miércoles, 2 de agosto de 2017

CAPITULO 46 (TERCERA HISTORIA)




Mi abuela me obliga a comerme el sándwich de pollo y, al enterarse de que no probé bocado en el avión, como ya imaginé que pasaría, me obliga a comer también un plato de estofado de ternera y pastel de manzana con nata de postre.


Después de fregar los platos con mi tía Ana, subo a mi antigua habitación. Enciendo la tibia luz de la lámpara del escritorio y sonrío al ver que todo sigue exactamente igual que hace nueve años. Paso los dedos por los libros de la estantería, por los cómics, y mi sonrisa se ensancha al ver mi viejo balón de rugby.


Quiero que Nana acepte de una vez que le compre una casa en un barrio mejor y llevarse a Ana y Daniela con ella, pero también entiendo por qué quiere quedarse aquí. Esta casa está llena de buenos recuerdos, de mi abuelo. Supongo que, si algún día consiguiese que se mudase, yo también echaría de menos este sitio.


Apoyo la espalda en el cabecero y estiro las piernas a lo largo del colchón. Ahora mismo son las diez en Nueva York. Jeremias y Damian deben de estar a punto de salir de Cunningham Media y probablemente hayan terminado ya la auditoría.


Me saco el iPhone del bolsillo de los vaqueros para llamarlos, pero, justo antes de marcar, me freno en seco. Paula también debe saber ya que me he marchado y he dejado el trabajo en manos de los chicos, o quizá no lo sepa porque hoy no haya ido a trabajar. La imagino llorando sola en su apartamento y todo mi cuerpo se tensa de pura rabia.


Agarro el teléfono con fuerza y, antes de que pueda pensarlo con claridad, deslizo el dedo por la pantalla y la llamo. Me convenzo de que sólo lo hago para saber si está bien, si necesita algo.


El corazón me late con tanta fuerza que va a partirme las putas costillas. Aprieto la mandíbula y me concentro en oír los tonos. Al tercero, descuelgan.


Todo se queda en silencio y tengo la sensación de que el maldito mundo ha dejado de girar.


—Hola.


Su voz suena triste, apagada. Debería colgar. Debería dejarla en paz. Vine aquí para mantenerme alejado de ella. 


¿Por qué no puedo hacerlo, joder?


—Hola —respondo.


Paula calla un segundo y coge aire al otro lado de la línea.


—Jeremias me ha dicho que te has marchado a Portland.


—Sí, era lo mejor. Además, tenía algunas cosas que solucionar por aquí.


—Me cuesta trabajo imaginarte en cualquier otra ciudad que no sea Nueva York —suelta de pronto—. No es porque te haya conocido aquí, es que de verdad creo que es tu ciudad, como si la hubiesen diseñado para ti... No quiero decir que construyeran la ciudad por ti — rectifica rápidamente—, eso es una estupidez demasiado grande incluso para mí. Me refiero a que te pega... —Lo piensa un instante—. Sólo
la parte buena... y también la mala, pero desde una perspectiva buena, todo depende de cómo miremos cada detalle, ¿no?


Se frena y resopla, y yo sonrío de verdad prácticamente por primera vez en todo el día.


—Me cuesta trabajo imaginarte en otra ciudad, eso es todo —concluye tratando de restarle importancia a todo lo demás—. Incluso me sorprendió cuando me dijiste que estudiaste el máster allí.


—Volví a Portland porque mi abuelo estaba enfermo. Murió unos meses después, pero me alegro de haber pasado sus últimos días con él.


—Estoy segura de que a él también le gustó tenerte cerca.


Echo la cabeza hacia atrás hasta chocarla contra la pared. 


Por un momento los dos guardamos silencio. No sé si esta llamada ha sido una malísima idea o lo único capaz de hacerme respirar.


—Siempre estaba enfadado —recuerdo con una sonrisa—. Sólo se lo veía contento cuando mi abuela estaba cerca. La quería como un loco.


—Me encantaría conocer a tu abuela y ver tu casa. Ver cómo fue el sitio donde creciste.


—¿Estás segura? —replico socarrón—. Es un sitio muy peligroso. Nada más llegar he tenido que amenazar a un tal Leandro.


—¿Quién es Leandro? —inquiere curiosa.


—El novio de mi prima Daniela. Es como mi hermana pequeña y de pronto ha cumplido diecisiete años —protesto.


Lo pienso y me pongo de mal humor.


—Probablemente antes cumpliera dieciséis y antes quince —replica, claramente riéndose de mí.


—Qué perspicaz, Chaves.


—Es que estás perdiendo facultades, Alfonso —contesta impertinente—. Te quitan los trajes de tres piezas y ya no eres tan inteligente.


—¿Cómo sabes que no llevo uno puesto ahora mismo?


Estoy casi seguro de que a eso de ser insolente no me gana nadie.


—Estás en Portland Este, bro —comienza a decir imitando a los pandilleros de las películas de Spike Lee, pero, antes de poder decir una frase más, rompe a reír, encantada con su propia broma.


—¿Alguna vez has visto a un irlandés pandillero?


—¿Es porque no aceptan pelirrojos en las pandillas?


—Y nos quita demasiado tiempo para beber.


Paula rompe a reír. El destartalado sonido atraviesa el teléfono y me calienta por dentro. Es increíble la facilidad con la que simplemente hemos vuelto a ser ella y yo. Sé que Paula también se ha dado cuenta, porque sus carcajadas se detienen suavemente y un cómodo y tenue silencio invade de nuevo todo el espacio entre los dos.


—Te echo de menos, Pedro —murmura.


Dejo escapar todo el aire de mis pulmones despacio.


—Y yo a ti, Niña Buena —no te haces una jodida idea de cuánto—, pero necesito saber que estás bien. Necesito saber que estás a salvo, que nada va a hacerte sufrir, que vas a ser feliz.


Paula suspira, tratando de esconder sin ningún éxito un sollozo.


Pedro...


—Será mejor que intentes dormir.


Ella vuelve a suspirar. Sé que era lo último que quería escuchar, pero las cosas son como son y ahora más que nunca tengo que ser fuerte por los dos.


—Sí, será lo mejor —repite sin ninguna convicción—. Buenas noches, Pedro.


—Buenas noches, Paula.


Cuelgo. Las ganas de meterme en una pelea aumentan hasta el jodido infinito. Me quedo mirando el teléfono, intentando aferrarme a una maldita idea que me mantenga aquí y ahora, que me calme, pero, sin que pueda controlarlo, el recuerdo de mis manos en su piel se hace cristalino, la manera en la que mi cuerpo encajaba con el suyo. Quiero estar con ella, quiero tenerla debajo de mí, quiero sentirla.


¡Joder!


Lanzo el smartphone con rabia contra la pared y cae al suelo desmontado. Me paso las manos por el pelo casi desesperado. La echo de menos, maldita sea. Echo de menos estar con ella. Una parte de mí no para de gritarme que luche, que puedo estar con Paula, que podemos
ser felices, pero, en realidad, no podemos. El amor no siempre es suficiente. Las manos me arden. Pienso en Paula, en cómo me dijo que estaba enamorada de mí, en que yo también lo estoy de ella y, sin embargo, he tenido que montarme en un avión y alejarme más de cuatro mil kilómetros porque no puedo permitirme estar cerca.


Me levanto como un resorte y salgo de la habitación. El amor no es suficiente. El amor es un asco, joder. Te cambia tu vida y, por mucho que luches, nunca podrás volver al punto de partida.


Bajo las escaleras, rescato mi marinero del perchero y salgo. 


La acera mojada resuena bajo mis pies y una suave llovizna me empapa en cuestión de segundos.


Paula es lo único que me importa y nunca podré volver a tocarla, a verla dormir, gemir, sonreír en mi cama.


Giro las manzanas por inercia, como si mi cuerpo supiese perfectamente dónde tiene que llevarme. Un par de minutos después, estoy delante del mugriento bar del barrio. También sigue igual que hace nueve años y probablemente también encuentre lo mismo que encontré la última vez que estuve aquí.


Empujo la puerta. El local está casi en penumbra; supongo que ninguno de los que están aquí tiene demasiado interés en ver la cara de los demás. La voz de Caleb Followill cantando Wait for me se mezcla con el zumbido de una vieja televisión que retransmite un partido de los Seattle Seahawks.


Me siento en uno de los taburetes y me pido un whisky. El camarero me mira, pero no me dice nada. Sabe de sobra quién soy. Todos en el barrio conocían a mi abuelo Samuel. Más de trescientas personas fueron a su funeral. Esa noche también acabé aquí. Recordar ese día no me ayuda y la rabia se entremezcla con la que ya siento, haciéndose casi insoportable.


Un hombre me mira desde el otro lado de la barra. No le presto atención.


Si las cosas no hubiesen salido como salieron, ahora tendría a Paula en mi apartamento. Estaríamos haciendo planes. La estaría besando, acariciando... La presión bajo las costillas vuelve, la sangre corre de prisa, todo mi cuerpo se tensa. Al fondo, jugando al billar, hay dos tíos con cara de pocos amigos. Perfecto.


Me bebo la copa de un trago y me levanto. Camino hacia ellos.


Habríamos sido una familia con Maxi. Habríamos tenido más críos. Una niña preciosa como ella.


Cierro los puños con fuerza.


Habríamos sido felices.


Dejo de pensar.


Pedro.


Una voz demasiado familiar me llama; por un momento estoy completamente convencido de que ha sido mi abuelo. Me giro hacia el sonido y camino un par de pasos en su dirección, hacia la barra.


La tensión se recrudece. Tendría que haber imaginado que estaría aquí.


—¿Tanto tiempo ha pasado que ya no reconoces a tu padre? —me pregunta.


Ojalá no fuese capaz de reconocerlo.


—Ponle un whisky —le pide al camarero.


—No —me adelanto mirando al hombre—. No pienso tomarme nada contigo —sentencio volviendo la vista hacia mi padre.


—Por supuesto —contraataca llevándose la copa a los labios—, es mucho mejor pelearse con esos dos desgraciados.


—¿Y a ti qué coño te importa? —replico arisco.


—Eres mi hijo —responde endureciendo su tono—. Claro que me importa.


Yo sonrío fugazmente y, furioso, emito un resoplido aún más breve. Ni siquiera me molesto en contestarle. No se lo merece.


—La abuela Sara me llamó para decirme que vendrías.  Pensaba ir a verte mañana.


—No te molestes —le dejo claro, distante mirando a mi alrededor.


Ya ni siquiera quiero estar aquí.


—Pues entonces tómate esa copa conmigo —insiste.


—He dicho que no —sentencio con la voz amenazadoramente suave.


Estoy cansado de esto. No pienso fingir que quiero pasar tiempo con él o que me alegra que él quiera hacerlo conmigo entre borrachera y borrachera. No lo hacía con quince años y tampoco pienso hacerlo ahora.


Giro sobre mis pasos, dispuesto a marcharme.


—Parece que nos parecemos más de lo que crees, los dos seguimos necesitando tener un bar cerca —comenta consiguiendo que me detenga de nuevo—. Tienes la cara hecha un puto desastre. Pensé que, desde que vivías en Nueva York, te habías convertido en un hombre de provecho.


—Y, si ha sido así, desde luego no es gracias a ti —respondo girándome.


—Hice lo que pude —replica con la mirada clavada en su vaso de bourbon.


—Joder —bufo con una sonrisa sardónica y dura en los labios—. Sí, señor, a eso se le llama ser indulgente.


¿Cómo siquiera puede imaginar que hizo algo por mí?


—Hice lo que pude —repite.


No puedo más, joder.


—¿Y qué tal haberme dicho «no te preocupes, chaval, todo irá bien, yo cuidaré de ti»? —estallo distante y displicente—. ¿Qué tal no haber dejado que la abuela Sara y el abuelo Samuel me criaran? ¿Te haces una idea de lo que significa para un crío de ocho años ver a su padre caerse una y otra vez y no levantarse nunca? —Doy un paso hacia él—. Yo no soy igual que tú, porque no quiero ser igual que tú. No pienso permitir que nadie entre en mi vida porque es mía, y lo único que he aprendido de ti es que, si te destrozan el corazón, ya no vales nada.


Me equivoqué al pensar que Paula y yo podríamos ser felices. Nunca sale bien.


—Siento que pienses así, hijo.


—No te preocupes, no necesito que lo sientas.


No necesito su compasión por la mierda de padre que ha sido.


—No me has entendido —me interrumpe—. Me das pena. Puede que yo me haya pasado los últimos veinticuatro años echando de menos a tu madre y siento muchísimo si dejé de ser el padre que te merecías, pero jamás me arrepentiré de haberla querido. Acabó mal, pero alguna vez tuve algo sencillamente increíble, maravilloso, incluso un poco perfecto, y de todo eso me tocó el maldito premio gordo porque te tuve a ti. Si no dejas entrar a nadie, vas a perderte muchas cosas buenas. Es como estar muerto de frío y de pronto encontrar el calor más perfecto del mundo. Duele. Joder, duele muchísimo, pero, aunque lleve doliendo veinticuatro años, también compensa. Lo siento, siento haber dejado que tus abuelos se ocupasen de ti, no haber sido el padre que debía ser, pero, sobre todo, ahora, siento pena por ti.


Me quedo inmóvil, con la mirada clavada en él. Exhalo con fuerza todo el aire de mis pulmones mientras dejo que sus palabras me sacudan, que se entremezclen con las que dijo Jeremias justo antes de soltarle que me marchaba a Portland, con todo lo que siento por Paula.


Yo no soy como él, joder, me niego a serlo, y algún día todo lo que siento por ella dejará de doler.


—Ya te lo he dicho, no lo necesito —contesto.


Me vuelvo de nuevo y echo a andar hacia la puerta.


—¿Cómo se llama la chica? —pregunta mi padre.


Me paro, pero no me giro.


—Paula—respondo, y salgo del local.


Y otra vez todo mi mundo vuelve a estallar en pedazos.


No tengo ningún interés en regresar a casa, pero tampoco quiero preocupar a mi abuela cuando no llevo ni veinticuatro horas aquí. Entro procurando no hacer ruido y me asomo al salón, donde suena la tele. La tía Ana está sentada en el sofá viendo una reposición de «Saturday Night Live» en la NBC. Daniela se ha quedado dormida con la cabeza apoyada en su regazo. Yo las observo un momento e inmediatamente mi tía repara en mi presencia.


—Hola —susurra para no despertar a Dani.


—Subo a dormir —respondo imitando su tono y señalando a mi espalda—. ¿Nana está bien?


—Un poco preocupada —se sincera con una sonrisa—, pero nada grave. La he convencido para que subiese a dormir. Le he dicho que yo te esperaría. ¿Tú estás bien?


—Sí —me apresuro a contestar.


—Mentiroso —replica sin que la sonrisa la abandone.


Le devuelvo el gesto a modo de respuesta y subo a mi cuarto. Hoy ya he tenido suficientes charlas profundas sobre mi vida.


Tumbado en la cama, aunque es lo último que quiero, comienzo a darle vueltas a todo... a mi abuelo, a mi padre, a por qué estoy en Portland, a Paula. Desde que la conocí, supe que cada paso con ella sería una lucha, pero al mismo tiempo era extrañamente fácil, como si, que se convirtiera en la persona más importante de mi vida, fuera exactamente lo que tuviese que pasar. ¿Por qué tuvo que joderse todo? ¿Por qué tuve que perderla?


La luz del sol me molesta. Me giro en la cama, pero es inútil. 


No he podido dormir en toda la noche y tampoco voy a poder hacerlo ahora.


Resignado, malhumorado y un par de cosas más, me levanto y me sacudo los vaqueros con las palmas de las manos. Ni siquiera me molesté en desvestirme para acostarme. Lo mejor será que salga a correr. Necesito despejar la mente.


Con la siguiente pisada, mi pie tropieza con una pieza de plástico. Bajo la mirada y tuerzo el gesto al ver mi smartphone por piezas en el suelo. Las recojo, me siento en el borde de la cama y, paciente, vuelvo a montarlo.


Pulso el único botón del teléfono y, tras unos segundos, el móvil se ilumina. Tan pronto como se carga, el icono de emails vibra. Es un correo de Jeremias.


De: Jeremias Colton Enviado: 16/02/2016 19.26
Para: Pedro Alfonso
Asunto: Cunningham Media


Hemos terminado la auditoría. Todo ha salido como esperábamos, pero Hamilton insiste en desmantelar la empresa. Ni siquiera acepta oír hablar de otras posibilidades.
Deberías volver.


Tuerzo el gesto y resoplo. Cunningham Media es muy importante para Paula. No pienso permitir que el imbécil de Hamilton la haga cenizas. Reservo el primer vuelo de vuelta a Nueva York y me meto en la ducha. Sé que a Nana no va a hacerle la más mínima gracias haberme tenido aquí poco más de doce horas, pero no puedo dejar que Paula pierda nada más.


Cuando me ve bajar con el pelo húmedo revuelto y la maleta y el marinero en la mano, mi abuela deja de limpiar el aparador de la entrada y resopla, hinchando y vaciando su pecho.


—¿Se puede saber qué es lo que pasa contigo, Pedro Alfonso?


—He llamado un taxi para que me lleve al aeropuerto —anuncio dejando el equipaje sobre uno de los escalones—. Tengo que marcharme, Nana.


—Dirás que quieres marcharte —replica malhumorada.


—Es algo importante. Es trabajo.


—Tonterías. Puede que sea vieja —me advierte amenazándome con el dedo—, pero no soy ninguna estúpida. No te vas por trabajo, igual que no viniste sólo a verme.


Yo cabeceo y suspiro. Esta mujer es incasable.


—¿Cuántas veces necesitas preguntármelo para creerme? —contraataco impaciente—. Estoy bien.


—¿Por eso te peleaste en New York con Dios sabe quién o por eso fuiste ayer al bar de Earl Johnson para hacerlo otra vez?


Abro la boca dispuesto a responder, pero no se me ocurre nada, así que acabo cerrándola. Vuelvo a abrirla y vuelvo a cerrarla, hasta que finalmente suspiro exasperado.


—Algunas cosas no han salido como esperaba —me sincero a medias.


Mi impaciencia aumenta y se refleja en mi voz.


Nana enarca las cejas displicente.


—¿Y cómo se llama esa «algunas cosas»?


Me humedezco el labio inferior, manteniéndole la mirada. No quiero hablar de Paula.


—Tengo que irme, Nana —sentencio.


La quiero y lo último que deseo es preocuparla, pero no voy a sentarme a hablar tranquilamente de todo lo que ha pasado. No quiero y tampoco es una opción.


—De crío no lo pasaste bien —empieza a decir vehemente —. Todos decían que acabarías como tu padre, pero tu abuelo y yo luchamos y nos esforzamos día a día, y yo recé como una condenada cada noche y al final creo que has salido bastante decente.


—Nana...


—Así que explícame de una maldita vez por qué has venido a esconderte —me interrumpe.


—Yo no he venido a esconderme —me defiendo malhumorado.


—Oh, claro que sí —me reta llevándose las manos, incluida la que aún conserva el trapo con el que limpiaba, a las caderas.


—No se trata de eso, pero necesitaba poner distancia con... —me freno justo antes de pronunciar su nombre y mi abuela sonríe con malicia—... algunas situaciones.


—A eso se le llama esconderse —sentencia.


Resoplo exasperado y me froto los ojos con las palmas de las manos. Ocultarle algo es como luchar en la Guerra de los cien años.


—¿Qué quieres que te diga? —protesto de nuevo—. La jodí, le hice daño, y ella no va a perdonarme.


Acabo de perder la batalla.


—Quiero que me digas que vas a luchar, que la vas a recuperar. Tienes treinta y dos años y llevas demasiado tiempo impidiendo que nadie entre en tu vida.


—Es más complicado que todo eso.


—Tonterías —repite—. Cuando éramos novios, tu abuelo y yo nos peleamos y él llevó al baile del Día de San Patricio a una chica de la calle Madison. —Aunque es lo último que quiero, no puedo evitar sonreír—. Eso sí que fue complicado y, aun así, lo solucionamos. Sea lo que sea lo que hayas hecho tú, sólo tienes que ganarte que te perdone. Puede ponértelo fácil o no. Conociéndote, te merecerás que te lo ponga muy difícil, pero estoy segura de que lo conseguirás.


Mi sonrisa se ensancha. Me gustaría pensar que tiene razón, que puedo recuperarla. Mi cuerpo se llena de una mezcla de adrenalina y sangre caliente. ¿Y si puedo? ¿Y si todavía nos queda una oportunidad? Cabeceo. Pensar en esa posibilidad no va a traerme nada bueno. No quiero que Paula vuelva a sufrir.


—¿Es católica?


—No —respondo con una tenue sonrisa.


—Otra alma descarriada por la que tendré que rezar.


—Tengo que irme —repito.


Recupero las maletas y termino de bajar los pocos peldaños que me quedan. Me detengo frente a Nana. Ella sonríe a regañadientes, observa mi rostro y me da un fuerte abrazo.


—Te quiero —me dice— y tu abuelo, que Dios lo tenga en su gloria, también. El muy hijo de su madre siempre estaba enfadado. Sólo sonreía cuando tú estabas cerca.


Me aparto y frunzo el ceño, confuso. Esa historia no va así. 


Ella sonríe y asiente.


—Estaba loco por ti —afirma.


La abrazo de nuevo y definitivamente me dirijo a la puerta.


—Despídeme de la tía Ana y de Daniela.


Mi abuela asiente y yo me monto en el taxi. Suspiro hondo mientras arranca y, poco a poco, nos alejamos de la casa de mis abuelos. Las palabras de Nana se repiten en mi cabeza una y otra vez, chocándose de frente con lo que sé que pasaría cuando volviese a intentarlo y volviese a salir mal.


Aún en el taxi, mando los primeros emails. Adelanto la gran reunión y cito a Hamilton en Cunningham Media. Pienso enseñarle lo rentable que puede ser esa compañía y todo el potencial que hay en ella.


También le mando un correo a Paula. Lo escribo y lo borro una decena de veces hasta que, al final, después de releerlo, pulso el botón de enviar.




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