Está de pie a unos pasos de mí. Yo trato de recuperar el aliento, de volver a pensar, pero soy incapaz. He estado con muchas mujeres, me he peleado más de un centenar de veces y, sin embargo, esto es con diferencia lo más duro y desgarradoramente íntimo que he hecho en todos los días de mi maldita vida.
—Cuando tenía ocho años, mi madre se largó. Mi padre nunca lo superó y por eso me dejó con mis abuelos, para poder emborracharse todos los días sin que un crío que echaba de menos a su madre lo molestase. —Paula traga saliva, una lágrima escapa por su mejilla y todas las emociones, la jodida presión sobre mis costillas, vuelve—. Me tatué su nombre para recordar siempre cuánto daño puede hacerte una persona si la dejas entrar en tu vida... aunque lo cierto es que ya no lo sé. Desde que te conozco, todo sobre lo que creía estar seguro se está esfumando. Ayer me fui de tu apartamento porque necesitaba pensar. Acababas de contarme lo mal que lo habías pasado y cuánto habías luchado, y fue como si me mandaran de nuevo de una patada a Portland. A los billares, a mi infancia, a ver a mi padre tambalearse borracho hasta acabar en el suelo de un bar, a llorar llamando a mi madre hasta quedarme dormido. A sentirme solo. A sentirme enfadado. A sentirme lleno de rabia, siempre.
—Lo siento —murmura.
Todo lo que me hace sentir me sacude.
—Lo sé —replico sin asomo de dudas.
—Pero no entiendo por qué quieres que dejemos de vernos. ¿Es por mí, porque te mentí?
Es la chica más dulce de todo el jodido universo. Ha sufrido, lo ha pasado demasiado mal y no ha dejado de luchar nunca. No se merece esto.
—No —niego, y una efímera sonrisa que no me llega a los ojos se apodera de mis labios—. Es por mí, Niña Buena.
—¿Por qué? —pregunta incapaz de entenderlo, desesperada por no poder hacerlo.
Suspiro frustrado. Todo esto es demasiado duro, joder.
—Porque, si me dejáis entrar en vuestra vida y acabo jodiéndola, no me lo perdonaría, nunca. No te haces una idea de cuánto vales para mí por haber elegido quedarte con tu hijo en vez de huir.
—¿Por qué? —repite de nuevo con la voz entrecortada.
De pronto recuerdo la mañana en la que desperté y mi madre ya no estaba. Hacía mucho frío. La busqué por toda la casa y acabé yendo al trabajo de mi padre en pijama y calcetines. Cuando le conté lo que había pasado, me cogió en brazos, me montó en el coche y me llevó de vuelta a casa. Me mandó a mi habitación y él se sentó en el borde del sofá con la mirada perdida al frente. Aquel día no comí nada y me pasé ocho horas sentado en las escaleras con los mismos calcetines mojados viendo beber y llorar a mi padre.
Trago saliva. La respuesta está demasiado clara.
—Porque nadie me eligió a mí.
La rabia vuelve, la tristeza también, y el dolor se hace aún más frío y cortante.
Paula me mantiene la mirada con los ojos llenos de lágrimas, que comienzan a bañar sus mejillas.
—Yo te elijo a ti. Maxi y yo te elegimos a ti.
Sus palabras suenan en un murmullo, pero están llenas de seguridad.
Yo la miro sin poder reaccionar, aún en guardia, tenso.
—Así que, ¿qué vas a hacer, Alfonso?
No sé qué siento por ella, joder, pero ahora mismo pesa tanto que casi no puedo respirar.
—Paula —rujo.
Atravieso la distancia que nos separa, tomo su preciosa cara entre mis manos y la beso con fuerza. Ella me recibe encantada, luchando por los dos, trayéndome de vuelta.
Cuando creí que la había perdido fue sencillamente insoportable. No voy a rendirme. Me da igual que lo que tengamos dure un segundo o toda la vida, pienso luchar por ella, siempre.
La sangre recorre mi cuerpo de prisa. Me martillea en los oídos. Me separo unos centímetros y dejo caer mi frente sobre la suya.
—No sé cómo va a salir esto —le digo poniendo en palabras lo único en lo que puedo pensar—, pero, vaya bien o mal, voy a cuidar de ti, Paula, de los dos.
La beso de nuevo y ella sonríe contra mis labios. Ninguno de los dos tiene ni idea de cómo ni cuándo terminará esta historia, pero también sé que ninguno de los dos quiere estar en ningún otro lugar.
***
Salgo del Jaguar y entro en el edificio con una sonrisa de oreja a oreja. Tengo que solucionar algunos asuntos con Damian y Jeremias en la oficina. Quería quedarme con Paula, en realidad quería llevármela a mi piso y follar como locos hasta olvidarnos de si es de día o de noche, invierno o verano, pero, con una sonrisa nerviosa y un «sí, por favor, secuéstrame» suplicante en la mirada, me ha dicho que debía regresar a su apartamento. Quiere hablar con Maxi y explicarle que estamos saliendo. No puedo creerme que tenga un crío. Cuando lo vi en la puerta de su casa, creí que me estaban gastando algún tipo de broma, pero en mitad de aquel silencio sepulcral mientras preparaba el desayuno, me di cuenta de que muchas cosas encajaban: el que fuera tan increíblemente responsable, todas las veces que prefería quedarse en casa en lugar de salir a tomar algo después del trabajo como cualquier persona de su edad, Gustavo... Y de pronto comprendí que no podía culparla por no habérmelo contado. Si hace un par de meses me hubiesen preguntado si acabaría enredado con una chica con una crío, habría dicho que no; habría dicho que no a acabar enredado con una chica en general. Las complicaciones, sean las que sean, no son una opción. Sin embargo, si la pregunta hubiese incluido a Paula, habría tenido que responder que sí. Desde que la vi por primera vez, no he podido dejar de
pensar en ella ni un solo segundo.
Las puertas del ascensor se abren. Alzo la cabeza y voy a dar el primer paso para salir del elevador, pero una Eva boquiabierta al otro lado me lo impide.
—Eva —la llamo, conteniéndome por no reír—. Eva —repito.
Ella balbucea algo parecido a un «buenas tardes, señor Alfonso» y se echa a un lado para dejarme salir.
Me dirijo a nuestras oficinas. Mi recepcionista camina a mi lado, tratando de mantener mi paso y buscar información en la tablet y las carpetas que tiene entre las manos al mismo tiempo.
—Beatrice me pidió que tuviese listo los archivos de Gemma Bird para usted.
—Mándalos por mensajero al edificio Pisano y asegúrate de que se los entreguen en mano a Mariano Colby. Después llámalo y coordina con él la próxima reunión sobre los terrenos de Astoria.
Ella asiente.
—También tengo toda la documentación impresa y rellena para entregarla en la Oficina del ejercicio bursátil.
—Perfecto. Llama a Luciano Oliver, utiliza la firma electrónica de Colton, Alfonso y Brent y entrégala telemáticamente.
Eva suspira, pero asiente de nuevo.
—También tengo listas las tarjetas de memoria, señor Alfonso.
—Llévaselas a la secretaria del señor Colton. Querrá revisarlas antes de la reunión.
Pasamos por delante de la oficina de Claudio Cunningham. Lola está sola. No hay rastro de Macarena. Me fijo un poco más en su mesa.
Parece que no ha venido en todo el día o que ya se ha marchado. En cualquier caso, me parece muy extraño.
—¿Macarena ha venido hoy a trabajar? —pregunto deteniéndome en mitad del pasillo.
Eva se para, me observa confusa, lleva la vista al escritorio vacío de Macarena y después vuelve a mirarme a mí.
—No —responde—. Creo que está enferma.
Tuerzo el gesto. No, no está enferma.
—Eva, tengo que salir. Empieza por lo que te he pedido y llámame cuando lo tengas todo solucionado.
Ella asiente y me mira con cara de susto.
—Mensajero. Mariano Colby. Luciano Oliver. Y el señor Colton —digo mirándola a los ojos y guiñándole uno al final, sólo para torturarla un poco.
Eva tarda un segundo más, pero finalmente sale de su ensoñación y asiente.
La observo hasta que desaparece en nuestras oficinas y giro sobre mis pasos de vuelta a los ascensores. Quiero asegurarme de que está bien. Sé que Paula lo comprendería.
Llamo a la puerta y espero paciente a que me abra.
Macarena no tarda en aparecer al otro lado, en pijama, con el mando a distancia en una mano y una caja de pañuelos de papel en la otra.
—Pedro —murmura sorprendida—. No... no te esperaba.
De un paso, deja el mando y los pañuelos sobre el mueble de su recibidor y se alisa nerviosa la parte de arriba del pijama.
—Quería saber cómo estabas —le digo estudiándola con la mirada.
—Estoy bien —se apresura a responder—. No he ido a la oficina porque estaba muy cansada. Nada importante —añade imaginándose por qué estoy aquí—. Has sido muy amable al venir, pero no hacía falta... de verdad.
La observo y una sonrisa llena de ternura se escapa de mis labios. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que ha estado llorando. No quiero a Macarena, pero me importa. No quiero que sufra.
—¿Un café? —pregunto.
—Claro —contesta echándose a un lado de la puerta.
Con el primer paso, una sensación demasiado familiar me sacude y hace que me sienta incómodo y automáticamente pienso en Paula.
Sólo lo haces para asegurarte de que está bien, Alfonso.
Me humedezco el labio inferior y me concentro en esa idea.
La sigo hasta la cocina. Ella se dirige hacia uno de los armaritos y saca dos tazas. Yo me siento en uno de los taburetes.
—Entonces, ¿estás bien?
Macarena se gira, me mira con sus ojos heterocromáticos y asiente con una sonrisa.
—No quería preocuparte —contesta.
Niego con la cabeza.
—La que no tiene que preocuparse eres tú —replico—. Que ya no nos acostemos no significa que no me importes.
Ella se queda observándome unos segundos y finalmente cabecea, a la vez que una sincera sonrisa se apodera de sus labios.
—¿Sabes? —empieza a decir, como si ya no pudiese contener más sus palabras—. No sé si siempre has sido así y yo no había sido capaz de verlo o es que realmente has cambiado, Pedro Alfonso.
—¿A mejor o a peor? —bromeo como mecanismo de defensa. Soy consciente de que he cambiado, pero ni siquiera yo sé cómo ha pasado. —A mejor —sentencia con una seguridad aplastante—. Sin duda alguna.
Sonrío. Paula. Ahora mismo no puedo pensar en otra cosa.
Si alguien me ha hecho ser una persona mejor, ha sido ella.
—Bueno, cambiemos de tema —comento veloz—. Cuéntame algo de ti.
—¿A estas alturas quieres conocerme mejor? —pregunta socarrona.
Mi sonrisa se ensancha, pero al mismo tiempo se hace más triste. Supongo que no le falta razón.
—Sé que es un poco estúpido, pero creo que al menos te debo eso.
Macarena se queda otra vez en silencio y vuelve a asentir con una sonrisa.
—¿Qué quieres saber? —inquiere.
—Empecemos por algo fácil.
Llaman a la puerta. Macarena mira hacia el rellano y a continuación se gira hacia mí.
—Estoy preparada —responde burlona, echando a andar hacia la puerta.
Yo lo pienso un segundo. Vamos a por los clásicos.
—¿De dónde eres?
—Ésa es muy sencilla —se queja abriendo la puerta—. Soy de Saint Lake City.
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