jueves, 3 de agosto de 2017
CAPITULO 48 (TERCERA HISTORIA)
Los días siguientes trabajamos hasta la extenuación y el horario se alarga hasta bien entrada la noche.
Pedro sigue mostrándose frío, distante. Yo echo de menos nuestro rincón en el piso de arriba, lo echo de menos a él, pero cada día me deja más claro que ha dejado todo eso atrás y no piensa cambiar de opinión.
El viernes por la tarde estoy al límite en todos los sentidos.
El día ha sido especialmente duro. Tres reuniones interdepartamentales y dos más fuera de la oficina. He perdido la cuenta de cuántas carpetas he revisado y he preparado al menos quince dosieres con las principales cuentas de marketing en las que Cunningham Media ha trabajado. Ni siquiera he parado para comer. Pedro me ha mandado llamar dos veces y en ninguna de ellas ha levantado la vista de su Mac para pedirme lo que quería.
Firmo los últimos documentos de contabilidad que me quedaban por revisar, cojo mi bolso y mi abrigo y salgo de mi despacho con los papeles en la mano. La planta está desierta. Son más de las ocho y todos se han ido ya a casa, excepto él. La puerta de su despacho sigue cerrada. Sé que está aquí.
Dejo los documentos sobre la mesa de Amelia y miro hacia su oficina. Resoplo llena de tristeza y también muy enfadada. Aunque odie sentirme de esas dos maneras, no puedo evitarlo. Todavía lo quiero y para él ni siquiera existo. Miro a mi alrededor tratando de controlar las lágrimas de este dolor puntiagudo que parece haberse acomodado en mi corazón y no tiene ninguna intención de abandonar.
—El amor es un asco —murmuro a regañadientes.
Esa frase se ha convertido en mi mantra y creo que me acerca inexorablemente a vivir rodeada de gatos.
La puerta de acceso a la última planta entra en mi campo de visión y, antes de que pueda pensarlo con claridad, comienzo caminar hacia ella. Probablemente no me traiga nada bueno, pero necesito subir.
Deseo volver a nuestro rinconcito aislado del mundo, aunque sólo sea un vez más.
Subo las escaleras, pero, cuando tomo el pasillo, siento como si hubiesen tirado de la alfombra bajo mis pies. La puerta está cerrada. Pedro ha mandado que vuelvan a clausurarla. Sé que es ridículo y que sólo es una prueba más de lo que ya sé, pero duele, duele muchísimo. Acaricio la puerta y me sorbo los mocos, obligándome a contener los sollozos.
Bajo los peldaños de prisa, tratando de no pensar. Se acabaron los dramatismos y se acabó pensar en él. Sé que no es la primera vez que me lanzo el mismo mensaje reivindicativo, pero esta vez pienso cumplirlo.
Empujo la puerta de acceso para regresar a la planta y debo de ser la chica con más mala suerte del mundo porque lo hago en el preciso instante en el que Pedro sale de su despacho ajustándose la chaqueta y colocándose bien los gemelos.
Por un momento nos quedamos mirándonos a los ojos y por primera vez en once días consigo ver algo en su mirada, algo que me dice que recuerda todo lo que tuvimos. Lo noto tenso, en guardia, y al mismo tiempo triste, nervioso, enfadado, como si fuera un polvorín a punto de estallar, como si viviera dentro una batalla que lo ahogase. Pero también, en el preciso segundo, su frialdad gana la batalla y sus ojos azules se vuelven más distantes e inaccesibles que nunca.
Sólo soy otra idiota enamorada de Pedro Alfonso.
Inmediatamente echo a andar sin mirar atrás. Sea lo que sea que he imaginado que estaba sintiendo, no es verdad. Ha tomado su decisión y yo debería ser consecuente y tomar la mía, aunque sea difícil.
«Demasiado difícil.»
Me monto en el ascensor y no alzo la cabeza hasta que las puertas se cierran. No quiero volver a verlo. Pedro Alfonso se ha acabado.
Estoy a unos pasos de la parada de metro cuando mi móvil comienza a sonar. Me paro en mitad de la 50 y lo saco del bolso. Es Macarena.
—Hola —la saludo.
—¿Dónde estás? —me pregunta.
—A punto de coger el metro, ¿por qué?
Un hombre pasa a mi lado, choca su hombro con el mío y sigue su camino sin ni siquiera disculparse.
Yo lo fulmino con la mirada.
—Es que hoy no he ido a trabajar. Me duele todo el cuerpo y he vomitado varias veces.
Tuerzo el gesto. Adela pilló la gripe la semana pasada y seguramente se lo contagiara a Macarena.
—¿Necesitas que vaya a la farmacia?
—No, Amelia está conmigo y ya me ha llenado de jarabe. —Sonrío. La creo. Amelia Harley es una enfermera implacable—. Necesito que me hagas un favor y te pases por mi oficina. Hay unos informes que debo terminar y enviar el lunes y no tengo copia digital. Lola tiene la prueba del vestido de novia de Karen y no puede traérmelos.
Asiento a la vez que giro sobre mis pies para salir a la Sexta Avenida.
—No te preocupes. Me pasaré por allí.
—Gracias. Eres la mejor —responde con la voz tomada.
Siete manzanas y un ascensor después estoy entrando en la oficina de Claudio Cunningham. Me sorprendo al ver a Lola todavía aquí. Se supone que tenía planes.
—Hola —la saludo entrando en la oficina—. ¿Qué haces aún aquí?
Ella suelta un bufido y pone los ojos en blanco.
—El señor Seseña.
Sonrío. Conozco a Miguel Seseña y es un hueso duro de roer tanto para lo bueno como para lo malo, y Lola, siendo su secretaria, me imagino que estará acostumbrada a ver más la segunda faceta que la primera.
—Vienes a por las carpetas de Macarena, ¿verdad? —inquiere levantándose.
Asiento.
—¿Sabes qué tal está? —pregunta rebuscando en una estantería al fondo de la oficina.
—Creo que es gripe.
—Pobrecita. Dile que tome infusiones de miel y limón, le calmará —me aconseja entregándome los dosieres.
Yo asiento de nuevo y le devuelvo una sonrisa a la que ella me tiende.
—¿Ya has terminado? —pregunta una voz a mi espalda.
—Casi —gimotea Lola, indicándole con los dedos que sólo necesita una pizca más de tiempo.
Me giro curiosa y me encuentro con Karen.
—Hola —me saluda cantarina al reparar en mi presencia.
—Hola —respondo con una sonrisa.
—¿Qué tal estás? —pregunta dando un paso hacia mí.
De golpe la manera en la que las dos me miran cambia.
—Bien —trato de que mi voz suene confiada, no sé si lo consigo—, como siempre.
Karen asiente tratando de infundirme ánimos y, de pronto, me siento muy incómoda. Sé que las dos tienen mucha confianza con Pedro, pero no sé qué les habrá contado y empiezo a preguntarme si me miran así porque están al tanto de todo o porque simplemente saben que Pedro se ha cansado de mí.
—Me ha gustado mucho veros —acelero la despedida.
Me obligo a sonreír de nuevo y me dirijo a la puerta.
—Espera —me llama Karen acercándose a mí —, ¿por qué no te vienes con nosotras?
Frunzo el ceño confusa.
—Voy a hacerme la última prueba de mi traje de novia —me explica con una sonrisa de oreja a oreja
— y después iremos a cenar para celebrarlo. Anímate —insiste.
—Me encantaría, pero no puedo. Tengo que llevarle estas carpetas a Macarena.
—De eso nada —interviene Lola quitándome los dosieres de la mano—. Como has dicho, seguramente sea gripe, así que, aunque le lleves los documentos, no será capaz de trabajar. Yo me encargo.
—Te lo agradezco, pero no sé...
La verdad es que me apetece mucho ir. Nunca he estado en una tienda de novias. Además, Amelia está cuidando de Macarena y Maxi está pasando la noche en casa de Gustavo.
Sin embargo, no sé si a Pedro le hará gracia. Al fin y al cabo, Karen y Lola son sus amigas.
—No sé —repito.
—Eso es un sí —sentencia Lola.
Vamos hasta Mark Ingram Bridal, una tienda preciosa en la calle 55 Este. Como me explica Lola, no es una tienda de trajes de novia, es un atelier, algo mucho más exclusivo y personificado y, sólo con un primer vistazo, esa idea se confirma. Mire donde mire, desde la suave tarima hasta cada sutil adorno de las estanterías, todo es elegante, suave y sofisticado.
El propio Mark Ingram nos atiende. Karen está preciosa con un maravilloso diseño de Carolina Herrera que han confeccionado a medida para ella.
Después de cenar en un pequeño restaurante a unas manzanas de allí, las chicas me convencen para que vayamos a bailar y a tomarnos una copa a una discoteca llamada Indian.
Me río muchísimo con ellas. Karen nos cuenta que ya casi lo han comprado todo para el bebé y que Damian no para de protestar porque su ático de lujo de repente parezca el Toys R Us, aunque sabe que sólo está haciéndose el duro y, en el fondo, está tan encantado como ella.
—Además, la culpa no es mía —nos explica entre risas—. Jeremias y Pedro, sobre todo Pedro — cuando oigo su nombre, trago saliva y finjo que está hablando de otra persona—, no paran de venir a casa cargados de juguetes y peluches. Ayer aparecieron con un oso que medía casi dos metros. Damian quería estrangularlos.
Las tres sonreímos y continuamos charlando. Suena Love in stereo, de Sky Ferreira. Aún estamos esperando a que nos sirvan los cócteles que hemos pedido cuando Karen da unas palmaditas encantada, con una sonrisa enorme. Lola también sonríe y frunce los labios divertida a la vez. Yo me giro confusa y miro hacia donde ellas ya lo hacen. Damian está cruzando la pista, abarrotada de gente, en nuestra dirección. Tras él lo hace Jeremias y, por último, Pedro. El corazón se me para de repente. ¿Cómo es
posible que esté más guapo que hace unas horas? Esto roza la injusticia divina. Se quita el marinero y deja ver su camisa blanca remangada y, sobre ella, un perfecto chaleco gris abotonado y su corbata del mismo color. Va concentrado en cada movimiento y no repara en mi presencia hasta que alza la cabeza y se pasa la mano por el pelo.
Su mirada atrapa la mía y pronuncia mi nombre sólo moviendo los labios, sin emitir sonido alguno.
Ese simple gesto me desarma e inmediatamente empiezo a pensar la excusa que voy a ponerles a las chicas para marcharme sin ni siquiera esperar la copa. No quiero estar aquí, no quiero que siga ignorándome en horario extralaboral y mucho menos cuando parece un modelo sacado de una revista.
«¿Y cuándo no lo parece?»
Cállate.
Damian llega hasta Karen, la coge entre sus brazos y le da un beso de película mientras la estrecha con fuerza. Lola y Jeremias los observan con una sonrisa tranquila e inmediatamente comienzan a charlar.
Mi mirada vuelve a encontrarse con la de Pedro. Otra vez no sé qué hacer y por un único segundo tengo la sensación de que él tampoco. Sin embargo, un momento después esa seguridad que nunca lo abandona parece relucir con más fuerza que nunca, lanza su abrigo contra uno de los taburetes junto a la barra y se acerca al mostrador de madera y cristal. En cuestión de segundos tiene a una camarera a su lado poniéndole ojitos, dispuesta a servirle todo lo que le pida tanto dentro como fuera del local.
No lo he escuchado, pero sé que ha pedido un Glenlivet. Fija su mirada en el vaso; la mano que tiene en la barra está cerrada en un puño, con tanta fuerza que sus dedos están emblanquecidos. Está tenso, en guardia. ¿Qué demonios le pasa? ¿Tanto le molesta que esté aquí?
Decidida, echo a andar hacia él. No quiero que piense que le he tendido una especie de emboscada utilizando a Karen.
—No te preocupes —digo con desdén—, ya me marcho. Las chicas me convencieron para venir y no sabía que tú lo harías.
Pedro se humedece el labio inferior sin levantar su vista de la copa. Yo lo miro esperando a que diga algo, pero me doy cuenta de que eso no va a pasar. Otra vez esa especie de halo de pura inaccesibilidad lo envuelve y el único mensaje que parece dispuesto a enviarme es que no piensa perder más tiempo conmigo.
Resoplo, aprieto los labios con furia y me doy media vuelta.
¡No me merezco esto! Pero, antes de que haya podido separarme más de un par de pasos, la mano de Pedro rodea mi muñeca con fuerza y tira de mí, llevándome directa a la pista de baile.
Lo miro furiosa, sin entender qué está haciendo.
—¡Suéltame! —me quejo.
Ni siquiera parece haberme oído y continúa caminando, arrastrándome tras él. La música cambia y The heart wants what it wants, de Selena Gómez, comienza a sonar.
Llegamos al centro de la pista.
Pedro se detiene y se gira despacio. Cuando nos quedamos frente a frente, sus ojos azules parecen dominarlo todo y yo sencillamente no sé qué hacer. Bueno, sí lo sé, debería zafarme de su mano y salir corriendo, pero no puedo hacerlo y, siendo sinceros, tampoco sé si quiero. La voz de Selena Gómez me transporta inmediatamente al Archetype y a la primera noche que pasé allí con Pedro, y mis defensas poco
a poco van cediendo absolutamente en contra de mi voluntad.
Esto no es bueno para mí.
—Pedro... —murmuro.
Mi cerebro tira de mí en una dirección y mi corazón y mi cuerpo lo hacen en la opuesta.
Me agarra de las caderas, me estrecha contra su cuerpo y las palabras se deshacen en mi lengua antes de que pueda pronunciarlas. Comienza a mecernos suavemente, entre los cientos de personas que bailan a nuestro alrededor. Nos movemos más despacio, sin llevar el ritmo de la música, y poco a poco una burbuja perfecta nos envuelve y nos trasporta a otro sitio, a nuestro rincón en la planta superior, al
Archetype, a cada vez que hemos sido sólo él y yo y lo demás ha dejado de existir.
Pedro deja caer su frente contra la mía al tiempo que pierde su mano en mi pelo, acercándome aún más él en todos los sentidos.
—Paula —me llama en un susurro insuperable.
Yo alzo las manos y las poso sobre su pecho. Necesito sentirlo más cerca. Necesito que esta pesadilla se termine. Necesito que volvamos a ser amigos, aunque a ninguno de los dos le valga con eso.
Lo necesito a él de la manera que sea.
—Pedro, por favor...
Pero, como antes, sus movimientos interrumpen mis palabras y se marcha, perdiéndose entre las personas que todavía bailan, dejándome sola en el centro de la pista. Otra vez estoy confusa, triste, otra vez no entiendo nada de lo que ha pasado. Sin embargo, no pienso quedarme con todas estas preguntas y ninguna respuesta. No tiene derecho a comportarse así. No puede tratarme así.
Sigo el camino que ha tomado y sólo tardo un par de minutos en verlo al fondo del local, cruzando lapuerta principal. Acelero el paso y, cuando pongo un pie en la 21, él ya se ha alejado una decena de metros.
—¡Pedro! —lo llamo.
Se detiene en seco al oír mi voz, pero no se gira. Resoplo, tratando de controlar mi monumental enfado, y camino hasta él.
—¿Crees que puedes hacer lo que quieras conmigo? —le recrimino prácticamente en un grito—. ¿Crees que puedes acercarme y alejarme de ti cada vez que te apetezca?
¡No tiene ningún derecho, maldita sea!
—Vuelve dentro —me ordena, todavía sin mirarme.
Yo escondo una sonrisa frustrada y furiosa en un fugaz suspiro.
—No —replico todavía más enfadada—. No voy a moverme de aquí.
—Paula —me reprende intimidante, pero no pienso amilanarme.
—Me prometiste que nunca dejaríamos de ser amigos, que cuidarías de mí.
—Basta —sisea.
—¡Me pediste que confiara en ti! —estallo.
—¡Basta! —sentencia lleno de rabia, girándose al fin—. No tengo por qué darte explicaciones sobre lo que hago o lo que dejo de hacer. Sólo quería saber hasta dónde me dejarías llegar y he visto que, como siempre, me hubieses permitido llegar hasta donde yo hubiese querido. Aunque, para ser sinceros, ya me di cuenta de eso sólo por la cara de perrito abandonado que traías cuando te diste cuenta de que había mandado cerrar la planta de arriba.
Antes de que la idea cristalice en mi mente, lo abofeteo.
Pedro se agarra la barbilla con una mano a la vez que gira la cabeza suavemente. Sus ojos azules atrapan de inmediato los míos, pero no me importa y le mantengo la mirada, aunque esté a punto de echarme a llorar.
—Estás vacío, Pedro —sentencio con rabia, con tristeza y, sobre todo, con muchísimo dolor—. Y nunca me he arrepentido de nada tanto como me arrepiento de haberme enamorado de ti.
Pedro sigue mirándome, pero no dice nada. Aun así, sé que mis palabras han tenido un eco en él. Giro sobre mis pies y regreso a la discoteca. Contengo el llanto mientras cruzo la pista de baile, mientras camino hasta donde están las chicas e incluso mientras Lola y Karen me preguntan qué ha pasado bajo la atenta mirada de Damian y Jeremias. Yo escapo al interrogatorio con una sonrisa que no me llega a los ojos y un «estoy bien» que repito hasta la saciedad.
Recojo mi abrigo y mi bolso y salgo del local.
Al poner un pie en la calle, evito mirar hacia donde dejé a Pedro, aunque acabo haciéndolo sólo para comprobar que obviamente él ya no está. No soy ninguna idiota. Sé que fui yo quien le pidió que lo dejáramos cuando todo lo de Macarena salió a la luz, pero jamás esperé que acabaría tratándome así, jugando conmigo, riéndose de mí. No me hubiese valido con tenerlo exclusivamente como amigo, pero al menos lo habría tenido de alguna forma. Me odio a mí misma porque soy como el perro aceptando las sobras, pero, después de esta noche, me odio un poco más por haber sido tan estúpida de creer que él era diferente.
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