Paso el fin de semana en casa de Macarena, cuidándola de su gripe. El domingo por la tarde, con Maxi de vuelta, vemos una reposición de Lío en los grandes almacenes en la tele por cable. Maxi siempre se muere de risa con la escena en la que Jerry Lewis finge teclear en una máquina de escribir al ritmo de la música.
Adela necesita más de media película, pero consigue convencer a Macarena de que mañana se tome el día libre y vaya al médico. A pesar de que insiste en que no hace falta, quedamos en que Adela la acompañará. Me he ofrecido voluntaria con bastante interés, lo último que quiero es tener que ir a la oficina y encontrarme con Pedro, pero, como se ha encargado de recordarme Ameliaa, mi queridísima amiga y secretaria, mañana es la gran reunión con el comprador.
Al margen de todo, me preocupa Macarena. No tiene buena cara y prácticamente no ha probado bocado en estos dos días. Aunque pone los ojos en blanco y me llama exagerada, le hago prometer que mañana me mandará un mensaje en cuanto salga de la consulta.
No me permito pensar en Pedro ni un mero segundo y nada me había costado nunca tanto.
****
El lunes llego a la oficina ridículamente temprano. Nos lo jugamos todo en la reunión y quiero cerciorarme de que no hay ningún cabo suelto. También lo he hecho para asegurarme de que podré encerrarme en mi despacho antes de correr el riesgo de encontrarme con Pedro.
A eso de las diez, mando los últimos datos por correo interno y me dispongo a ir a la sala de juntas.
Antes de abrir la puerta de mi despacho, respiro hondo y me concentro en la única idea a la que debo prestar atención ahora mismo: Cunningham Media. Mi vida sentimental y las desastrosas consecuencias de haberme enamorado del chico equivocado tendrán que esperar a esta noche.
Cojo el ascensor y llego hasta la sala. Estoy nerviosa por motivos obvios y también por el hecho de ver a Pedro.
Durante las cuatro horas que llevo aquí me las he ingeniado para evitar coincidir con él, aunque, ahora que lo pienso, ha sido una tarea bastante inútil, más tarde o más temprano nos acabaríamos encontrando aquí. Supongo que lo que buscaba era no llevar la soga a casa del ahorcado más veces de las necesarias.
Justo bajo el umbral de la enorme puerta de la sala, veo a Amelia mirarme con cara de susto desde la zona reservada a asistentes. Yo frunzo el ceño. Ella niega con la cabeza, pero no entiendo qué está queriéndome decir. Le hago un gesto con la mano, indicándole que me dé un minuto, y me dirijo a la mesa. Conoceré al comprador y me escaparé discretamente para hablar con ella.
—Buenas tardes —saludo avanzando entre los ejecutivos.
Jeremias y Damian me sonríen y yo les devuelvo el gesto.
Observo a Hernan. Parece furioso. ¿Qué está pasando? La legión de abogados del comprador se dispersa. Veo a Pedro, de espaldas, pero no alcanzo a distinguir a quien quiere adquirir la empresa.
—¿Todo bien? —murmuro acercándome a Hernan.
—Buenas tardes, Paula.
Esa voz.
Me giro negándome a creer lo que acabo de oír, pero todo a lo que nunca pensé que tendría que enfrentarme se materializa cuando veo a mi hermano Sebastian. Él es el comprador. Sencillamente no me lo puedo creer.
—¿Qué haces aquí? —inquiero.
—Negocios.
La familiaridad con la que nos tratamos, y la falta de amabilidad por mi parte, llaman inmediatamente la atención de Jeremias y Damian, y, sobre todo, la de Pedro.
—No puedes comprar esta compañía —le exijo.
—En realidad, sí puedo.
Ahora lo entiendo todo. Por eso sabía que el comprador nunca se rendiría o con qué único objetivo había contratado a Colton, Alfonso y Brent.
—¿Qué está pasando? —pregunta Pedro poniéndose en guardia.
Yo lo observo un único segundo. Si todo lo que dijo mi hermano era verdad, y obviamente lo era porque él es el comprador, Pedro nunca tuvo la intención de salvar Cunningham Media y por eso ha adelantado esta reunión. Ya no tiene ningún interés en alargar la agonía.
—La señorita Hamilton... —empieza a decir mi hermano, refiriéndose a mí.
—Chaves —lo interrumpo.
Él me mira y resopla. Sé que esta situación le gusta tan poco como a mí, pero ha sido él quien nos ha puesto en ella.
—Chaves —se corrige malhumorado—, es mi hermana pequeña, pero no creo que ese detalle intervenga en las negociaciones.
Pedro clava su mirada en mí y por un momento nos quedamos así, observándonos a través de la estancia y la media docena de abogados y ejecutivos que nos separan.
Me ha servido en bandeja de plata.
Espero que el dinero que le pague mi hermano le sepa bien.
—No vas a comprar Cunningham Media —repito dando un paso hacia él.
—Paula, son negocios.
—Está bien —cambio de estrategia—, ¿piensas mantenerla abierta?
—No.
—La auditoría ha demostrado que somos rentables y que podemos serlo mucho más con una inyección de capital y una gestión más adecuada basada en la diversificación. ¿Eso no te interesa?
—No.
—Probablemente ganarías alrededor de los veinte millones sólo en el primer trimestre; más, si entrara a formar parte de
Hamilton Trust.
Mi hermano no contesta. Sabe que tengo razón. No quiere mantener Cunningham Media abierta porque piensa que, cuando me quede sin empleo, aceptaré trabajar para él. No podría estar más equivocado.
—Creí que se trataba de negocios —lo reto.
—Paula... —me reprende.
—Tú sólo quieres comprar esta firma para cerrarla y que yo acepte trabajar contigo, pero, ¿sabes qué?, eso no va a pasar jamás.
—No es el momento ni el lugar —me recuerda.
Ahora el que tiene razón es él, pero eso tampoco me importa.
—¡Vas a dejar en la calle a doscientas personas! —estallo—. ¿No te importa nada? ¿No tienes ni un poco de ética?
Todos los asistentes y los ejecutivos me miran con cara de susto y yo me arrepiento inmediatamente de lo que he dicho. Ellos nunca habrían imaginado eso y, gracias a mí, se han enterado de la peor manera.
Los observo sin saber qué decir, mientras de reojo veo a Hernan cabecear decepcionado. Cuando mi mirada se encuentra con la de Amelia, el corazón me da un vuelco; está triste y también desencantada.
Tendría que haberle contado antes lo que pasaba con la compañía, pero de verdad creía que podría arreglarlo.
—Paula —me llama Pedro, pero no soy capaz de moverme.
Camina decidido hasta mí, me coge de la mano y me saca de la sala de juntas. Yo ando por inercia, pero, en cuanto nos alejamos de la estancia y la puerta de madera se cierra a mi espalda, salgo de mi aturdimiento y me zafo de su agarre.
—Suéltame —me quejo, frenándome en seco.
Pedro se detiene y se gira hacia mí.
—¿Cómo has podido hacernos esto? ¡Nunca has querido salvarnos!
Sabía que no podía confiar en él.
Pedro resopla y se humedece el labio inferior despacio y, sobre todo, muy intimidante.
—Todo lo que he hecho desde que llegué aquí ha sido intentar mantener esta empresa a flote —ruge.
—¿Para que mi hermano nos pisoteara?
—No sabía que era tu hermano —se defiende—. Ni siquiera os apellidáis igual, por el amor de Dios.
—Pero sí sabías que tenías orden de desmantelar la compañía —replico.
¡No me lo puedo creer! ¿Cómo he podido ser tan estúpida?
Tendría que haberlo traicionado, tendría que haber usado el plan malévolo.
—Escúchame bien —me advierte—: yo no trabajo para tu hermano. Puede que él me contratara para eso, pero yo tomo mis propias decisiones. Me importa bastante poco todo su dinero.
—Va a dejar en la calle a doscientas personas —le recuerdo llena de rabia.
—Y gracias a ti ahora todos los saben —replica con la voz amenazadoramente suave—. ¿Cómo has podido ser tan inconsciente? Te has comportado como una cría testaruda.
—¡Quiero salvarlos!
Me llevo las manos a las caderas a la vez que bufo. Esta conversación es inútil, es con Sebastian con quien tengo que hablar, convencerlo. No puedo permitir que acabe con Hernan y con todos los que trabajan aquí sólo para tenerme controlada.
—Debo hablar con él —digo con la vista clavada en la sala de juntas.
—Paula, no es una buena idea.
—No es asunto tuyo.
No tiene ningún derecho a decirme lo que puedo hacer.
—Estás nerviosa, vais a acabar discutiendo y eso no va a traer nada bueno —me hace ver sin ninguna amabilidad, y eso me enfada todavía más. Es mi empresa y tengo que salvarla.
—Me da igual —siseo furiosa como lo he estado pocas veces en mi vida—. Es mi compañía. Puede que tú seas capaz de dejar de luchar por las cosas que te importan, pero yo no.
Involuntariamente todo el dolor y la rabia que siento por nosotros inunda cada una de mis palabras.
Pedro se queda muy quieto y sus ojos se llenan de un duro desahucio. Tengo la sensación de que esa simple frase ha sido más certera que cualquier otra, incluso que la bofetada que le di en la puerta del Indian. Sin quererlo también, una punzada de culpabilidad me atraviesa y algo me grita que no estoy siendo justa con él, que sólo estoy viendo lo que él me permite ver.
—Tengo que hablar con mi hermano —murmuro reconduciendo la conversación.
—No.
—Pedro...
Aún no he terminado de pronunciar su nombre, cuando me toma de las caderas y me carga sobre su hombro sin ningún esfuerzo. Yo pataleo, protesto, lo golpeo con los puños.
—¡Bájame! —grito.
—De eso nada —responde imperturbable.
Entramos en su despacho, cierra de un portazo y me deja sobre la mesa. Inmediatamente se abre paso entre mis piernas, coloca sus manos sobre la madera flanqueando mis caderas y se inclina sobre mí.
—Tienes que pensar las cosas con calma —me advierte—. Ser más lista.
—No puedo perder el tiempo. ¿No lo entiendes?
—Sí que lo entiendo, pero vas a tener que confiar en mí.
Su voz cambia, se vuelve más ronca, y todo el aire entre los dos se impregna de una suave intensidad.
—Ya no sé si puedo, Pedro.
Mi confesión nos silencia a ambos. Sus ojos se tornan todavía más azules mientras asiente con suavidad. Puede que otra vez esté siendo injusta con él, pero ya no puedo más. Lo he perdido y, cuando más claro tenía que al menos seguía a nuestro lado profesionalmente, descubro que ha estado trabajando para mi hermano.
Aparto la mirada, sobrepasada, casi aturdida, con la cabeza hecha un auténtico lío y el corazón latiéndome demasiado de prisa.
—Mírame —me ordena en un ronco susurro.
Alzo la cabeza y sus ojos atrapan por completo los míos, encendiendo todas las conexiones que nos atan al otro y que parecen sobrevivir a todo.
—No voy a consentir que Sebastian desmantele Cunningham Media —afirma con una seguridad aplastante.
—¿Por qué? —murmuro.
Pedro no libera mi mirada.
—Porque haría cualquier cosa por ti, Paula.
Sus palabras me llenan por dentro y me curan. Otra vez siento todo ese calor, esa sensación de que cada cosa es como tiene que ser, de que quererlo es lo único que tiene sentido. Pedro contempla con detenimiento cada centímetro de mi cara hasta volver a detenerse en mis ojos marrones y, dejando escapar todo el aire de sus pulmones, como si le supusiese un titánico esfuerzo separarse de mí, se incorpora y sale de la estancia.
Yo observo la puerta sin tener la más remota idea de qué hacer, sintiéndome como me he sentido tantas otras veces en este mismo despacho, incluso en esta misma mesa. No sé en quién puedo confiar, ni siquiera sé si puedo fiarme de mis propios instintos. Pedro, la empresa, mi hermano... Todo es demasiado complicado.
Me bajo de un salto y regreso a la sala de juntas. Ya no hay rastro de ningún ejecutivo, ni siquiera de Hernan, tampoco de Sebastian. Junto a las puertas abiertas, Pedro, Jeremias y Damian están hablando.
En un momento cualquiera, Pedro alza la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Sus ojos siguen mostrando esa aplastante seguridad y siento como si me pidiese que confíe en él, que lo arreglará.
Suspiro con fuerza y rompo el contacto entre los dos. ¿Qué se supone que debo hacer? Cuando dije que no sabía si podía confiar en él, lo hice en serio. Cabeceo tratando de poner en orden mis ideas; no lo consigo. Cunningham Media es muy importante para mí. Hernan es muy importante para mí. Tengo que tomar la mejor decisión por él y por las doscientas familias que dependen de esta compañía.
Salgo disparada hacia el ascensor y voy al despacho de Hernan. Su secretaria me informa de que se ha marchado. Supongo que, después de la extraña reunión de hoy, necesita un poco de espacio. No lo culpo.
Regreso a mi oficina, pero, antes de entrar, me desvío hasta la mesa de Amelia. Le debo una explicación. Ella me ve llegar, pero aparta la mirada concentrándola en los documentos que tiene delante.
—Hola —la saludo deteniéndome junto al lateral de su mesa—. ¿Podemos hablar?
—Estoy muy ocupada —responde mecánica.
Yo resoplo a la vez que tuerzo el gesto. Me lo merezco.
—Lo siento —me disculpo—. Tendría que habértelo contado antes, pero no quería preocuparte.
—Vamos a quedarnos en la calle.
—Eso aún no lo sabemos.
—Tu hermano Sebastian nunca mantendrá la empresa abierta, Paula—replica—. Quiere que te vayas con él y va a dejarte sin ninguna otra posibilidad para asegurarse de que lo consigue.
Resoplo de nuevo. Tiene razón, pero, aun así, no pienso rendirme.
—No va a comprar Cunningham Media. Pero no puedo impedírselo sola. Tienes que ayudarme.
Amelia cabecea.
—Es una batalla perdida —sentencia fijando la atención en el dosier que hay sobre su mesa.
—¿Te estás rindiendo? —pregunto exagerando cada letra—. Pequeña, sal de aquí y dile a la verdadera Amelia Harley que vuelva, porque la necesito.
Ella sonríe por mi comentario, aunque sé perfectamente que es lo último que quiere, y yo le devuelvo una sonrisa cómplice.
—¿Estás utilizando psicología barata conmigo? —inquiere sin levantar la vista.
—¿Está funcionando?
Amelia suspira, suelta un «qué harías sin mí» mientras pone los ojos en blanco fingidamente displicente y, al final, cierra la carpeta que tiene delante de golpe y alza la cabeza.
—¿En qué necesitas que te ayude?
Sonrío. Por eso es mi mejor amiga.
—Necesito una copia de todas las demos que pensábamos usar en la reunión. Todavía no sé qué vamos a hacer ni cómo, pero vamos a conseguir mantener esta compañía abierta.
Amelia asiente enérgica y nos ponemos manos a la obra.
Ahora que todos saben cuál es la situación real de Cunningham Media, ya no hay por qué andarse con secretismos y nos reunimos con los directores de cada departamento en busca de soluciones. Desgraciadamente, de momento, no hemos encontrado ninguna.
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