martes, 1 de agosto de 2017
CAPITULO 39 (TERCERA HISTORIA)
Confusa, miro hacia el recibidor y a continuación el reloj de la cocina. ¿Quién puede ser a esta hora un domingo por la mañana? Dejo el paño sobre la encimera mientras echo un vistazo rápido a las tortitas y me dirijo hacia la puerta.
—Mamá —vuelve a llamarme Maxi.
—Sí, ya voy, peque —digo sólo a unos pasos—. ¿Se puede saber quién es?
La última palabra se evapora en mis labios cuando veo a Pedro al otro lado de la puerta. Mi vida complicada y todo lo que complica mi vida ahora mismo acaban de chocar de frente como dos trenes de mercancías.
—¿Qué... qué haces aquí? —murmuro.
Él me mira sin poder terminar de creer lo que tiene delante.
No lo culpo. De repente me siento como una completa idiota por no haberle contado antes que tengo un crío, pero al principio no pensé que fuese asunto suyo, después Pedro simplemente era una manera de probar lo que nunca había tenido, y, al final, todo era ya demasiado difícil y confesar que había sido madre con diecisiete años me pareció que era tensar demasiado la cuerda.
—Paula —susurra—. Joder, Paula...
No sé si está enfadado o muy sorprendido. Me revuelvo nerviosa y me mordisqueo el pulgar sin saber qué hacer.
¿Qué coño puedo hacer? Agarro a Maxi por los hombros y lo acerco a mí.
—Estamos haciendo tortitas para desayunar —le dice Maxi—. ¿Quieres?
Pedro lo observa pasmado y, tras unos segundos, alza la cabeza y me mira a mí. Creo que ahora mismo está tan perdido como lo estoy yo.
—A lo mejor Pedro tiene cosas que hacer —lo salvo.
—No —se apresura a responder—. Me tomaré esas tortitas.
Su voz ha cambiado. Levanto la vista sorprendida. Toda su seguridad vuelve de golpe y comprendo que acaba de recuperar el control de la situación.
Yo asiento despacio y me hago a un lado con Maxi para que Pedro entre. Cierra la puerta tras su paso y nos quedamos frente a frente, con su mirada atrapando por completo la mía. De pronto parece que el recibidor no mide más de dos centímetros. Me falta el aire.
—Mamá —me llama Maxi, pero no lo escucho—. Mamá —repite—. ¡Mamá!
—¿Sí? —contesto, obligándome a apartar la vista de Pedro.
—Las tortitas se van a quemar —me recuerda.
—Joder, sí —caigo en la cuenta, llevándome la mano a la frente y regresando a la cocina a paso ligero—, las tortitas.
Oigo pasos a mi espalda. Sé que es Maxi, pero también sé que es Pedro. Todo mi cuerpo lo sabe.
—Has dicho una palabrota —me señala mi pequeño.
—¿En serio? —murmuro nerviosa volviéndome, pero, en cuanto mi mirada se encuentra de nuevo con Pedro, me giro otra vez—. No me he dado cuenta de que la decía.
Suspiro con fuerza. Le doy la vuelta a las tortitas.
—Adela dice que esa excusa no vale —replica Maxi.
—Pues tiene razón —contesto.
Doy un paso a mi izquierda y abro el armarito. Al intentar coger un plato, estoy a punto de tirar dos y me giro exasperada.
—Jo... —protesto.
Maxi enarca las cejas desde el taburete al otro lado de la isla de la cocina con esa sonrisilla socarrona que se le da tan bien poner.
—Quiero decir, maldita sea —rectifico.
Pedro me observa un momento y, sin pronunciar una palabra, camina hasta mí. Me quita la pala de la mano, recupera el plato y sirve las tortitas. Yo lo miro sin saber qué decir, otra vez. Durante unos minutos nos quedamos así. Pedro preparando en mi cocina el desayuno para Maxi, para él y para mí, yo observándolo como si me hubiese transformado en una estatua de sal y mi hijo siendo testigo de todo.
—Será mejor que pongas la mesa —me dice con la voz grave.
Asiento y, torpe, me muevo hasta la mesa redonda a unos pasos. Regreso avergonzada al cabo de un segundo a recoger las cosas que debo llevar. Ni siquiera había cogido un mísero mantelito.
—Vamos, Maxi —lo llamo revolviéndole el pelo—. La mesa está lista. Siéntate.
Se baja del taburete de un salto y camina rápido hasta la mesa. Yo regreso despacio hasta Pedro y me quedo de pie a su espalda. Quiero explicarle todo lo que ha pasado, decirle que no fue mi intención mentirle o por lo menos no así. Me humedezco el labio inferior. Los ojos se me llenan de lágrimas. ¿Qué estará pensando ahora mismo?
Probablemente no quiera volver a verme y, maldita sea, tampoco podría culparlo por eso. Alzo la mano despacio, sólo quiero tocarlo, saber que de alguna manera no está todo perdido, pero, cuando estoy a punto de hacerlo, él se gira con un plato lleno de tortitas en la mano.
Otra vez me mira, pero, tal y como hizo antes, no dice nada.
Vamos, idiota, di algo. Explícale por qué no le hablaste de MaxI.
Antes de que pueda decir nada, exhala con fuerza todo el aire de sus pulmones sin levantar sus ojos de los míos y echa a andar hacia la mesa. Yo me tomo un segundo y lo sigo. Fui una completa imbécil y ahora estoy pagando las consecuencias.
Nos sentamos y en silencio comenzamos a comer. No he probado bocado, pero, por la cara que pone Maxi, el desayuno debe de estar delicioso.
—¿Te gusta el fútbol, Pedro? —pregunta Maxi revolviendo un trozo de tortita con el tenedor.
Pedro frunce el ceño aturdido, como si lo sacaran de un sueño.
—Sí... pero prefiero el rugby.
—Yo también —replica mi hijo asintiendo—, aunque lo que de verdad me encanta es el soccer. Mi equipo favorito es el New York City. El dueño también lo es del Manchester City, uno de los equipos más importantes de Europa. —Guarda silencio un segundo—. ¿Tú de dónde eres?
—Soy de Portland.
Maxi lo piensa un instante.
—No conozco ningún equipo de soccer de Portland.
—Los Portland Timbers —pronuncia distraído.
—No los conozco —responde al cabo de unos segundos en los que imagino que ha repasado todo lo que sabe de la MLS.
Yo observo toda la conversación. La situación es extraña, pero no incómoda, como si no lo fuera que Maxi y yo compartiésemos mesa y desayuno con Pedro, que él nos hubiese preparado tortitas un domingo cualquiera.
—Ya he terminado —me anuncia Maxi—. ¿Puedo ir a casa de Amelia? Me prometió que, si hacia los deberes anoche, hoy veríamos la última película del Capitán América en Netflix.
Sonrío procurando aparentar toda la normalidad que soy capaz y asiento.
—Lleva tu plato al fregadero.
—Vale.
Recoge su plato y su vaso, los deja en la pila y sale del apartamento.
—Adiós, peque.
—Adiós, mamá.
Cierra la puerta y esa última palabra se queda flotando entre los dos.
Yo cojo aire y aprieto los puños con fuerza, reuniendo valor.
Será mejor que empiece a hablar ya. No sé cuánto tiempo tengo antes de que se levante y decida que no quiere volver a verme, y necesito que entienda por qué he hecho lo que he hecho.
—Pedro, yo...
—¿Quién es el padre de Maxi? —me interrumpe.
Suena calmado, demasiado, y eso me resulta intimidante.
—Gustavo —contesto en un golpe de voz.
—¿Por eso te marchaste con él?
Asiento.
—Sí —me reafirmo—. Había quedado en recoger a Maxi y pasar con él el fin de semana, pero en el último segundo decidió no aparecer, cosa que hace bastante. Adela, la madre de Amelia, me llamó. — Resoplo con fuerza—. Me encantaría poder echar a Gustavo de mi vida y no volver a verlo nunca, pero es el padre de mi hijo.
Ahora es él quien asiente. Me alegra que, por lo menos, ese punto haya quedado claro. No quiero que piense ni por un segundo que aún hay algo entre Guatavo y yo.
—¿Habéis estado casados?
—No —me apresuro a responder—. Gustavo fue mi primer novio. Íbamos juntos al instituto. Tenía diecisiete años cuando me quedé embarazada. Era la primera vez que me acostaba con alguien. —Sonrío, pero el gesto no me llega a los ojos—. Cuando se lo conté a mis padres, me pidieron, me exigieron — rectifico casi con la misma impotencia que sentí entonces— que abortara. Yo no quise hacerlo. Gustavo me prometió que todo saldría bien, que nos fugaríamos, nos casaríamos y seríamos felices, pero, cuando su familia se enteró y amenazó con no darle un solo centavo más, Gustavo se echó atrás y me abandonó en una pensión de la calle 43 Este con diecisiete dólares.
Pedro aprieta la mandíbula y todo su cuerpo se tensa.
Supongo que no es una historia que a nadie le guste escuchar.
—No sabía adónde ir —continuo—. No podía volver a casa. Mis padres no querían saber nada de mí. Amelia y yo éramos amigas. Adela se enteró de lo que pasaba y me llevó a vivir con ellas. No sé qué habría hecho de no ser por ellas. Cuidaron de mí entonces y ahora me ayudan a hacerlo de Maxi.
—¿Cómo terminaste trabajando para Hernan? —inquiere frío, como si quisiese unir todas las piezas de un puzle.
—Terminé el instituto y me matriculé en la universidad en horario nocturno. Necesitaba dinero. Probé en muchos sitios, pero nadie quería contratarme. En Cunningham Media buscaban recepcionista y me presenté a la entrevista. Imagínate, diecisiete años, madre soltera y estudiando por las noches; mi disponibilidad horaria no era lo que se dice flexible, pero, aun así, Hernan me contrató, por eso me salvó. Durante los años siguientes, me esforcé muchísimo, terminé la universidad y él me fue dando todas las oportunidades hasta convertirme en su vicepresidenta.
Creo que ahora entiende un poco mejor todo lo que Cunningham Media y Hernan significan para mí.
—¿Y tus padres nunca volvieron a buscarte?
Niego con la cabeza.
—Mi padre murió una semana después de que yo me fuese de casa. Siempre me he sentido muy culpable por eso. Tal vez si me hubiese quedado o por lo menos le hubiese dicho dónde estaba... — Suspiro con fuerza y una lágrima cae por mi mejilla. Adoraba a mi padre—. Ni siquiera pude despedirme de él. —Trago saliva y suspiro de nuevo cuadrando los hombros. No quiero llorar—. Un día, llevaba más o menos un mes fuera, mi hermano Sebastian se presentó en casa de Adela. Se ofreció a pagar todas las
facturas del médico y a darle a Adela un dinero mensual. Ella se negó y yo también, pero, aun así, mandaba un cheque todos los meses. Fue el único de mi familia que hizo algo por mí. Yo ni siquiera llevo el apellido familiar. Chaves era el apellido de soltera de mi madre.
Pedro me observa un segundo más, farfulla algo que no logro entender y se levanta de golpe. Recoge los platos y los lleva hasta el fregadero. El gesto está lleno de rabia, pero al mismo tiempo hay mucha familiaridad, como si conociese cada centímetro de esta casa y se sintiese muy cómodo en ella, conmigo.
Automáticamente me recuerdo sólo con mi camiseta y mi ropa interior en su cama. Entonces dijo que le gustaba que estuviese así, que esa clase de intimidad y confianza fuese algo común para nosotros.
Al dejar los platos en la pila, se queda inmóvil. Resopla con fuerza alzando la cabeza y se pasa una mano por el pelo hasta dejarla en la nuca.
—Todo esto es una maldita putada —gruñe como si no pudiese aguantar más esas palabras—. Me estás diciendo que tuviste un crío con diecisiete años y que tus padres te abandonaron. —Cabecea. Ahora mismo la rabia lo inunda todo dentro de él—. Joder, Paula—sisea.
Sé por qué lo dice. Sé que suena muy duro, pero, gracias a
Dios, aunque lo fue, también aprendí mucho y encontré a la gente más maravillosa del mundo en el camino.
—Pedro, soy feliz y también lo fui entonces —trato de hacerle entender con la voz impregnada de ternura—. Adela, Amelia, Hernan y otras personas muy importantes para mí se convirtieron en mi familia. Fue duro y pasé un miedo terrible, pero tuve a Maxi y sólo por eso todo lo demás mereció la pena.
No dice nada, ni siquiera se mueve, pero su cuerpo sigue reflejando la misma tensión. Finalmente vuelve a pasarse las manos por el pelo, esta vez las dos, se aleja un paso del mueble y comienza a andar hacia la puerta. Yo lo observo recorrer mi apartamento sin poder reaccionar. Recoge su marinero del recibidor y abre la puerta. Quiero pedirle que no se vaya, pero las palabras se niegan a cruzar mi garganta.
Estoy triste y nerviosa y me odio a mí misma por haber cometido el estúpido error de ocultarle todo esto.
—Se parece a ti —dice aún sosteniendo la madera, con la mirada clavada en sus propios pies.
Pedro se vuelve y su mirada atrapa la mía una vez más. Por un momento tengo la sensación de que va a quedarse, que va a decirme que nada de lo que le he contado ni el hecho de no habérselo dicho antes importa... pero no lo hace. Se marcha y yo me quedo mirando la puerta, conteniendo las lágrimas. No va a perdonarme.
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