jueves, 3 de agosto de 2017

CAPITULO 47 (TERCERA HISTORIA)




Miro la BlackBerry dudando si pulsar el icono de emails. 


Ayer, cuando hablamos por teléfono, fue como subir muy alto y caer de nuevo en picado. Lo echo de menos, echo de menos estar con él, echo de menos hablar con él, reírnos de estupideces, compartir cualquier pensamiento que nos pase por la cabeza, y echo de menos cómo sus manos me hacían sentir

Respiro hondo y finalmente deslizo el dedo por la pantalla. 


Su correo se abre en cuestión de décimas de segundo.


De: Pedro Alfonso Enviado: 17/02/2016 10.12
Para: Paula Chaves
Asunto: Cunningham Media


Voy a hacer lo que te prometí.


Releo el texto tratando de descifrar los mensajes ocultos, como si tuviera doscientas líneas en lugar de una. ¿A qué se refiere con «lo que te prometí»? ¿Habla de nosotros o de la compañía? Resoplo y me dejo caer en la silla. No puede mandarme un correo así y pretender que no me pase las próximas dos horas dándole vueltas.


En la oficina todo el día trascurre con una normalidad absoluta. Esperaba que Jeremias o Damian se pasaran por aquí, pero sólo han enviado un correo electrónico con todo lo que quieren que se haga de cara a la reunión.


Después de la comida, voy a buscar a Hernan a su despacho para analizar unas posibles inversiones.


Estoy a punto de alcanzar su puerta cuando el sonido del ascensor anunciando que ha llegado a planta me distrae. 


Las puertas de acero se abren, él alza la cabeza y mi mirada se topa con unos ojos irremediablemente azules. ¿Qué hace Pedro aquí? ¿Cuándo ha vuelto? ¿Me he pasado tanto tiempo llorando con la cara clavada en la almohada y la música de Bonnie Tyler a todo volumen que los días han pasado y no me he dado cuenta?


Sale del ascensor y tras él lo hacen al menos una decena de personas, que siguen su paso decidido y van desplegándose por toda la oficina, exactamente igual que el día que yo pisé esta compañía por primera vez. Un traje de corte italiano de tres piezas, una camisa y una corbata perfectas, y ese pelo
absolutamente indomable. A cada zancada parece comerse el mundo, con una mano en el bolsillo y toda esa demoledora seguridad. Atraviesa Cunningham Media y se detiene frente a mí. Quiero decir algo, lo que sea, cualquier estupidez me valdría, pero soy incapaz. Estoy embobada. Es la erótica del poder y los trajes a medida hechos persona.


Pedro me sonríe, un gesto medio e inaccesible. La sombra de unas heridas puede verse en su cara. Me preocupo al instante, pero, casi sin quererlo, también me excito un poco más, como si con él se combinaran las dos perfectas caras de una moneda fabricada para encandilar mujeres: el hombre elegante y el chico malo, la ropa cara y la ceja rota. 


Ni el blanco ni el negro, sólo un perfecto gris.


—Buenos días, Hernan —lo saluda dejando de prestarme atención.


Y de pronto me doy cuenta de que Hernan había salido del despacho y estaba a mi espalda.


—He adelantado la reunión con el comprador al lunes de dentro de dos semanas. Quiero todas las demos preparadas para esta tarde —nos informa sin darle ninguna importancia al hecho de que esa simple frase implica un trabajo descomunal en menos de cuatro horas—. Paula —pronuncia a modo de saludo, o más bien despedida, ya que continúa caminando sin esperar respuesta.


Reacciona, idiota.


—No podremos tenerlo todo listo para el lunes, ni tampoco podremos tener las demos preparadas para esta tarde. Es una locura —suelto al fin.


Pedro se detiene y se gira despacio.


—Pues entonces creo que debería ponerse manos a la obra —contesta impertinente y muy muy arrogante.


Estoy teniendo un déjà vu en toda regla del día que nos conocimos.


—Nos jugamos demasiado con esa reunión para permitir que algo salga mal —le recuerdo cruzándome de brazos.


Pedro se humedece el labio inferior y da un paso hacia mí. 


Está demasiado cerca y yo, a punto de caer hechizada de nuevo. Afortunadamente, lo disimulo rápido. Estamos hablando de Cunningham Media. No pienso dejar que me distraiga con lo bien que huele ni con lo guapo que es ni con... nada.


—Y yo repito que, si tanto le preocupa, debería empezar a trabajar ya —replica engreído—. Cuatro horas dan para mucho. Tú mejor que nadie deberías saberlo.


Abro la boca, escandalizada, y esas familiares ganas de estrangularlo regresan como un ciclón. Él sonríe más que satisfecho y se encamina a su despacho.


—Sucio bastardo presuntuoso —siseo en un murmuro ininteligible—. Ya lo habéis oído —digo en voz alta a todos los empleados que han seguido atentos la conversación y que todavía tienen cara de susto por saber que la gran reunión se celebrará en menos de dos semanas y las demos tienen que estar listas al final del día—. Tenemos poco tiempo, a trabajar.


Me paso la hora siguiente organizando al personal, tanto al nuestro como al que ha venido del edificio Pisano con Pedro. La idea es clara. Primero, planificar físicamente la reunión: la sala de juntas, cada archivo que vamos a repasar; de todo eso se encarga Amelia junto con el equipo que Pedro designó hace varias semanas. Segundo, repasar con el departamento jurídico cada detalle del contrato que presumiblemente firmaremos con el comprador. Y tercero, y probablemente más importante, repasar toda la estrategia de marketing. Al final se trata de convencer al comprador de que somos rentables. Tenemos a nuestro favor la impecable auditoría de Pedro, la experiencia de Hernan y el potencial que sé que tenemos. Ahora sólo falta convertir eso en la inversión más atractiva en la historia de los rascacielos de Manhattan.


No he visto a Pedro en todo el día. Quiero hablar con él del email, aunque francamente creo que ya he obtenido cualquier respuesta que necesitara sólo con la manera en la que ha llegado a la oficina. Ha vuelto a ser el Pedro Alfonso que conocí. No parece haber sufrido demasiado, ni haberme echado de menos como un loco, así que supongo que con «lo que te prometí» se refiere a salvar Cunningham Media.


De todas formas, tengo que agradecérselo. Cualquier otro, terminada la auditoría, se habría desentendido.


La verdad es que una parte de mí esperaba que su correo electrónico se refiriese a nosotros y no a la empresa, y sé que es una estupidez, fui yo la que decidió romper, pero eso no significa que haya dejado de quererlo.


A eso de las cuatro, la actividad se vuelve todavía más frenética. Yo estoy desconcertada por la actitud de Pedro. Soy plenamente consciente de que ya no estamos juntos, pero ¿acaso ni siquiera está dispuesto a que sigamos siendo amigos? Lo he visto salir a hablar con Beatrice, con Amelia y con Hernan, pero en ningún momento se ha acercado a hacerlo conmigo. Estoy a punto de ir a verlo cuando el
intercomunicador digital de mi mesa suena, sobresaltándome.


—Paula —es la voz de Pedro, y yo me siento extrañamente nerviosa, como si fuese lo único que quiero escuchar y al mismo tiempo fuera plenamente consciente de la peligrosa idea que es—, tráeme todas las carpetas sobre las campañas publicitarias firmadas por Cunningham Media para clientes internacionales.


Observo el intercomunicador, esperando a que haga alguna broma, que me pregunte qué llevo puesto o que simplemente termine la frase con un «Niña Buena», pero nada.


—Paula —repite al ver que no digo nada.


—Sí, claro —me apresuro a responder, inclinándome aparatosamente sobre la mesa para pulsar el intercomunicador—. Ahora mismo.


Recolecto las carpetas y voy hasta su despacho. Abro y entro ojeando uno de los dosieres.


—¿Qué hay de eso de llamar a la puerta? —pregunta con la mirada fija en la pantalla de su Mac.


Confundida, vuelvo la cabeza hacia la puerta y después hacia él. ¿Está hablando en serio?


—Yo... no me he dado cuenta... lo siento... no pensé que hiciera falta —murmuro al fin nerviosa.


—Busca en las carpetas que traes las mejores cifras en el contexto de las mejores marcas —me ordena, cambiando trasversalmente de tema e ignorando, por ende, mis disculpas—. Prefiero un millón de euros con L’Oréal que diez con una compañía de chocolatinas que nadie conoce del sur de Suiza. ¿Entendido?


—Claro —respondo aturdida.


¿Qué le pasa? No está enfadado. No se está comportando como otras veces que hemos discutido. Está frío, distante, como si ya no fuéramos Alfonso y Chaves.


«Y no lo sois, ¿no? Tú se lo pediste.»


Me acomodo en la pequeña mesa de reuniones junto a la ventana y comienzo a anotar las cifras más significativas en mi iPad. La siguiente hora pasa en el más absoluto silencio entre los dos. Pedro atiende llamadas, firma documentos, al igual que yo, pero no nos dirigimos la palabra el uno al otro en ningún momento. Paradójicamente, a cada minuto que pasa yo tengo más y más preguntas, pero la verdad es que no me atrevo a pronunciar ninguna en voz alta.


Son poco más de las cinco cuando Beatrice entra en el despacho para avisar a Pedro de que Jeremias Colton y Damian Brent están subiendo. Pedro asiente y se levanta, abotonándose su elegante chaqueta.


Yo también me pongo de pie. Quizá ahora sí me diga algo. 


Creo que me conformaría con un «me alegro de volver a verte, Chaves»; cualquier cosa que indique que no ha sufrido una lobotomía en Portland y se ha olvidado de mí.


—Paula —me llama.


—¿Sí? —respondo bochornosamente esperanzada.


—Cuando termines esos datos, reúne todas las demos y llévamelas a la sala de juntas.


—Claro.


Mi respuesta la lanzo al aire, ya que él se ha dirigido a la puerta sin ni siquiera escucharla. De pronto lo veo todo cristalinamente claro. Estoy viviendo lo que ocurre después. Pedro y yo ya no podemos tener una relación, así que simplemente me ha sacado de su vida, como hace con todas las chicas cuando el sexo con ellas ya no le resulta estimulante. Todavía recuerdo sus palabras acerca de que él nunca les daba falsas esperanzas a las mujeres. Nosotros no tuvimos sólo sexo, así que su frialdad se extiende a todas las cosas que compartíamos, y el trabajo es una de ellas. 


Éste es mi propio después.


Suspiro con fuerza, obligándome a contener el llanto, y me concentro de nuevo en la tablet. Hoy no puedo ponerme a llorar, hay demasiado en juego, aunque no voy a negar que lo que más me apetece es taparme hasta las orejas y llorar como una magdalena. Sólo ha necesitado cuarenta y ocho horas para olvidarse de mí, y a mí todavía se me acelera el corazón cada vez que lo veo. El amor no es nada justo.


El amor es un completo asco.


Termino el trabajo y voy departamento por departamento recogiendo las demos y escuchando las explicaciones y singularidades que me destacan cada uno de los jefes de equipo. A eso de las ocho, mientras espero el ascensor para ir a la sala de juntas, me doy cuenta de que no podría estar más orgullosa ellos. Tenemos un equipo fantástico que ha realizado un trabajo espectacular, y estoy completamente segura de que el comprador lo verá tan claro como yo y mantendrá la empresa abierta.


La planta de abajo, donde está la sala en cuestión, está casi desierta. La mayoría de los empleados se ha marchado ya y los pocos que quedan trabajando lo están haciendo en la planta superior. Reviso por última vez los dosieres mientras atravieso la diáfana estancia y finalmente llego a la sala de juntas. Llamo a la puerta y espero paciente. Imagino que Pedro seguirá reunido con Jeremias y Damian.


—Adelante —me da paso desde el interior.


Odio su voz y, sobre todo, odio que siga sonando tan ronca y sensual como antes.


Suspiro, o más bien resoplo, y, armándome de valor, giro el pomo de la puerta. Con el primer paso frunzo el ceño confusa. Pedro está solo, sentado en un extremo de la enorme mesa de madera clara, presidiéndola. Hay una decena de carpetas frente a él, algunas abiertas, otras no, y un MacBook Pro último modelo reluciente. Se ha quedado trabajando aquí. No ha querido subir a su despacho. ¿Por qué?


Súbitamente yo misma hallo la respuesta a esa pregunta y siento como si me retorcieran el estómago. No ha subido porque no quiere verme, porque ni siquiera quiere tenerme cerca, y probablemente ése sea el motivo por el que ha adelantado la gran reunión. Quiere acabar con todo esto cuanto antes y no tener nada que ver conmigo.


Sólo han pasado cuarenta y ocho horas desde que me pidió que me fuera con él, desde que me dijo que nunca se había sentido con ninguna mujer como se sentía conmigo. ¿Cómo ha podido cambiar tan rápido?


Que esto te sirva para aprender, Bluebird.


Si me hubiese marchado con él, más tarde o más temprano, habríamos acabado así y yo habría perdido a mi familia otra vez.


Pedro me observa desde el otro extremo de la sala. Parece cansado, como si llevase todo el día en guardia, peleando. Observo sus heridas y vuelvo a preocuparme. Todas las preguntas que quiero hacerle regresan.


Él ladea la cabeza y deja escapar todo el aire de sus pulmones bajo mi atenta mirada. ¿Por qué tiene que ser así de guapo? ¿Por qué no puedo olvidarme de él? A veces creo que jamás podré olvidarme de él.


—¿Qué quieres, Paula? —Su voz grave calienta mi sangre.
Él tampoco deja de mirarme y eso me pone las cosas aún más difíciles.


Me armo de valor de nuevo y echo a andar apartando mi mirada de la suya, concentrándome en las palabras exactas que voy a decir. No pienso dejarle que vea que todavía sigue teniendo todo ese poder sobre mí. Puede que aún sea una tonta enamorada, pero no pienso demostrárselo.


—Aquí tienes las demos —digo lacónica, dejando las tarjetas de memoria sobre la mesa— y por correo interno te he enviado las especificaciones que cada jefe de equipo ha apuntado.


Pedro no dice nada. Sólo me observa con esa frialdad que ahora parece dominar sus ojos azules y yo me doy cuenta de que sigo esperando, esperando a que me sonría, a que haga algún comentario descarado, a que me bese. Maldita sea, ¿por qué tengo que echarlo tanto de menos?


Enfadada con él, pero sobre todo conmigo misma, giro sobre mis pies y me dispongo a salir de la sala de juntas. Tengo que olvidarme de él, aunque ni siquiera sepa cómo.


—No he dicho que puedas marcharte.


Su voz suave e intimidante atraviesa la sala y me deja clavada en el suelo. Una parte de mí quiere salir corriendo sin mirar atrás, la otra recuerda toda esa autoridad y lentamente se derrite, perdiendo el sentido común y toda la cordura con cada letra que ha pronunciado.


—Se te olvida que yo no trabajo para ti —respondo sin volverme.


No voy a dejar que se ría de mí, ni que siga pensando que, a pesar de todo, me tiene donde quiere, aunque sea verdad.


—Y a ti se te ha olvidado lo poco que me importa eso.


Lo oigo levantarse, caminar hasta mí, y todo mi cuerpo traidor se estremece sólo con la promesa de su proximidad.


—Vuélvete —me ordena.


Su aliento calienta la piel de mi nuca al decir esas palabras y por un segundo todo me da vueltas. Otra vez quiero salir corriendo, decirle que no, mandarlo al diablo, pero otra vez tengo serios problemas para hacerlo. Cierro los ojos un segundo, tratando de recuperar mi parte racional, pero sencillamente se ha esfumado.


—No me hagas esperar, Paula.


Suspiro. La batalla está perdida. Voy a girarme, lo sé, pero la idea de no parecerle una tonta enamorada sigue en pie. Me cruzo de brazos y me obligo alzar la barbilla, a recrudecer mi mirada, mi expresión. No puedo ponérselo tan fácil. Pero en cuanto lo tengo frente a frente, todo parece caer en saco roto. Está a un solo paso de mí, demostrándome que, por mucho que quiera, que luche, jamás podré olvidarme de él.


No aparta sus ojos de los míos y poco a poco incendia mi interior. No dice nada, ni siquiera se acerca, pero toda su sensualidad, su seguridad, su masculinidad están puestas sobre la mesa. No habla porque no lo necesita. La lluvia no necesita hacerlo para mojarte y los dioses no lo hacen con los pobres mortales para dejar claro que están en sus manos. Pedro Alfonso es control en todos los sentidos y nunca lo he tenido tan claro.


Involuntariamente descruzo los brazos y los dejo caer junto a mis costados. Mi respiración se acelera. Mi corazón comienza a latir demasiado rápido. Ahora mismo no quiero estar en ningún otro lugar.


Pedro se humedece el labio inferior y mi atención vuela a esa parte concreta de su rostro. Quiero que me bese.


Pedro —lo llamo.


Lo necesito.


—Ya puede marcharse, señorita Chaves—me interrumpe.


Tardo un par de segundos más de lo que me gustaría en salir de mi ensoñación. Y, cuando lo hago, ni siquiera entiendo lo que ha pasado. Pedro da un paso hacia atrás, gira sobre sus pies y regresa a la presidencia de la mesa, sin ni siquiera inmutarse, manteniendo toda su inaccesibilidad.


Yo lo observo aturdida un par de segundos más. Ya no le importo absolutamente nada. Me vuelvo y, de prisa, salgo de la sala de juntas, aguantando el llanto, toda la rabia, la tristeza, la frustración, la impotencia.


Cierro de un portazo y prácticamente corro hasta los ascensores. Pedro me ha echado de su vida y ahora tengo claro que yo tengo que echarlo de la mía.


Regreso a casa sin poder dejar de pensar en lo que ha ocurrido, o casi, en esa sala. La verdad es que no sé qué habría sido peor: que hubiese llegado a besarme o que no.


Recojo a Maxi en casa de Adela, pero, justo cuando estamos a punto de entrar en nuestro edificio, me doy cuenta de que he olvidado en el departamento de marketing dos tarjetas de memoria que necesito para seguir trabajando esta noche desde casa.


Pido un taxi y voy con Maxi a la oficina. El tráfico hace de las suyas, pero, aun así, conseguimos llegar a Cunningham Media relativamente rápido. Como imaginaba, la oficina ya está completamente desierta.


—No tardaré. Estaré en mi despacho —le digo señalando la puerta mientras lo dejo en la mesa de Amelia y retiro la silla para que pueda sentarse.


—Ése no es tu despacho —replica.


Yo asiento a la vez que tuerzo el gesto.


—He cambiado de despacho —murmuro tratando de dar la conversación por acabada.


Maxi se sienta y hace girar la silla de Amelia. Yo sonrío y voy con el paso acelerado hasta mi oficina.


Miro mi reloj de pulsera. Es tardísimo.


Rebusco por toda la mesa, pero, como siempre, no encuentro lo que necesito. Esta vez por lo menos tengo claro dónde están. Siguen en el departamento de marketing.


Salgo de mi despacho. Sólo me he alejado unos pasos cuando oigo otra puerta abrirse. Giro la cabeza y veo a Pedro salir de su oficina, concentrado en los documentos que tiene entre las manos. Tras avanzar unos pocos metros, alza la cabeza y repara en mí. Nos miramos directamente a los ojos y, como pasó en la sala de juntas, por un momento siento que me falta el aire, que el corazón me late demasiado de prisa y todo mi cuerpo grita su nombre hasta desgañitarse, pero, por un mísero instante también, recuerdo cómo son las cosas entre nosotros y por qué son así, y todas mis esperanzas vuelven a hacerse añicos.


—Mamá, ¿podemos irnos ya? —pregunta Maxi, devolviéndonos a los dos a la realidad.


Pedro y yo llevamos nuestra mirada a la vez hacia al niño, que se levanta de la silla de Amelia.


—Hola —lo saluda el pequeño.


—Hola —responde Pedro.


—¿Ahora tú trabajas en el despacho de mamá?


Él mira a su espalda y asiente, observándolo de nuevo.


—Sí.


—¿Por qué?


Pedro abre la boca sin saber qué decir y, tras unos segundos, sonríe.


—No lo sé. Creo que me pareció divertido fastidiarla un poco —responde sincero.


Maxi sonríe divertido y un instante después rompe a reír. Yo lo miro y, aunque es lo último que quiero, también sonrío. Sin quererlo también, mi mirada vuelve a cruzarse con la de Pedro, que ya me esperaba.


¿Por qué, en cuanto bajo la guardia un solo segundo, algo siempre me recuerda lo bien que se nos da estar juntos?


—Maxi —le llamo tratando de reconducir la situación—, tenemos que ir al departamento de marketing. Las tarjetas están allí.


—Mamá, estoy cansado —protesta.


Resoplo. No lo culpo. Es tardísimo.


—Lo siento, peque. Te prometo que no tardaremos.


—Puedo quedarme con él —me interrumpe Pedro— hasta que vuelvas.


Lo observo sin entender por qué hace esto. Lleva todo el día comportándose como si ni siquiera quisiese tenerme cerca, ¿por qué ahora se ofrece a ayudarme?


Pedro no dice nada. Traga saliva y se dirige hacia Maxi.


—¿Te parece bien? —le pregunto al niño.


—Sí. —Y asiente con la cabeza para reafirmar su respuesta.


—¿Te sigue gustando el soccer? —le pregunta Pedro, sentándose en la mesa frente a él.


Maxi vuelve a asentir.


—¿Y sigues siendo del New York City?


—Claro que sí —contesta con una sonrisa.


Los observo unos segundos y finalmente me obligo a echar a andar hacia los ascensores. Sigo sin entender nada de lo que está pasando y es lo único en lo que puedo pensar mientras bajo al departamento de marketing, recojo las tarjetas y regreso a la planta principal de Cunningham Media.



****


Al abrirse las puertas del elevador, lo primero que oigo es la risa de Maxi. Doy un par de pasos y en seguida los veo sentados cada uno en un escritorio, el uno frente al otro.


—Y entonces el ratón se cayó dentro de la ensaladera y todas las personas empezaron a gritar — cuenta Pedro, escenificando la historia con las manos.


El niño rompe a reír de nuevo y otra vez involuntariamente sonrío con él, aunque creo que esta vez sí sé por qué lo hago. Se los ve cómodos el uno con el otro, como si estar juntos fuera algo cotidiano para ellos, y esa sensación me llena por dentro.


Será mejor que no vayas por ahí, Bluebird. Es algo que ya no podrás tener.


—Hola, mamá —me saluda Maxi al reparar en mi presencia.


Yo ensancho mi sonrisa como saludo.


—Veo que os lo estabais pasando muy bien —comento acercándome a ellos.


Maxi asiente entusiasmado.


Me detengo a una distancia prudencial y le hago un gesto a mi hijo para que venga. No entiendo nada de lo que ha ocurrido, pero sí lo bien que me hace sentir, y no creo que eso sea bueno para mí.


—Muchas gracias, Pedro —me despido cuando el niño llega hasta mí, cogiéndolo por los hombros y acercándolo hasta que su nuca toca mi estómago.


—De nada —responde, y hay algo en sus ojos, en la manera en la que nos mira, que no soy capaz de interpretar.


—A lo mejor Pedro podría venir a desayunar otra vez con nosotros —propone Maxi alzando la cabeza para mirarme.


Yo sonrío fugaz y nerviosa.


No me lo pongas más difícil, peque.


—Ya veremos, ¿vale? —respondo bajando la mía para que nuestros ojos se encuentren.


Él asiente y yo nos muevo para girarnos y echar a andar.


—Adiós, Pedro —se despide el crío.


—Adiós —murmuro.


—Adiós.


Mi mirada se encuentra con la de Pedro sólo una décima de segundo antes de que yo rompa el contacto y mi confusión aumenta hasta casi el infinito. No tengo ni la más remota idea de cómo interpretar el día de hoy.






No hay comentarios:

Publicar un comentario