martes, 1 de agosto de 2017
CAPITULO 41 (TERCERA HISTORIA)
Me levanto más temprano que cualquier otro día. Me preparo para trabajar y hago el desayuno. Estoy nerviosa. Le estuve dando vueltas a las palabras de Saint Lake City durante horas hasta que finalmente me dormí. No soy tan ilusa de pensar que Pedro esté enamorado de mí, pero sí es cierto que lo que tenemos, aunque sea complicado y confuso, es especial. No puedo rendirme. Muchas veces me he preguntado si Pedro quería que luchara por él, aunque con sus palabras me estuviese diciendo justo lo contrario, ¿y si ésta es una de esas veces?
Hace un frío que pela y las calles están nevadas. Cojo a Maxi de la mano y caminamos con cuidado por la 93.
—Mamá, no necesito que me lleves de la mano —se queja—. Ya tengo diez años.
—Eres el chico más guapo de la calle y quiero presumir —replico con una sonrisa.
Él frunce los labios y sonríe con la mirada clavada en sus pies, pero no se suelta. Menudo sinvergüenza está hecho.
—Mamá, ¿cómo es Portland?
¿Qué? Desde luego ésa es la última pregunta que me esperaba esta mañana.
—No lo sé —resoplo incómoda—... Nunca he estado allí, pero creo que debe de ser un lugar bonito. Con muchos árboles, un río e imagino que siempre llueve. Supongo que se parece a Seattle.
—¿Y por qué Pedro se mudó desde allí para vivir en Nueva York?
Maldita sea, esa pregunta tampoco me la esperaba.
—No lo sé —repito—, muchas personas se mudan a Nueva York para estudiar o para trabajar, o simplemente porque les gusta esta ciudad. Tenemos mucha suerte de haber nacido aquí.
Maxi asiente.
—Nueva York me gusta mucho —dice con una sonrisa.
—A mí también.
—Y también tiene muchos árboles, en Central Park. ¿Crees que por eso Pedro decidió mudarse aquí?
Tres de tres.
Me freno en seco y él lo hace a mi lado.
—¿Por qué me haces tantas preguntas sobre Pedro?
—No lo sé —responde encogiéndose de hombros—. Me cayó bien.
—Apenas hablaste con él.
—No lo sé —repite. Las preguntas incómodas y esa expresión parecen haberse convertido en las frases estrellas de esta mañana—. Adela siempre dice que sólo se necesitan cinco minutos para saber si podrás ser amigo de una persona.
Lo miro sopesando sus palabras. Me pregunto si esa regla es aplicable a todo, si los cinco primeros minutos con alguien sirven para saber si querrás a esa persona en tu vida o no.
En mis cinco primeros minutos con Pedro, quise estrangularlo con su propia corbata. Supongo que al final eso sólo demuestra que no necesitó más que unos segundos para atravesar mis defensas y poner patas arriba toda mi vida.
—Me gusta que Pedro te caiga bien —digo con una sonrisa, relajándome.
—Vale —responde con total naturalidad.
Mi sonrisa se ensancha y echamos a andar de nuevo. Sería genial si todavía pudiésemos tomarnos la vida como críos de diez años.
Lo dejo en el colegio a unas pocas manzanas y corro hasta la parada de metro. Conforme van pasando las estaciones, los nervios burbujean con más fuerza en la boca de mi estómago. Cuando me bajo en la parada de la calle 50, me sudan las manos y creo que estoy al borde de la taquicardia.
Saludo al portero y subo a Cunningham Media. Dejo mi abrigo y mi bolso en mi despacho y voy decidida hasta el acceso a las escaleras. Fingir una seguridad que no siento siempre me ha dado resultado. Además, llevo mis Manolos.
Esta mañana toda la ayuda que pueda reunir será bienvenida.
Me detengo en el último peldaño y me llevo el pulgar a los dientes. Estoy muy nerviosa. Tras unos segundos me obligo a coger una bocanada de aire y a echar a andar de nuevo.
Al entrar en la estancia, inmediatamente me hago consciente de dónde está Pedro: de pie, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones y la mirada perdida en el ventanal. No parece haber dormido mucho y en todo su cuerpo reluce la misma tensión que lo envolvía en mi apartamento. Aun así, está guapísimo. Creo que nada ni nadie podrían acallar esa oleada de atractivo.
Doy un paso más y vuelvo a coger aire. Agacho la cabeza.
Tengo muy claro lo que quiero decirle, no entiendo por qué es tan difícil, por qué estoy tan nerviosa, por qué estoy tan asustada.
—¿Por qué no me lo contaste? —me pregunta sin mover su mirada del Rock Center.
Yo alzo la mía.
Ha llegado el momento de echarle valor, Bluebird.
—No te lo conté antes porque no sabía cómo hacerlo... y después tuve miedo.
—Miedo, ¿de qué?
—De ti, de que salieras huyendo.
Pedro cabecea a la vez que deja escapar un fugaz y malhumorado suspiro en una sonrisa aún más breve y exasperada.
—¿Por qué siempre tienes que dar por hecho que saldré huyendo? —inquiere dando un paso hacia mí, mirándome al fin.
Es un mujeriego. No quiere complicaciones. Lo más lógico es pensar que lo hará.
—Porque es lo que haces, Pedro.
—No, joder, no —replica furioso— y mucho menos contigo —sentencia.
Por un momento sus palabras se quedan entre los dos.
Tiene razón. Jamás me ha tratado como trata a las otras chicas. Puede que esté asustada e inquieta y me haya comportado como una idiota, pero jamás podría negar eso.
—Tenía derecho a saber que tenías un crío —continúa.
—Y ahora que lo sabes, ¿qué vas a hacer?
La tensión empieza a poder conmigo y mi pregunta se llena con las lágrimas que no me permito llorar.
Pedro recorre mi rostro con sus ojos azules. Intento leer en ellos, pero no soy capaz. Parece más enfadado, más frustrado, incluso más desesperado, pero también más triste. Alza la mano, pero, cuando está a punto de tocar la mía, la baja de nuevo hasta su costado, cerrándola en un puño lleno de rabia.
—Voy a hacer lo mejor para ti y para Maxi —responde con la voz enronquecida—. Esto se ha acabado, Niña Buena. Tienes que encontrar a alguien que te convenga.
Niego con la cabeza. Sólo es una excusa. No quiere estar conmigo. De pronto un furioso enfado serpentea por todo mi cuerpo. No quiere tener una carga que en el fondo no le pertenece. Nunca he encajado en lo que Pedro busca en una mujer y ahora lo hago mucho menos. Sólo es un cobarde y tiene razón, Maxi y yo nos merecemos algo mejor.
Salgo disparada. Pedro corre tras de mí, pero no me detengo.
—Paula —me llama.
Alcanzo las escaleras.
—Paula, espera.
—No, ya has dicho todo lo que tenías que decir —replico furiosa, sin detenerme, sin ni siquiera mirarlo—. No quieres estar con una madre soltera y, créeme, te entiendo.
—Joder, no es eso.
Él también suena enfadado, pero no me importa.
—Claro que es eso —replico.
Bajo los últimos peldaños. No tiene por qué darme más explicaciones. Ni siquiera las quiero. Tiene razón, todo esto se ha acabado.
—Evelyn es el nombre de mi madre —dice a mi espalda, deteniéndose en mitad de la escalera.
Yo me quedo clavada en el suelo y un centenar de ideas diferentes pasan por mi cerebro sin que pueda atrapar ninguna. Me giro despacio con un «¿qué?» tembloroso en los labios, mientras trato de recordar si alguna vez, en las miles de conversaciones que hemos mantenido, me ha hablado de su madre.
Nunca lo ha hecho.
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Uyyyyy, la que se armó. Buenísimos los 3 caps.
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