Paso el fin de semana en casa de Macarena, cuidándola de su gripe. El domingo por la tarde, con Maxi de vuelta, vemos una reposición de Lío en los grandes almacenes en la tele por cable. Maxi siempre se muere de risa con la escena en la que Jerry Lewis finge teclear en una máquina de escribir al ritmo de la música.
Adela necesita más de media película, pero consigue convencer a Macarena de que mañana se tome el día libre y vaya al médico. A pesar de que insiste en que no hace falta, quedamos en que Adela la acompañará. Me he ofrecido voluntaria con bastante interés, lo último que quiero es tener que ir a la oficina y encontrarme con Pedro, pero, como se ha encargado de recordarme Ameliaa, mi queridísima amiga y secretaria, mañana es la gran reunión con el comprador.
Al margen de todo, me preocupa Macarena. No tiene buena cara y prácticamente no ha probado bocado en estos dos días. Aunque pone los ojos en blanco y me llama exagerada, le hago prometer que mañana me mandará un mensaje en cuanto salga de la consulta.
No me permito pensar en Pedro ni un mero segundo y nada me había costado nunca tanto.
****
El lunes llego a la oficina ridículamente temprano. Nos lo jugamos todo en la reunión y quiero cerciorarme de que no hay ningún cabo suelto. También lo he hecho para asegurarme de que podré encerrarme en mi despacho antes de correr el riesgo de encontrarme con Pedro.
A eso de las diez, mando los últimos datos por correo interno y me dispongo a ir a la sala de juntas.
Antes de abrir la puerta de mi despacho, respiro hondo y me concentro en la única idea a la que debo prestar atención ahora mismo: Cunningham Media. Mi vida sentimental y las desastrosas consecuencias de haberme enamorado del chico equivocado tendrán que esperar a esta noche.
Cojo el ascensor y llego hasta la sala. Estoy nerviosa por motivos obvios y también por el hecho de ver a Pedro.
Durante las cuatro horas que llevo aquí me las he ingeniado para evitar coincidir con él, aunque, ahora que lo pienso, ha sido una tarea bastante inútil, más tarde o más temprano nos acabaríamos encontrando aquí. Supongo que lo que buscaba era no llevar la soga a casa del ahorcado más veces de las necesarias.
Justo bajo el umbral de la enorme puerta de la sala, veo a Amelia mirarme con cara de susto desde la zona reservada a asistentes. Yo frunzo el ceño. Ella niega con la cabeza, pero no entiendo qué está queriéndome decir. Le hago un gesto con la mano, indicándole que me dé un minuto, y me dirijo a la mesa. Conoceré al comprador y me escaparé discretamente para hablar con ella.
—Buenas tardes —saludo avanzando entre los ejecutivos.
Jeremias y Damian me sonríen y yo les devuelvo el gesto.
Observo a Hernan. Parece furioso. ¿Qué está pasando? La legión de abogados del comprador se dispersa. Veo a Pedro, de espaldas, pero no alcanzo a distinguir a quien quiere adquirir la empresa.
—¿Todo bien? —murmuro acercándome a Hernan.
—Buenas tardes, Paula.
Esa voz.
Me giro negándome a creer lo que acabo de oír, pero todo a lo que nunca pensé que tendría que enfrentarme se materializa cuando veo a mi hermano Sebastian. Él es el comprador. Sencillamente no me lo puedo creer.
—¿Qué haces aquí? —inquiero.
—Negocios.
La familiaridad con la que nos tratamos, y la falta de amabilidad por mi parte, llaman inmediatamente la atención de Jeremias y Damian, y, sobre todo, la de Pedro.
—No puedes comprar esta compañía —le exijo.
—En realidad, sí puedo.
Ahora lo entiendo todo. Por eso sabía que el comprador nunca se rendiría o con qué único objetivo había contratado a Colton, Alfonso y Brent.
—¿Qué está pasando? —pregunta Pedro poniéndose en guardia.
Yo lo observo un único segundo. Si todo lo que dijo mi hermano era verdad, y obviamente lo era porque él es el comprador, Pedro nunca tuvo la intención de salvar Cunningham Media y por eso ha adelantado esta reunión. Ya no tiene ningún interés en alargar la agonía.
—La señorita Hamilton... —empieza a decir mi hermano, refiriéndose a mí.
—Chaves —lo interrumpo.
Él me mira y resopla. Sé que esta situación le gusta tan poco como a mí, pero ha sido él quien nos ha puesto en ella.
—Chaves —se corrige malhumorado—, es mi hermana pequeña, pero no creo que ese detalle intervenga en las negociaciones.
Pedro clava su mirada en mí y por un momento nos quedamos así, observándonos a través de la estancia y la media docena de abogados y ejecutivos que nos separan.
Me ha servido en bandeja de plata.
Espero que el dinero que le pague mi hermano le sepa bien.
—No vas a comprar Cunningham Media —repito dando un paso hacia él.
—Paula, son negocios.
—Está bien —cambio de estrategia—, ¿piensas mantenerla abierta?
—No.
—La auditoría ha demostrado que somos rentables y que podemos serlo mucho más con una inyección de capital y una gestión más adecuada basada en la diversificación. ¿Eso no te interesa?
—No.
—Probablemente ganarías alrededor de los veinte millones sólo en el primer trimestre; más, si entrara a formar parte de
Hamilton Trust.
Mi hermano no contesta. Sabe que tengo razón. No quiere mantener Cunningham Media abierta porque piensa que, cuando me quede sin empleo, aceptaré trabajar para él. No podría estar más equivocado.
—Creí que se trataba de negocios —lo reto.
—Paula... —me reprende.
—Tú sólo quieres comprar esta firma para cerrarla y que yo acepte trabajar contigo, pero, ¿sabes qué?, eso no va a pasar jamás.
—No es el momento ni el lugar —me recuerda.
Ahora el que tiene razón es él, pero eso tampoco me importa.
—¡Vas a dejar en la calle a doscientas personas! —estallo—. ¿No te importa nada? ¿No tienes ni un poco de ética?
Todos los asistentes y los ejecutivos me miran con cara de susto y yo me arrepiento inmediatamente de lo que he dicho. Ellos nunca habrían imaginado eso y, gracias a mí, se han enterado de la peor manera.
Los observo sin saber qué decir, mientras de reojo veo a Hernan cabecear decepcionado. Cuando mi mirada se encuentra con la de Amelia, el corazón me da un vuelco; está triste y también desencantada.
Tendría que haberle contado antes lo que pasaba con la compañía, pero de verdad creía que podría arreglarlo.
—Paula —me llama Pedro, pero no soy capaz de moverme.
Camina decidido hasta mí, me coge de la mano y me saca de la sala de juntas. Yo ando por inercia, pero, en cuanto nos alejamos de la estancia y la puerta de madera se cierra a mi espalda, salgo de mi aturdimiento y me zafo de su agarre.
—Suéltame —me quejo, frenándome en seco.
Pedro se detiene y se gira hacia mí.
—¿Cómo has podido hacernos esto? ¡Nunca has querido salvarnos!
Sabía que no podía confiar en él.
Pedro resopla y se humedece el labio inferior despacio y, sobre todo, muy intimidante.
—Todo lo que he hecho desde que llegué aquí ha sido intentar mantener esta empresa a flote —ruge.
—¿Para que mi hermano nos pisoteara?
—No sabía que era tu hermano —se defiende—. Ni siquiera os apellidáis igual, por el amor de Dios.
—Pero sí sabías que tenías orden de desmantelar la compañía —replico.
¡No me lo puedo creer! ¿Cómo he podido ser tan estúpida?
Tendría que haberlo traicionado, tendría que haber usado el plan malévolo.
—Escúchame bien —me advierte—: yo no trabajo para tu hermano. Puede que él me contratara para eso, pero yo tomo mis propias decisiones. Me importa bastante poco todo su dinero.
—Va a dejar en la calle a doscientas personas —le recuerdo llena de rabia.
—Y gracias a ti ahora todos los saben —replica con la voz amenazadoramente suave—. ¿Cómo has podido ser tan inconsciente? Te has comportado como una cría testaruda.
—¡Quiero salvarlos!
Me llevo las manos a las caderas a la vez que bufo. Esta conversación es inútil, es con Sebastian con quien tengo que hablar, convencerlo. No puedo permitir que acabe con Hernan y con todos los que trabajan aquí sólo para tenerme controlada.
—Debo hablar con él —digo con la vista clavada en la sala de juntas.
—Paula, no es una buena idea.
—No es asunto tuyo.
No tiene ningún derecho a decirme lo que puedo hacer.
—Estás nerviosa, vais a acabar discutiendo y eso no va a traer nada bueno —me hace ver sin ninguna amabilidad, y eso me enfada todavía más. Es mi empresa y tengo que salvarla.
—Me da igual —siseo furiosa como lo he estado pocas veces en mi vida—. Es mi compañía. Puede que tú seas capaz de dejar de luchar por las cosas que te importan, pero yo no.
Involuntariamente todo el dolor y la rabia que siento por nosotros inunda cada una de mis palabras.
Pedro se queda muy quieto y sus ojos se llenan de un duro desahucio. Tengo la sensación de que esa simple frase ha sido más certera que cualquier otra, incluso que la bofetada que le di en la puerta del Indian. Sin quererlo también, una punzada de culpabilidad me atraviesa y algo me grita que no estoy siendo justa con él, que sólo estoy viendo lo que él me permite ver.
—Tengo que hablar con mi hermano —murmuro reconduciendo la conversación.
—No.
—Pedro...
Aún no he terminado de pronunciar su nombre, cuando me toma de las caderas y me carga sobre su hombro sin ningún esfuerzo. Yo pataleo, protesto, lo golpeo con los puños.
—¡Bájame! —grito.
—De eso nada —responde imperturbable.
Entramos en su despacho, cierra de un portazo y me deja sobre la mesa. Inmediatamente se abre paso entre mis piernas, coloca sus manos sobre la madera flanqueando mis caderas y se inclina sobre mí.
—Tienes que pensar las cosas con calma —me advierte—. Ser más lista.
—No puedo perder el tiempo. ¿No lo entiendes?
—Sí que lo entiendo, pero vas a tener que confiar en mí.
Su voz cambia, se vuelve más ronca, y todo el aire entre los dos se impregna de una suave intensidad.
—Ya no sé si puedo, Pedro.
Mi confesión nos silencia a ambos. Sus ojos se tornan todavía más azules mientras asiente con suavidad. Puede que otra vez esté siendo injusta con él, pero ya no puedo más. Lo he perdido y, cuando más claro tenía que al menos seguía a nuestro lado profesionalmente, descubro que ha estado trabajando para mi hermano.
Aparto la mirada, sobrepasada, casi aturdida, con la cabeza hecha un auténtico lío y el corazón latiéndome demasiado de prisa.
—Mírame —me ordena en un ronco susurro.
Alzo la cabeza y sus ojos atrapan por completo los míos, encendiendo todas las conexiones que nos atan al otro y que parecen sobrevivir a todo.
—No voy a consentir que Sebastian desmantele Cunningham Media —afirma con una seguridad aplastante.
—¿Por qué? —murmuro.
Pedro no libera mi mirada.
—Porque haría cualquier cosa por ti, Paula.
Sus palabras me llenan por dentro y me curan. Otra vez siento todo ese calor, esa sensación de que cada cosa es como tiene que ser, de que quererlo es lo único que tiene sentido. Pedro contempla con detenimiento cada centímetro de mi cara hasta volver a detenerse en mis ojos marrones y, dejando escapar todo el aire de sus pulmones, como si le supusiese un titánico esfuerzo separarse de mí, se incorpora y sale de la estancia.
Yo observo la puerta sin tener la más remota idea de qué hacer, sintiéndome como me he sentido tantas otras veces en este mismo despacho, incluso en esta misma mesa. No sé en quién puedo confiar, ni siquiera sé si puedo fiarme de mis propios instintos. Pedro, la empresa, mi hermano... Todo es demasiado complicado.
Me bajo de un salto y regreso a la sala de juntas. Ya no hay rastro de ningún ejecutivo, ni siquiera de Hernan, tampoco de Sebastian. Junto a las puertas abiertas, Pedro, Jeremias y Damian están hablando.
En un momento cualquiera, Pedro alza la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Sus ojos siguen mostrando esa aplastante seguridad y siento como si me pidiese que confíe en él, que lo arreglará.
Suspiro con fuerza y rompo el contacto entre los dos. ¿Qué se supone que debo hacer? Cuando dije que no sabía si podía confiar en él, lo hice en serio. Cabeceo tratando de poner en orden mis ideas; no lo consigo. Cunningham Media es muy importante para mí. Hernan es muy importante para mí. Tengo que tomar la mejor decisión por él y por las doscientas familias que dependen de esta compañía.
Salgo disparada hacia el ascensor y voy al despacho de Hernan. Su secretaria me informa de que se ha marchado. Supongo que, después de la extraña reunión de hoy, necesita un poco de espacio. No lo culpo.
Regreso a mi oficina, pero, antes de entrar, me desvío hasta la mesa de Amelia. Le debo una explicación. Ella me ve llegar, pero aparta la mirada concentrándola en los documentos que tiene delante.
—Hola —la saludo deteniéndome junto al lateral de su mesa—. ¿Podemos hablar?
—Estoy muy ocupada —responde mecánica.
Yo resoplo a la vez que tuerzo el gesto. Me lo merezco.
—Lo siento —me disculpo—. Tendría que habértelo contado antes, pero no quería preocuparte.
—Vamos a quedarnos en la calle.
—Eso aún no lo sabemos.
—Tu hermano Sebastian nunca mantendrá la empresa abierta, Paula—replica—. Quiere que te vayas con él y va a dejarte sin ninguna otra posibilidad para asegurarse de que lo consigue.
Resoplo de nuevo. Tiene razón, pero, aun así, no pienso rendirme.
—No va a comprar Cunningham Media. Pero no puedo impedírselo sola. Tienes que ayudarme.
Amelia cabecea.
—Es una batalla perdida —sentencia fijando la atención en el dosier que hay sobre su mesa.
—¿Te estás rindiendo? —pregunto exagerando cada letra—. Pequeña, sal de aquí y dile a la verdadera Amelia Harley que vuelva, porque la necesito.
Ella sonríe por mi comentario, aunque sé perfectamente que es lo último que quiere, y yo le devuelvo una sonrisa cómplice.
—¿Estás utilizando psicología barata conmigo? —inquiere sin levantar la vista.
—¿Está funcionando?
Amelia suspira, suelta un «qué harías sin mí» mientras pone los ojos en blanco fingidamente displicente y, al final, cierra la carpeta que tiene delante de golpe y alza la cabeza.
—¿En qué necesitas que te ayude?
Sonrío. Por eso es mi mejor amiga.
—Necesito una copia de todas las demos que pensábamos usar en la reunión. Todavía no sé qué vamos a hacer ni cómo, pero vamos a conseguir mantener esta compañía abierta.
Amelia asiente enérgica y nos ponemos manos a la obra.
Ahora que todos saben cuál es la situación real de Cunningham Media, ya no hay por qué andarse con secretismos y nos reunimos con los directores de cada departamento en busca de soluciones. Desgraciadamente, de momento, no hemos encontrado ninguna.
Los días siguientes trabajamos hasta la extenuación y el horario se alarga hasta bien entrada la noche.
Pedro sigue mostrándose frío, distante. Yo echo de menos nuestro rincón en el piso de arriba, lo echo de menos a él, pero cada día me deja más claro que ha dejado todo eso atrás y no piensa cambiar de opinión.
El viernes por la tarde estoy al límite en todos los sentidos.
El día ha sido especialmente duro. Tres reuniones interdepartamentales y dos más fuera de la oficina. He perdido la cuenta de cuántas carpetas he revisado y he preparado al menos quince dosieres con las principales cuentas de marketing en las que Cunningham Media ha trabajado. Ni siquiera he parado para comer. Pedro me ha mandado llamar dos veces y en ninguna de ellas ha levantado la vista de su Mac para pedirme lo que quería.
Firmo los últimos documentos de contabilidad que me quedaban por revisar, cojo mi bolso y mi abrigo y salgo de mi despacho con los papeles en la mano. La planta está desierta. Son más de las ocho y todos se han ido ya a casa, excepto él. La puerta de su despacho sigue cerrada. Sé que está aquí.
Dejo los documentos sobre la mesa de Amelia y miro hacia su oficina. Resoplo llena de tristeza y también muy enfadada. Aunque odie sentirme de esas dos maneras, no puedo evitarlo. Todavía lo quiero y para él ni siquiera existo. Miro a mi alrededor tratando de controlar las lágrimas de este dolor puntiagudo que parece haberse acomodado en mi corazón y no tiene ninguna intención de abandonar.
—El amor es un asco —murmuro a regañadientes.
Esa frase se ha convertido en mi mantra y creo que me acerca inexorablemente a vivir rodeada de gatos.
La puerta de acceso a la última planta entra en mi campo de visión y, antes de que pueda pensarlo con claridad, comienzo caminar hacia ella. Probablemente no me traiga nada bueno, pero necesito subir.
Deseo volver a nuestro rinconcito aislado del mundo, aunque sólo sea un vez más.
Subo las escaleras, pero, cuando tomo el pasillo, siento como si hubiesen tirado de la alfombra bajo mis pies. La puerta está cerrada. Pedro ha mandado que vuelvan a clausurarla. Sé que es ridículo y que sólo es una prueba más de lo que ya sé, pero duele, duele muchísimo. Acaricio la puerta y me sorbo los mocos, obligándome a contener los sollozos.
Bajo los peldaños de prisa, tratando de no pensar. Se acabaron los dramatismos y se acabó pensar en él. Sé que no es la primera vez que me lanzo el mismo mensaje reivindicativo, pero esta vez pienso cumplirlo.
Empujo la puerta de acceso para regresar a la planta y debo de ser la chica con más mala suerte del mundo porque lo hago en el preciso instante en el que Pedro sale de su despacho ajustándose la chaqueta y colocándose bien los gemelos.
Por un momento nos quedamos mirándonos a los ojos y por primera vez en once días consigo ver algo en su mirada, algo que me dice que recuerda todo lo que tuvimos. Lo noto tenso, en guardia, y al mismo tiempo triste, nervioso, enfadado, como si fuera un polvorín a punto de estallar, como si viviera dentro una batalla que lo ahogase. Pero también, en el preciso segundo, su frialdad gana la batalla y sus ojos azules se vuelven más distantes e inaccesibles que nunca.
Sólo soy otra idiota enamorada de Pedro Alfonso.
Inmediatamente echo a andar sin mirar atrás. Sea lo que sea que he imaginado que estaba sintiendo, no es verdad. Ha tomado su decisión y yo debería ser consecuente y tomar la mía, aunque sea difícil.
«Demasiado difícil.»
Me monto en el ascensor y no alzo la cabeza hasta que las puertas se cierran. No quiero volver a verlo. Pedro Alfonso se ha acabado.
Estoy a unos pasos de la parada de metro cuando mi móvil comienza a sonar. Me paro en mitad de la 50 y lo saco del bolso. Es Macarena.
—Hola —la saludo.
—¿Dónde estás? —me pregunta.
—A punto de coger el metro, ¿por qué?
Un hombre pasa a mi lado, choca su hombro con el mío y sigue su camino sin ni siquiera disculparse.
Yo lo fulmino con la mirada.
—Es que hoy no he ido a trabajar. Me duele todo el cuerpo y he vomitado varias veces.
Tuerzo el gesto. Adela pilló la gripe la semana pasada y seguramente se lo contagiara a Macarena.
—¿Necesitas que vaya a la farmacia?
—No, Amelia está conmigo y ya me ha llenado de jarabe. —Sonrío. La creo. Amelia Harley es una enfermera implacable—. Necesito que me hagas un favor y te pases por mi oficina. Hay unos informes que debo terminar y enviar el lunes y no tengo copia digital. Lola tiene la prueba del vestido de novia de Karen y no puede traérmelos.
Asiento a la vez que giro sobre mis pies para salir a la Sexta Avenida.
—No te preocupes. Me pasaré por allí.
—Gracias. Eres la mejor —responde con la voz tomada.
Siete manzanas y un ascensor después estoy entrando en la oficina de Claudio Cunningham. Me sorprendo al ver a Lola todavía aquí. Se supone que tenía planes.
—Hola —la saludo entrando en la oficina—. ¿Qué haces aún aquí?
Ella suelta un bufido y pone los ojos en blanco.
—El señor Seseña.
Sonrío. Conozco a Miguel Seseña y es un hueso duro de roer tanto para lo bueno como para lo malo, y Lola, siendo su secretaria, me imagino que estará acostumbrada a ver más la segunda faceta que la primera.
—Vienes a por las carpetas de Macarena, ¿verdad? —inquiere levantándose.
Asiento.
—¿Sabes qué tal está? —pregunta rebuscando en una estantería al fondo de la oficina.
—Creo que es gripe.
—Pobrecita. Dile que tome infusiones de miel y limón, le calmará —me aconseja entregándome los dosieres.
Yo asiento de nuevo y le devuelvo una sonrisa a la que ella me tiende.
—¿Ya has terminado? —pregunta una voz a mi espalda.
—Casi —gimotea Lola, indicándole con los dedos que sólo necesita una pizca más de tiempo.
Me giro curiosa y me encuentro con Karen.
—Hola —me saluda cantarina al reparar en mi presencia.
—Hola —respondo con una sonrisa.
—¿Qué tal estás? —pregunta dando un paso hacia mí.
De golpe la manera en la que las dos me miran cambia.
—Bien —trato de que mi voz suene confiada, no sé si lo consigo—, como siempre.
Karen asiente tratando de infundirme ánimos y, de pronto, me siento muy incómoda. Sé que las dos tienen mucha confianza con Pedro, pero no sé qué les habrá contado y empiezo a preguntarme si me miran así porque están al tanto de todo o porque simplemente saben que Pedro se ha cansado de mí.
—Me ha gustado mucho veros —acelero la despedida.
Me obligo a sonreír de nuevo y me dirijo a la puerta.
—Espera —me llama Karen acercándose a mí —, ¿por qué no te vienes con nosotras?
Frunzo el ceño confusa.
—Voy a hacerme la última prueba de mi traje de novia —me explica con una sonrisa de oreja a oreja
— y después iremos a cenar para celebrarlo. Anímate —insiste.
—Me encantaría, pero no puedo. Tengo que llevarle estas carpetas a Macarena.
—De eso nada —interviene Lola quitándome los dosieres de la mano—. Como has dicho, seguramente sea gripe, así que, aunque le lleves los documentos, no será capaz de trabajar. Yo me encargo.
—Te lo agradezco, pero no sé...
La verdad es que me apetece mucho ir. Nunca he estado en una tienda de novias. Además, Amelia está cuidando de Macarena y Maxi está pasando la noche en casa de Gustavo.
Sin embargo, no sé si a Pedro le hará gracia. Al fin y al cabo, Karen y Lola son sus amigas.
—No sé —repito.
—Eso es un sí —sentencia Lola.
Vamos hasta Mark Ingram Bridal, una tienda preciosa en la calle 55 Este. Como me explica Lola, no es una tienda de trajes de novia, es un atelier, algo mucho más exclusivo y personificado y, sólo con un primer vistazo, esa idea se confirma. Mire donde mire, desde la suave tarima hasta cada sutil adorno de las estanterías, todo es elegante, suave y sofisticado.
El propio Mark Ingram nos atiende. Karen está preciosa con un maravilloso diseño de Carolina Herrera que han confeccionado a medida para ella.
Después de cenar en un pequeño restaurante a unas manzanas de allí, las chicas me convencen para que vayamos a bailar y a tomarnos una copa a una discoteca llamada Indian.
Me río muchísimo con ellas. Karen nos cuenta que ya casi lo han comprado todo para el bebé y que Damian no para de protestar porque su ático de lujo de repente parezca el Toys R Us, aunque sabe que sólo está haciéndose el duro y, en el fondo, está tan encantado como ella.
—Además, la culpa no es mía —nos explica entre risas—. Jeremias y Pedro, sobre todo Pedro — cuando oigo su nombre, trago saliva y finjo que está hablando de otra persona—, no paran de venir a casa cargados de juguetes y peluches. Ayer aparecieron con un oso que medía casi dos metros. Damian quería estrangularlos.
Las tres sonreímos y continuamos charlando. Suena Love in stereo, de Sky Ferreira. Aún estamos esperando a que nos sirvan los cócteles que hemos pedido cuando Karen da unas palmaditas encantada, con una sonrisa enorme. Lola también sonríe y frunce los labios divertida a la vez. Yo me giro confusa y miro hacia donde ellas ya lo hacen. Damian está cruzando la pista, abarrotada de gente, en nuestra dirección. Tras él lo hace Jeremias y, por último, Pedro. El corazón se me para de repente. ¿Cómo es
posible que esté más guapo que hace unas horas? Esto roza la injusticia divina. Se quita el marinero y deja ver su camisa blanca remangada y, sobre ella, un perfecto chaleco gris abotonado y su corbata del mismo color. Va concentrado en cada movimiento y no repara en mi presencia hasta que alza la cabeza y se pasa la mano por el pelo.
Su mirada atrapa la mía y pronuncia mi nombre sólo moviendo los labios, sin emitir sonido alguno.
Ese simple gesto me desarma e inmediatamente empiezo a pensar la excusa que voy a ponerles a las chicas para marcharme sin ni siquiera esperar la copa. No quiero estar aquí, no quiero que siga ignorándome en horario extralaboral y mucho menos cuando parece un modelo sacado de una revista.
«¿Y cuándo no lo parece?»
Cállate.
Damian llega hasta Karen, la coge entre sus brazos y le da un beso de película mientras la estrecha con fuerza. Lola y Jeremias los observan con una sonrisa tranquila e inmediatamente comienzan a charlar.
Mi mirada vuelve a encontrarse con la de Pedro. Otra vez no sé qué hacer y por un único segundo tengo la sensación de que él tampoco. Sin embargo, un momento después esa seguridad que nunca lo abandona parece relucir con más fuerza que nunca, lanza su abrigo contra uno de los taburetes junto a la barra y se acerca al mostrador de madera y cristal. En cuestión de segundos tiene a una camarera a su lado poniéndole ojitos, dispuesta a servirle todo lo que le pida tanto dentro como fuera del local.
No lo he escuchado, pero sé que ha pedido un Glenlivet. Fija su mirada en el vaso; la mano que tiene en la barra está cerrada en un puño, con tanta fuerza que sus dedos están emblanquecidos. Está tenso, en guardia. ¿Qué demonios le pasa? ¿Tanto le molesta que esté aquí?
Decidida, echo a andar hacia él. No quiero que piense que le he tendido una especie de emboscada utilizando a Karen.
—No te preocupes —digo con desdén—, ya me marcho. Las chicas me convencieron para venir y no sabía que tú lo harías.
Pedro se humedece el labio inferior sin levantar su vista de la copa. Yo lo miro esperando a que diga algo, pero me doy cuenta de que eso no va a pasar. Otra vez esa especie de halo de pura inaccesibilidad lo envuelve y el único mensaje que parece dispuesto a enviarme es que no piensa perder más tiempo conmigo.
Resoplo, aprieto los labios con furia y me doy media vuelta.
¡No me merezco esto! Pero, antes de que haya podido separarme más de un par de pasos, la mano de Pedro rodea mi muñeca con fuerza y tira de mí, llevándome directa a la pista de baile.
Lo miro furiosa, sin entender qué está haciendo.
—¡Suéltame! —me quejo.
Ni siquiera parece haberme oído y continúa caminando, arrastrándome tras él. La música cambia y The heart wants what it wants, de Selena Gómez, comienza a sonar.
Llegamos al centro de la pista.
Pedro se detiene y se gira despacio. Cuando nos quedamos frente a frente, sus ojos azules parecen dominarlo todo y yo sencillamente no sé qué hacer. Bueno, sí lo sé, debería zafarme de su mano y salir corriendo, pero no puedo hacerlo y, siendo sinceros, tampoco sé si quiero. La voz de Selena Gómez me transporta inmediatamente al Archetype y a la primera noche que pasé allí con Pedro, y mis defensas poco
a poco van cediendo absolutamente en contra de mi voluntad.
Esto no es bueno para mí.
—Pedro... —murmuro.
Mi cerebro tira de mí en una dirección y mi corazón y mi cuerpo lo hacen en la opuesta.
Me agarra de las caderas, me estrecha contra su cuerpo y las palabras se deshacen en mi lengua antes de que pueda pronunciarlas. Comienza a mecernos suavemente, entre los cientos de personas que bailan a nuestro alrededor. Nos movemos más despacio, sin llevar el ritmo de la música, y poco a poco una burbuja perfecta nos envuelve y nos trasporta a otro sitio, a nuestro rincón en la planta superior, al
Archetype, a cada vez que hemos sido sólo él y yo y lo demás ha dejado de existir.
Pedro deja caer su frente contra la mía al tiempo que pierde su mano en mi pelo, acercándome aún más él en todos los sentidos.
—Paula —me llama en un susurro insuperable.
Yo alzo las manos y las poso sobre su pecho. Necesito sentirlo más cerca. Necesito que esta pesadilla se termine. Necesito que volvamos a ser amigos, aunque a ninguno de los dos le valga con eso.
Lo necesito a él de la manera que sea.
—Pedro, por favor...
Pero, como antes, sus movimientos interrumpen mis palabras y se marcha, perdiéndose entre las personas que todavía bailan, dejándome sola en el centro de la pista. Otra vez estoy confusa, triste, otra vez no entiendo nada de lo que ha pasado. Sin embargo, no pienso quedarme con todas estas preguntas y ninguna respuesta. No tiene derecho a comportarse así. No puede tratarme así.
Sigo el camino que ha tomado y sólo tardo un par de minutos en verlo al fondo del local, cruzando lapuerta principal. Acelero el paso y, cuando pongo un pie en la 21, él ya se ha alejado una decena de metros.
—¡Pedro! —lo llamo.
Se detiene en seco al oír mi voz, pero no se gira. Resoplo, tratando de controlar mi monumental enfado, y camino hasta él.
—¿Crees que puedes hacer lo que quieras conmigo? —le recrimino prácticamente en un grito—. ¿Crees que puedes acercarme y alejarme de ti cada vez que te apetezca?
¡No tiene ningún derecho, maldita sea!
—Vuelve dentro —me ordena, todavía sin mirarme.
Yo escondo una sonrisa frustrada y furiosa en un fugaz suspiro.
—No —replico todavía más enfadada—. No voy a moverme de aquí.
—Paula —me reprende intimidante, pero no pienso amilanarme.
—Me prometiste que nunca dejaríamos de ser amigos, que cuidarías de mí.
—Basta —sisea.
—¡Me pediste que confiara en ti! —estallo.
—¡Basta! —sentencia lleno de rabia, girándose al fin—. No tengo por qué darte explicaciones sobre lo que hago o lo que dejo de hacer. Sólo quería saber hasta dónde me dejarías llegar y he visto que, como siempre, me hubieses permitido llegar hasta donde yo hubiese querido. Aunque, para ser sinceros, ya me di cuenta de eso sólo por la cara de perrito abandonado que traías cuando te diste cuenta de que había mandado cerrar la planta de arriba.
Antes de que la idea cristalice en mi mente, lo abofeteo.
Pedro se agarra la barbilla con una mano a la vez que gira la cabeza suavemente. Sus ojos azules atrapan de inmediato los míos, pero no me importa y le mantengo la mirada, aunque esté a punto de echarme a llorar.
—Estás vacío, Pedro —sentencio con rabia, con tristeza y, sobre todo, con muchísimo dolor—. Y nunca me he arrepentido de nada tanto como me arrepiento de haberme enamorado de ti.
Pedro sigue mirándome, pero no dice nada. Aun así, sé que mis palabras han tenido un eco en él. Giro sobre mis pies y regreso a la discoteca. Contengo el llanto mientras cruzo la pista de baile, mientras camino hasta donde están las chicas e incluso mientras Lola y Karen me preguntan qué ha pasado bajo la atenta mirada de Damian y Jeremias. Yo escapo al interrogatorio con una sonrisa que no me llega a los ojos y un «estoy bien» que repito hasta la saciedad.
Recojo mi abrigo y mi bolso y salgo del local.
Al poner un pie en la calle, evito mirar hacia donde dejé a Pedro, aunque acabo haciéndolo sólo para comprobar que obviamente él ya no está. No soy ninguna idiota. Sé que fui yo quien le pidió que lo dejáramos cuando todo lo de Macarena salió a la luz, pero jamás esperé que acabaría tratándome así, jugando conmigo, riéndose de mí. No me hubiese valido con tenerlo exclusivamente como amigo, pero al menos lo habría tenido de alguna forma. Me odio a mí misma porque soy como el perro aceptando las sobras, pero, después de esta noche, me odio un poco más por haber sido tan estúpida de creer que él era diferente.