las once en punto —sentencia exigente.


—Vaya —replico con una sonrisa de lo más impertinente,
llenándome también una—, cualquiera diría que me necesitas para sacar adelante tu día tan complicado.


—No es que seas el colmo de la eficiencia, pero me sirves para una o dos cosas.


—Me lo tomaré como un halago.


Pedro me dedica su media sonrisa sexy y presuntuosa y regresa a la habitación. Yo le doy un sorbo a mi café. Qué sugerente es esa maldita sonrisa.


Tras su «diviértete en el cole», lo observo llevarse la taza a sus perfectos labios con una mano mientras con la otra levanta ligeramente el Times del mármol de la isla de la cocina para leerlo más cómodamente.


En el camino en metro hasta el campus, me riño cada vez que me sorprendo pensando en él y me concentro en todo lo que tengo que hacer hoy, empezando por estudiar, y mucho, en la biblioteca para ponerme al día lo más rápido posible.


Entre libros de economía, el tiempo se me pasa volando y, para cuando miro el reloj, son las diez y media. Regreso a la oficina y puntual saludo a Eva.


Camino del despacho de Pedro, me encuentro a Sandra. 


Tiene aspecto de haberse chocado con un tren de mercancías y, o mucho me equivoco, o sé perfectamente el nombre y apellido de ese tren.


—¿Todo bien, Sandra? —pregunto al llegar hasta ella.


Da un largo suspiro.


—La mañana está siendo horrible. El acuerdo de inversiones con McCallister no ha salido bien y el señor Alfonso está de un humor de perros. El señor Fitzgerald, el señor Colton y él han discutido esta mañana.


¿Han discutido? Esto no tiene buena pinta.


—¿Por qué no te vas a tomar un café? —le propongo. Parece exhausta—. Yo me ocuparé de lo que el señor Alfonso necesite.


—¡Sandra! —brama el rey de Roma desde su despacho.


Ella vuelve a suspirar, pero yo le guiño un ojo y la empujo en
dirección al vestíbulo. De verdad necesita un descanso.


—¡Sandra! ¡Mueve tu maldito culo hasta aquí!


Sí, definitivamente está de un buenísimo humor.


Ahora la que suspira soy yo. Me armo de paciencia, voy hasta su despacho y abro la puerta. Un imperceptible gesto en su rostro me hace pensar que se alegra de verme, pero en seguida desaparece bajo su malhumorada expresión.


—¿Y Sandra? —pregunta apremiante.


—Le he dicho que se fuera a tomar un café.


—¿Y quién eres tú para decirle a mi secretaria que se marche a por un café? —inquiere ahora molesto además de exigente.


—La que la va a sustituir ese rato.


Espero algún comentario por su parte, pero simplemente vuelve a prestar toda su atención a la pantalla de su Mac. Se nota a kilómetros que tiene un enfado monumental.


—Ya me ha dicho Sandra que las cosas con McCallister no han ido bien —comento.


Quizá le venga bien hablar de ello.


—Me encanta que tengáis tiempo para contaros secretitos en horas de trabajo —gruñe sin ni siquiera levantar la vista del ordenador.


—¿Qué ha pasado? —continúo esforzándome en ignorar todo su sarcasmo.


—¿Qué quieres que te diga, Pecosa? —replica sin mirarme todavía —. A veces las cosas no salen como nos gustaría. Ponte a trabajar. — Juraría que las tres últimas palabras las ha ladrado.


Soy consciente de que debería estar enfadada o por lo menos molesta por cómo me ha hablado, pero tengo la sensación de que, en cierta manera, me necesita.


—¿Qué quieres que haga? —pregunto.


—Revisa todo lo de McCallister otra vez, punto por punto. Rehaz cada puta cuenta de Mariano Colby y comprueba que el asunto Foster esté bien cerrado. No pienso permitir un solo fallo más.


Asiento y me voy a mi singular escritorio. Mientras espero a que mi MacBook se encienda, me pregunto qué habrá salido mal con Brenan McCallister, parecía prácticamente hecho.


Necesito unos documentos que no tienen copia digital y salgo en busca de ellos al archivo. Pedro está de un humor de perros y los gritos que se ha llevado quien quiera que lo haya llamado por teléfono hace unos minutos dan buena prueba de ello. Si me dijeran que le hizo llorar, lo creería sin reservas.


Decido tomarme un minuto y pasar a ver a Lola.


—Hola, chicas —saludo entrando en la oficina al otro lado del pasillo.


—Paula, te veo muy bien —me devuelve el saludo una perspicaz Lola.


—Cállate —la reprendo divertida.


Pedro está hoy de muy buen humor, ¿no? —me pregunta
Macarena socarrona.


—La verdad es que estoy algo preocupada —les confieso sentándome en la mesa de Lola—. Sandra me ha dicho que Jeremias, Octavio y Pedro se han peleado esta mañana.


—No le des ninguna importancia —replica Macarena con total seguridad—. ¿Alguna vez has visto jugar a rugby? ¿A hostias durante el partido y después yéndose a tomar cerveza todos juntos con barro hasta las orejas?


Asiento.


—Pues estos tres son exactamente igual. Se gritan, se llaman de todo, se pegan...


Abro los ojos como platos ante las últimas palabras de Macarena mientras ella y Lola asienten con una sonrisa.


—Sí —añade Lola mordiendo su bolígrafo—, hay quien diría que hay demasiados gallos en ese gallinero.


Ahora somos las tres las que sonreímos y asentimos. Tiene razón.


Son tres machos alfa perfectamente compenetrados. El National Geographic sacaría un buen documental de ellos.


—El caso es que, antes de que acabe el día —continúa Macarena—, estarán emborrachándose con la misma botella de Glenlivet.


—Y si no hay Glenlivet, entonces se pelearán con el camarero. Eso también une mucho —añade Lola y las tres nos echamos a reír otra vez.


—¡Pecosa! —Es la voz de Pedro bramando desde la recepción de Colton, Fitzgerald y Alfonso—. ¿Dónde está Pecosa?


Pongo los ojos en blanco y me bajo de un salto de la mesa de Lola.


—Rápido, guiña dos veces los ojos si te tiene secuestrada —me ofrece mi amiga socarrona.


No puedo evitar sonreír.


—¿Comemos juntas? —propongo volviéndome sobre mis talones una vez más.


—Claro —me responden las dos casi al unísono.


—Llamaré a Ana —añade Lola.


—¿Puedes explicarme qué coño haces aquí?


La voz de Pedro resuena intimidante a mi espalda, con ese tono tan suave pero a la vez tan amenazador. Me giro despacio y por un momento me pierdo en su postura, con las manos en la cintura haciendo que la chaqueta se abra y su camisa se tense ligeramente. Pura dominación y exigencia. No podría ser más atractivo.


—Sólo me he escapado un momento para quedar para comer con las chicas —me explico.


—Relájese un poco, señor Alfonso.


Pedro asesina a Lola con la mirada.


—Porque no te callas y vas al baño a ponerte de hormonas hasta las cejas. 


Ambos se dedican sendas fingidas sonrisas y él vuelve a clavar su mirada en mí. Si no fuera absolutamente imposible, diría que por su cabeza está pasando la idea de cargarme sobre su hombro y sacarme de aquí a rastras.


—¿Paula no debería estar de baja? —apunta perspicaz Macarena desde su mesa —. Por la neumonía y eso.


—¿Y tú no deberías estar tratando de tirarte a Miguel Seseña para parecerle una secretaria mínimamente competente?—responde Pedro sarcástico, molesto y arisco.


Una gran combinación.


—Eres odioso —responde Macarena.


—Mira qué amiguitas sois. Si hasta os ponéis de acuerdo para idear los insultos —comenta sin suavizar un ápice su tono, dejando de mirarla a ella y centrando su vista en mí. Está más que furioso—. Muévete —me ordena y se marcha destilando rabia.


Me pregunto si aún estoy a tiempo de guiñar dos veces los ojos.


Les sonrío a las chicas, que lo asesinan con la mirada hasta que desaparece en la oficina de enfrente, y me marcho tras él.


—Tráeme todos los archivos de inversiones que Mariano Colby ha llevado para nosotros y no te entretengas.


Hace especial énfasis en las últimas palabras y, en realidad, sobraban.


Sólo me he escabullido dos minutos.


Con la ayuda de Sandra, localizo las diecisiete carpetas relacionadas con Mariano Colby y las diecisiete tarjetas de memoria correspondientes.


De regreso, a unos pasos del despacho, me sorprende ver la puerta abierta.


—Vete a la mierda, Octavio. —Pedro suena aún más furioso que cuando me marché hace unos minutos.


—Sabes perfectamente que McCallister tiene razón —le reprende su socio. Me detengo junto a la puerta. No quiero interrumpirlos.


—¿Qué? —gruñe Pedro—. Mariano Colby ha metido la pata hasta el fondo y no entiendo cómo no lo hemos puesto ya en la calle. Jeremias y tú os estáis ablandando, joder.


Oigo un sonido sordo contra la madera. Alguno de ellos ha tirado algo sobre el escritorio.


—Precisamente tú no hables de ablandarse —le espeta Jeremias.


—¿De qué coño estás hablando? —replica Pedro.


—¿De qué crees tú que estoy hablando?


—Por Dios —se queja exasperado—, podemos hablar de cosas realmente importantes. El imbécil de Colby nos ha hecho perder dos millones de dólares y me las va a pagar. ¡Pecosa! —me llama.


Espero unos segundos para que no sea muy obvio que estaba tras la puerta y entro.


—Buenos días —saludo a los chicos.


—Buenos días —responden ambos.


—¿Qué tal estás? —pregunta Octavio—. ¿Ya te has recuperado del todo?


—Sí, estoy perfectamente —me apresuro a responder.


—¿Seguro? —inquiere Jeremias—. Si necesitas estar más días descansando, no hay ningún problema.


—¿A qué viene eso? —se queja Pedro aún más malhumorado, lo que provoca que Jeremias y Octavio se giren hacia él—. ¿No la has oído? Está perfectamente. Además, trabaja para mí, no para ti.


—Qué curioso —responde Jeremias perspicaz—, yo creía que trabajaba para Mariano Colby.


—Cuando esté lista —gruñe Pedro—, y ahora os podéis largar de mi despacho. Os comportáis como si la puta mañana hubiera ido de cine. 


Los chicos me sonríen como despedida y se encaminan hacia la puerta. —Me alegro de que estés aquí —me dice Octavio al pasar junto a mí—. Alguien tiene que controlar al ogro.


Pedro le dedica una sonrisa fingida y yo tengo que hacer
auténticos malabarismos para contener la mía, sobre todo cuando Pedro clava sus ojos verdeazulados en mí con sus labios convertidos en una fina línea. Mejor no provocarlo.


Dejo las carpetas sobre su mesa y me siento en el sofá. 


Deslizo los dedos por el ratón táctil y centro toda mi atención en la pantalla. Sin embargo, puedo notar cómo los ojos de Pedro sigue posados sobre mí.


No ha tocado las carpetas. Desde que los chicos se marcharon, su mirada no se ha movido. ¿Qué estará pensando?







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