miércoles, 21 de junio de 2017

CAPITULO 31 (PRIMERA HISTORIA)





Intento leer en sus ojos, averiguar qué le sucede, pero no soy capaz de hacerlo. Él se limita a mantenerme la mirada con gesto impaciente. Está claro que no quiere hablar y, por la expresión que me dedica, tampoco quiere tenerme cerca.


—Como quieras —musito.


Pedro tuerce el gesto sólo un segundo y por un segundo también aparta su mirada de la mía. Cuando vuelven a encontrarse, toda la rabia parece haberse multiplicado por mil en sus ojos. No entiendo qué ha pasado.


Asiento despacio y giro sobre mis talones. Me meto en el coche y, aunque una parte de mí espera que salga corriendo detrás de mí, la otra tiene claro que no lo hará.


«Es Pedro Alfonso, ¿qué esperabas?»


En el ático no soy capaz de quedarme quieta. ¿Qué le ha ocurrido?


Pienso en llamarlo, pero seguramente ni siquiera responda. 


Podría hablar con Octavio o con Jeremias, pero ¿qué les digo? ¿Me ha mandado a casa cabreado? Eso ni siquiera tiene nada de raro. Suspiro hondo y me detengo en mitad del salón. Probablemente no tiene importancia, probablemente sólo quiso cambiar de planes. En cualquier caso, él ya es adulto y puede hacer lo que le plazca.


Me preparo algo de cenar pero apenas pruebo bocado, sigo
preocupada.


Me pongo el pijama, me tomo las pastillas y me voy a la habitación.


Aún me siento algo intimidada, pero esta noche mi mente está centrada en otro asunto.


En la cama, a oscuras, miro el iPhone, sopesando todavía si llamarlo o no. Intento esperarlo despierta, pero la somnolencia que me provocan las pastillas pesa más que yo y me duermo.


El sonido del ascensor me despierta, aunque en realidad creo que no he llegado a estar profundamente dormida en ningún momento.


Pedro entra en la habitación. No sé por qué, me finjo dormida.


Siento sus pasos alejarse hasta el fondo de la estancia y lentamente abro los ojos de nuevo. Se desabotona la camisa y se la quita despacio, dejando que su cuerpo de anuncio de colonia vuelva a iluminarme en la penumbra.


Se gira a la vez que se pasa las dos manos por el pelo, pero esta vez no me finjo dormida. Pedro me observa. Un sinfín de emociones cruza su mirada. Sigue furioso, frustrado, triste, pero extrañamente también parece aliviado, como si en sus ojos claros oscurecidos hasta el azul más intenso se transcribiese literalmente la idea de que ha llegado a casa.


Quiero pensar que lo hace a esta cama, a mí.


Poco a poco, sin levantar su mirada de la mía, derrochando
seguridad, se lleva las manos a sus pantalones a medida y se los desabrocha dejando entre ver unos perfectos bóxers blancos.


Su mirada me dice que quiere que vaya hasta él y así lo hago. Me deslizo por la cama hasta arrodillarme frente a su perfecto cuerpo, justo en el borde del colchón.


Despacio, torturador, Pedro tira de mi camiseta a la altura de mi estómago y lentamente va subiendo hasta que su mano se acomoda en mi cuello y me obliga a levantarlo para que estemos aún más cerca.


Jadeo bajito disfrutando de su masculina brusquedad. Se inclina sobre mí tomándose su tiempo. Él también está saboreando el momento. Su mano mantiene mi cuello alzado exactamente cómo quiere. Mi respiración se acelera. Su aliento baña mis labios y toda la calidez de su cuerpo traspasa la suave tela de algodón de mi pijama y calienta mi piel.


Va a besarme y el placer anticipado ya lo está arrollando todo dentro de mí. Pero, tomándome por sorpresa, se separa. Me empuja contra la cama y sigue el mismo movimiento con su cuerpo, tumbándose sobre mí y sujetando mis muñecas contra el colchón.


Salvaje. Increíble. Sexy.


Me besa con fuerza. Sus labios saben aún mejor de lo que recordaba.


Gimo absolutamente entregada y él reacciona apretando mis muñecas con más fuerza y meciendo sus caderas contra las mías.


Pedro sujeta mis dos manos con una de las suyas. Baja la que le queda libre por mi costado hasta deslizarse al otro lado de mi camiseta.


Sus hábiles dedos se pierden en mi pecho, en mi pezón. El placer y el deseo se hacen más intensos. Si quiere hacerme arder por combustión espontánea, va por muy buen camino. 


Me embiste. Me pellizca. Gimo de nuevo. Sonríe.


Sabe perfectamente lo que me está haciendo.


—Te quiero exactamente así, Paula. Quiero que ni siquiera puedas respirar.


Su mano desciende por mi piel y se esconde bajo mis bragas. Me besa. Me muerde. Me lame. Me penetra con los dedos y mi cuerpo se arquea levantándome del colchón.


Mi humedad se derrama sobre su mano. Estoy muy excitada.


—Joder, Paula —murmura con una sonrisa presuntuosa contra mis labios.


Empieza una deliciosa tortura. Sigue embistiéndome con sus mágicos dedos. Sigue sujetando mis muñecas. El peso de su cuerpo sigue sobre el mío. Su boca, sus labios, siguen besándome sin descanso. Besos de verdad, los que marcan un antes y un después, por los que vale la pena pegarse una maldita carrera por un maldito aeropuerto.


Estoy en el paraíso.


Pedro toma mi clítoris entre sus dedos y tira de él.


—¡Dios! —grito echando la cabeza hacia atrás.


Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se han incendiado a la vez. Pedro no se detiene. Mi cuerpo se tensa. Mi respiración es un caos.


El corazón me late de prisa.


Me besa.


Me acaricia.


Me embiste.


¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!


Grito y gimo contra su deliciosa boca. Mi cuerpo se retuerce de puro placer bajo el suyo sintiendo una corriente eléctrica serpenteante y febril recorrerme de pies a cabeza.


Ha sido el mejor orgasmo de mi vida y sólo ha necesitado una mano.


Me da un último beso mientras ralentiza el ritmo de sus dedos hasta separarse por completo de mí. Noto el peso de su cuerpo desaparecer del colchón, pero no soy capaz de abrir los ojos. La dicha postorgásmica lo inunda todo.


—Ven aquí —me ordena.


Y sólo por cómo ha pronunciado esas dos palabras, he estado a punto de correrme de nuevo.


Tratando de controlar mi cuerpo, que ahora sólo es un puñado de hormonas y gelatina caliente, me deslizo de nuevo hasta el borde de la cama y otra vez me arrodillo frente a él.


Sin levantar los ojos de mí, y de nuevo con esa agónica y sensual lentitud, Pedro se deshace de sus pantalones y de sus bóxers. Cada uno de sus movimientos me hipnotiza. 


Cuando está completamente desnudo, tengo que contenerme para no suspirar. Es un maldito dios griego, más
que eso, es todo el Olimpo convertido en un cuerpo perfecto para follar hasta hacer que el mundo sea algo borroso a su alrededor. La tiene grande, dura. Debe de estar fabricada a base de gemidos y orgasmos de todas las mujeres que han suspirado por él.


Ahora mismo Mick Jagger está apoyado de espaldas contra Keith Richards aullando como un lobo.


Lo veo sonreír de lo más presuntuoso y me doy cuenta de que no sé cuánto tiempo llevo mirándolo como si estuviera recubierto de chocolate fundido. Por dignidad, y porque no quiero darle más munición para mañana, aparto mi vista tímida y balbuceo una pobre excusa. Sólo sirve para que su sonrisa se ensanche.


—Desnúdate —me ordena de nuevo.


Me muerdo el labio inferior al darme cuenta de que es tan mandón en la cama como fuera de ella. Nunca pensé que algo así me excitaría, pero lo cierto es que está haciendo que la temperatura de mi cuerpo suba de cien en cien grados.


Hago lo que me dice bajo su atenta mirada. Pedro me recorre de arriba abajo con su descaro habitual y mi respiración va acelerándose con cada centímetro que recorre.


Se lleva la mano a la polla y comienza a acariciársela despacio.


Automáticamente roba toda mi atención. Otra vez me siento a punto de arder por combustión espontánea.


Pedro sonríe duro y sexy. No dice nada y creo que me está pidiendo sin palabras que le devuelva el orgasmo con sexo oral. Sin embargo, cuando hago el ademán de acercarme a él, Pedro niega con la cabeza a la vez que me chista suavemente, todo, sin perder esa arrogante sonrisa.


—Eso tienes que ganártelo, Pecosa —sentencia sin dejar de
acariciarse.


Su respuesta me deja sin palabras y también me excita aún más. ¿Tan seguro está de sí mismo que dejar que le hagan una mamada es un premio que da y no que recibe?


«Y probablemente sea mejor que el superbote de la lotería.»


La sonrisa de Pedro vuelve a ensancharse, supongo que por la cara que se me debe de haber quedado y, sin más, me empuja otra vez contra la cama, cayendo él de nuevo conmigo.


Me besa. Su boca, sus labios, son de otro mundo. Su sexo choca con el mío y mis gemidos se solapan una y otra vez.


Soy levemente consciente de que Pedro estira su mano por el colchón y no entiendo qué busca hasta que lo veo separarse de mí y, sexy, rasgar el envoltorio de un condón con los dientes. Gimo y me llevo la mano a la frente. Voy a salir ardiendo, lo tengo claro. Este hombre parece cumplir una a una todas las reglas de la fantasía erótica.


Se lo pone prácticamente en un segundo y vuelve a inclinarse sobre mí.


—Ya no hay más juegos —susurra sensual contra mis labios—. Es hora de follar.


No he asimilado sus palabras cuando me embiste con una fuerza atronadora.


—¡Joder! —grito.


Sólo hay placer.


Se mueve indomable, duro, sexy, sensual. Su pelvis choca una y otra vez contra la mía. Sin descanso. Entrando. Saliendo. Dejándome demasiado vacía cuando se va y regresando triunfal, grande, duro, llegando más lejos que ningún otro.


Sus dedos se aprietan contra mi cadera.


Gimo.


Acelera el ritmo.


Me toma entre sus brazos, me gira, me mueve a su antojo. 


El auténtico rey del mambo. No hay una expresión mejor. El rey dentro y fuera de la cama, en todos los sentidos. Un dios del sexo fabricado a partir de las descripciones de los libros de literatura erótica.


No puedo más.


Y un maravilloso orgasmo aún mejor que el anterior me parte en dos mientras él sigue embistiéndome, llenándome de puro placer, marcándome a fuego con la idea de que ahora sé lo que es follar de verdad.


Pedro se pierde en mi interior con un masculino alarido que tensa su armónico cuerpo sobre el mío.


Espectacular.


Se deja caer al otro lado de la cama. Ágil, se levanta y entra en el baño. Yo lo observo con una boba sonrisa hasta que desaparece y es en ese preciso instante, cuando me quedo sola, que mi mente, de viaje de fin de semana en isla orgasmo, se da cuenta de lo que acaba de pasar. He cruzado la única frontera que me impuse con Pedro. Por Dios, vivo con él, trabajo con él. ¿Cómo se supone que voy a comportarme mañana? ¿Y ahora cuando salga?


Oigo el grifo del lavabo cerrarse. Rápidamente me muevo por la cama hasta alcanzar las sábanas, tiro de ellas, me tapo hasta la barbilla y me acomodo entre las almohadas al tiempo que cierro los ojos fingiéndome dormida.


Pedro sale apenas un segundo después. Siento el peso de su cuerpo al tumbarse en la cama. Como cada noche, me secuestra de mi lado del colchón, rodea mi cintura con sus brazos y me acopla contra su pecho.


Se comporta como si no hubiese pasado nada, pero a mí me late tan fuerte el corazón que dudo que vaya a poder coger el sueño en toda la noche o en algún momento el resto de mi vida.


Por suerte, me equivoco.







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