jueves, 29 de junio de 2017

CAPITULO 58 (PRIMERA HISTORIA)




No sé cuánto tiempo ha pasado. No mucho, porque Jeremias y Octavio aún no han regresado del almuerzo. 


Todo está muy tranquilo, en perfecto silencio, cuando oigo gritos al otro lado del pasillo e inmediatamente adivino que es Pedro. Me levanto despacio, acercándome a una de las
paredes de cristal de mi pecera. En ese instante él sale de su despacho rugiendo por su iPhone y se queda a unos pasos de la puerta. Sea quien sea quien esté al otro lado, le están echando la bronca de su vida.


—… No, el problema aquí es que yo no tengo por qué cargar con ningún gilipollas que no sabe hacer su trabajo. Te quedas fuera y voy a asegurarme de que no consigas trabajo en esta ciudad ni en una puta recepción. No te confundas, no es por el dinero. Me has hecho perder mi tiempo y eso me lo vas a pagar.


Cuelga y en el mismo momento lanza el teléfono contra la pared. A pesar de estar viéndolo, el sonido me sobresalta. Su iPhone de última generación se hace añicos y se esparce por todo el suelo del pasillo.


—¡Joder! —masculla furioso, frustrado, a la vez que se pasa las dos manos por el pelo.


Aún tiene los dedos enredados en su maravilloso cabello castaño cuando alza su mirada y otra vez se encuentra con la mía. A veces tengo la sensación de que es la propia gravedad la que nos atrae irremediablemente el uno hacia al otro. Sin dejar de mirarme, Pedro baja los brazos y los deja caer hacia sus costados, como si estuviese cansado de luchar, de echarme de menos, de ese «sólo trabajo» que, aunque es lo mejor para los dos, no es lo que ninguno quiere.


Se humedece los labios y pronuncia sin emitir sonido alguno un «lo siento» que traspasa todo el aire entre los dos y llega hasta mí, claro, sincero, pero sobre todo muy triste. ¿Qué fue lo que pasó aquella noche?


Pedro desata nuestras miradas y con paso lento regresa a su oficina.


Yo me quedo de pie, inmóvil, observando el teléfono destrozado sobre el parqué y de pronto sé lo que tengo que hacer. Rodeo mi mesa, abro el último cajón del coqueto mueble gris marengo y saco algo de él.


Con paso decidido, salgo de mi despacho y voy hasta el de Pedro.


Golpeo la puerta suavemente pero, antes de que pueda darme paso, entro escondiendo las manos a mi espalda para ocultar lo que llevo en ellas. Al verme, Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones y clava su mirada en mí, observándome hasta que me coloco al otro lado de su mesa, frente a él.


Yo respiro hondo, reuniendo un poco de valor; no tengo muy claro cómo va a tomárselo y, con cuidado, dejo su Alfa Romeo de colección sobre la mesa. Pedro me mira con los ojos como platos y, despacio, se recuesta en su elegante sillón. Está sopesando qué hacer conmigo. Será mejor que diga lo que tengo que decir antes de que lo decida.


—Pensaba enviártelo pieza por pieza con notas de esas anónimas con letras recortadas de revistas —me sincero—, pero después pensé que, con lo obsesivo y controlador que eres, mandarías la nota a analizar al FBI y, con lo patosa que soy yo, habría ADN mío mezclado con pegamento por todas partes y, al final, me descubrirías igual. Así que es mejor así.


Pedro me mira durante lo que me parece una eternidad hasta que, como si no fuese capaz de disimularlo más, sus labios se curvan en una incipiente sonrisa.


—Supongo que puedo prescindir de los federales —bromea.


Yo asiento fingidamente sería, tratando de ocultar una divertida sonrisa.


—Como justo castigo, estoy dispuesta a arreglarte un poco este desastre de escritorio —digo comenzando a recoger papeles y carpetas.


Me observa sin decir una palabra.


—¿Sabes? Para ser alguien que odia ver su mesa llena de papeles… —dejo socarrona la frase en el aire mientras continúo recogiendo.


Pedro se levanta, me quita las carpetas de las manos y las lleva a la estantería.


—¿Me estás ayudando? —bromeo—. Estoy casi sorprendida.


Sigue sin decir nada, pero puedo notar cómo me observa a mi espalda. De pronto mis movimientos se hacen más lentos. Sus ojos incendian mi piel donde se posan, haciéndome increíblemente consciente de que está ahí, justo detrás de mí. De un paso elimina la distancia que nos separa. Sus labios suspiran suavemente contra mi pelo y su mano vuela hasta posarse abierta y posesiva sobre mi estómago.


—¿Por qué no te rindes? —susurra a mi espalda con esa voz tan endiabladamente ronca y sensual.


Mi respiración se acelera de inmediato y todo mi cuerpo se tensa, se carga de adrenalina, de pura electricidad, de deseo, de amor.


—Ríndete, por favor —me ordena y me suplica al mismo tiempo—.Dame por imposible, Pecosa, porque ya no puedo más.


No sé si soy yo la que se gira entre sus brazos o es él quien me gira en un fluido movimiento que hace que sus manos se deslicen despacio por mi cuerpo hasta quedarse ancladas en mis caderas, dejándonos frente a frente, aún más cerca en todos los sentidos.


Pedro apoya su frente en la mía. Su respiración también es un caos y todo el calor que desprende su cuerpo atraviesa su ropa y la mía y me calienta, grabando a fuego en mi piel que le pertenezco, que le perteneceré siempre.


Inclina la cabeza, busca mi boca con la suya y me besa. Un beso corto, suave, un leve roce que me recuerda todos y cada uno de los besos que me ha dado, todo lo que he sentido con cada uno de ellos. Suspiro bajito y el sonido se entremezcla con un gruñido masculino y sensual que atraviesa su garganta. Ése parece ser el pistoletazo de salida para Pedro y me besa con fuerza, traduciendo su suplica más desesperada, dejándome claro que me necesita tanto como yo lo necesito a él. ¿Que me quiere tanto como yo lo quiero a él?






CAPITULO 57 (PRIMERA HISTORIA)





El lunes siguiente, y por lo tanto la semana, parece que empieza mejor. Estoy cantando bajo la ducha los grandes éxitos de Icona Pop y, cuando llega el turno de We got the world, tengo hasta coros, ya que Lola está en el baño embadurnándose de pies a cabeza con crema hidratante con olor a cerezas.


Entro en la oficina peleándome con la misma hebra de hilo. Esto ya es algo personal. Se trata de ella o yo. Sin embargo, en la parte más cruenta de la batalla, Beatrice, la secretaria de Jeremias, me llama desde el pasillo. Quiere verme. Es urgente.


El asunto McCallister sigue sin solucionarse. Parece que las cosas no están saliendo como quieren en el edificio Pisano. Todos están muy cabreados. Jeremias planea hacer un control de daños y necesita que revise una cantidad de carpetas casi indiabladas. Me pide perdón por adelantado y me promete que, si lo tengo listo a tiempo, se pensará lo de añadir Chaves al nombre de la empresa.


Visto lo visto, esta mañana me quedo sin ir a la universidad.


A eso de las dos decido tomarme un descanso. Estoy muerta de hambre. Me pongo mi gorrito de lana y mi abrigo rojo de doble abotonadura y salgo de mi pecera. Además, parece que todos se han marchado ya a comer.


—¡Pecosa! —grita desde su despacho.


Parece ser que no todos.


—¿Qué quieres? —le pregunto desde el vestíbulo.


Llevo toda la mañana mirando papeles. Me merezco cinco minutos y un refresco con una cantidad casi ridícula de azúcar.


Durante unos segundos, no obtengo respuesta, pero entonces oigo unos pasos lentos y seguros y Pedro se asoma a la puerta de su oficina.


Se detiene bajo el umbral y apoya una de sus manos en el marco, mirándome de arriba abajo. Está enfadado y guapísimo, aunque hago todo lo posible por no sorprenderme. La ecuación no podría ser más mezquina: cuanto más furioso, más atractivo y, con todo el tema de Mariano Colby y el edificio Pisano, está llegando a unos niveles de locura absoluta. No me extrañaría que más de una pobre e inocente transeúnte le hubiese lanzado las bragas cuando ha visto bajarse a semejante dios griego del jaguar esta mañana.


—¿En qué momento has tenido la brillante idea de que tengo por qué darte algún tipo de explicación? —Genial, está de un humor maravilloso —. A mi despacho, ya —ruge regresando a su oficina.


Yo alzo la mirada al cielo a la vez que resoplo y me quito mi gorro.


Me he quedado sin descanso.


Entro en el despacho de Pedro desabotonándome el abrigo. Lo dejo con cuidado sobre el sofá y encima tiro mi gorrito. Me revuelvo el pelo para darle un poco de forma y cierro la puerta. Después giro sobre mis talones y finalmente camino hasta colocarme frente a su mesa. Todo bajo su atenta mirada.


—¿Algo más? —pregunta arisco.


Entonces decido que sí. Me inclino, sólo un poco, y finjo quitar una mota de polvo de una de mis medias. Después me aliso la falda de mi vestido con bonitos motivos marineros estampados. Y, para terminar, me meto un mechón de pelo tras la oreja. Todo de nuevo bajo su atenta mirada. No sé por qué me gusta provocarlo así. Un día va a estallar y vamos a acabar como los protagonistas de Los inmortales, sólo va a haber sitio en este planeta para uno de los dos, pero es que puede ser tan gilipollas que simplemente se lo merece.


—Lista —le comunico con una impertinente sonrisa.


—Pecosa —me reprende.


—¿Qué quieres? —repito cruzándome de brazos porque, por mucho que no quiera, ese tono sigue intimidándome y continúa resultándome demasiado sexy al mismo tiempo.


Por una décima de segundo sonríe con algo de malicia.


Tiene perfectamente claro hasta qué punto me afecta todavía.


—¿Me puedes explicar qué es esto? —inquiere sosteniendo una carpeta en alto.


La observo unos segundos. No necesito más para reconocerla.


—Es mi balance de las subcontratas de Nikon para Murray y Salas.


Pedro sonríe displicente.


—Habla con propiedad, Pecosa —replica arisco—. Es exactamente todo lo que no hay que hacer en un balance de subcontratas. No sé si lo sabes, pero la psicología inversa no se refiere a eso. Rehazlo.


Cojo la carpeta de mala gana y giro sobre mis pasos. No sólo acabo de perder mi descanso, sino que encima voy a tener que pasarlo rehaciendo cuentas.


—¿Dónde te crees que vas? —gruñe.


—A rehacer el informe —contesto como si fuera obvio.


—De eso nada —me corrige sin levantar su vista de los documentos que revisa—. Lo rehaces aquí, donde pueda controlarte y evitar que se te vaya el santo al cielo pensando en lo que sea que pienses para ser tan increíblemente torpe.


Lo miro conteniéndome por no coger el teclado y lanzárselo a la cabeza. Dudo que se pueda ser más odioso, aunque cada vez que dice este tipo de cosas creo que se supera.


A regañadientes, me siento en el sofá y comienzo a trabajar en el balance. No he avanzado mucho cuando, involuntariamente, alzo la mirada y me encuentro con Pedro


Está muy concentrado revisando unos papeles. Se pasa la mano por el pelo sin apartar la vista del documento y por un momento la luz juega a que sus ojos sean verdes. Y yo de pronto me siento como si no hubiesen pasado ya diez días desde que estuve sentada en este mismo sofá por última vez.


Al darse cuenta de que lo observo, Pedro alza la cabeza y nuestras miradas se encuentran.


—¿Qué? —pregunta con una suave sonrisa, absolutamente sincera y preciosa.


—Nada —respondo apartando mi mirada de la suya y centrándola de nuevo en los balances.


¿Por qué tiene que ser tan guapo? Ése es el principio de 
todas mis desgracias.


Trato de centrarme en mi balance y me prohíbo mentalmente volver a mirarlo. Me cuesta un mundo pero poco a poco voy concentrándome en los números y consigo mantener mi libido, y esa parte de mí que siempre va vestida con pijamas de Hello Kitty, a raya.


Casi he terminado cuando me topo con un gráfico que soy incapaz de descifrar. El logaritmo con el que está escrito me parece chino mandarín y, por más vueltas que le doy, no puedo resolverlo, aplicarlo y, por lo tanto, saber si está o no bien configurado.


Pedro —lo llamo con la vista aún puesta en los papeles, mordiendo la parte de atrás de mi lápiz—, tengo un problema con este logaritmo.


Al fin alzo la cabeza y encuentro su mirada lista para atrapar la mía.


Es indomable, salvaje, es la mirada más espectacular que he visto en mi vida. Por un momento nos quedamos observándonos, pero casi en ese mismo instante me doy cuenta de la mala idea que es, supongo que como él, porque los dos apartamos la vista y volvemos a concentrarnos en nuestros respectivos documentos.


—Ya te pago la universidad. No pienso darte clases particulares. Si tienes dudas, resuélvelas y sigue con tu trabajo.


Frunzo los labios. Quiero gritarle que él no me paga nada, que es un préstamo que me ha hecho la empresa, pero incluso yo soy consciente de que eso es una estupidez.


Me levanto resoplando para demostrarle lo enfadada que estoy y me encamino hacia la puerta.


—¿Adónde coño vas? —pregunta arisco.


—A resolver mis dudas —le aclaro displicente.


Pedro se deja caer sobre el sillón a la vez que resopla brusco.


Parece que él también quiere demostrarme lo enfadado que está.


—No vas a salir de aquí.


Y a cada palabra, su voz se ha vuelto más grave, más sensual.


Pedro —le reprendo en un murmullo.


No entiendo a qué ha venido ese comentario.


—¿Qué? —replica veloz sólo para no dejarme pensar.


Yo trago saliva y, nerviosa, clavo mi mirada en mis propias manos.


—Sólo trabajo, ¿recuerdas? —le digo haciendo referencia a las mismas palabras que él pronunció en este despacho hace más una semana.


La expresión de Pedro cambia de nuevo. Se vuelve más fría, incluso intimidante, al mismo tiempo que un millón de emociones atraviesan su mirada.


—Eso no lo dudes —sentencia con la voz imperturbable— y de paso recuérdatelo la próxima vez que te quedes mirándome embobada.


—Eres un gilipollas —siseo herida



¿Por qué tiene que comportarse así?


—Puede ser, pero no vuelvas a recordarme lo que hay entre nosotros.Lo tengo clarísimo.


—No volverá a pasar, señor Alfonso.


Ese «señor Alfonso» le ha dolido, pero no me importa.


Recojo los documentos y las carpetas de la pequeña mesa de centro y voy hasta la puerta. Puede exigirme que sea profesional, pero tenerme en su despacho simplemente porque le dé la gana no lo es y no se lo pienso consentir. No después de lo que me ha dicho.


—Estaré en mi despacho —murmuro y, sin esperar respuesta por su parte, salgo de su oficina.


Camino de prisa porque no sé si voy a romper a llorar o no. 


No quiero hacerlo, pero a veces creo que ni siquiera depende de mí. En un primer momento siempre pienso que es un maldito capullo que me hace subir lo más alto posible para después disfrutar con mi caída, pero acabo arrepintiéndome de esa idea. Algo dentro de mí, por muy enfadada que esté, no para de gritarme que, sea lo que sea lo que le pasó la noche que me fui de su casa, le está comiendo por dentro. Pedro está sufriendo.


No sé cómo lo sé, pero lo sé.


Resoplo y me siento a mi mesa. Lo mejor será que termine con este balance.




CAPITULO 56 (PRIMERA HISTORIA)




Encerrada en mi pecera respiro hondo y me obligo a mí misma a imponerme una serie de reglas, pero no como cuando me mudé a casa de Pedro. Reglas de verdad, de estricto cumplimiento bajo pena muy horrible, como correr todas las mañanas o dejar de ver las reposiciones de «The Young and The Restless». La primera es obvia: lo único que me une a Pedro Alfonso es una relación laboral, nada más. La segunda es más obvia aún: no dejarle que vuelva a ponerme en situaciones en las que queda claro cuánto le deseo, aunque para mi desgracia ahora debería decir cuánto le quiero. Resoplo. Si vuelve a cogerme de la muñeca y acorralarme contra una pared, seré impasible. Resoplo más fuerte, ¿a quién pretendo engañar?


«Como siempre, a ti. Eres la única que se cree tus mentiras.»


Cabeceo y me concentro en lo realmente importante. Tercera regla:
se acabó pensar que Pedro está sufriendo y que, en el fondo, me necesita. No voy a cometer ese error. No me traerá nada bueno. Pecosa ha salido por la puerta de atrás de su vida y, probablemente, con la cabeza no demasiado alta, pero ha salido.


Lola llega justo antes de que acabe oficialmente mi primera jornada laboral como asistente de oficina. Después de perder la cuenta de cuántos achuchones me da, me informa de que no tengo opción y nos vamos con Ana primero de cena al hotel Chantelle y después a tomar copas a The
Hustle


.— ¿Y cómo te ha ido? —me pregunta Lola justo antes de darle su primer trago a su segundo margarita.


—No ha ido mal.


—Mentirosa —se queja Ana, que ya se ha puesto una sombrillita de cóctel tras la oreja.


—Gracias —replico sardónica.


—Para eso están las amigas —contesta divertida sin ningún tipo de remordimiento mientras me coloca también a mí una sombrillita tras la oreja. Me giro y la fulmino con la mirada. 


Ella me observa y sonríe exageradamente, enseñando todos los dientes, para incitarme a hacer lo mismo. Al final, no tengo más remedio y acabo sonriendo.


Suena This summer’s gonna hurt like a motherfucker de Maroon 5.


—Tiene novia —confieso con la mirada clavada en mi cóctel—. No es que creyese que iba a guardarme una especie de luto —me defiendo—, pero... una novia, tan pronto.


—Qué cabronazo —se queja Ana.


Lola me observa un segundo y se inclina sobre la mesa.


—A lo mejor ella tiene una enfermedad terminal —dice muy seria— Pedro es su deseo a lo fundación Make-A-Wish.


La miro boquiabierta y, antes de que pueda decir nada, las tres nos echamos a reír. Me conoce demasiado bien. Sabe que, para reconfortarme, aunque sea a través de chistes realmente malos, no necesito oír que Pedro es gilipollas, sino que debe de haber algún motivo por el que ha ocurrido todo esto. Por eso es mi mejor amiga.


—Lo que tienes que hacer —comenta Ana— es pensar en tu
situación feliz favorita.


Lola abre la boca encantadísima dispuesta a decir algo.


—Nada de hombres desnudos —se apresura a interrumpirla Ana alzando las manos unos centímetros de la mesa.


Lola tuerce el gesto fingidamente resignada y guarda silencio.


Sonrío observándolas.


—Anímate —me apremia Ana.


—No sé —respondo sonriendo de nuevo a la vez que me encojo de hombros—. No se me ocurre nada.


—Sería en Central Park, seguro —comenta Lola—. Te encanta ese sitio.


Asiento.


—La celebración del año nuevo chino en Central Park —replico—. Eso sería increíble.


—Y todo muy neoyorquino, muy sofisticado, como en ese anuncio de colonia con el que siempre te quedas embobada cada vez que sale por la tele —añade Ana—, ese de Dolce&Gabbana que protagonizan Scarlett Johansson y Matthew McConaughey. —Chasquea los dedos tratando de recordar el nombre del perfume.


—¿Light Blue? —propone Lola.


—Trato de recordar el preferido de Paula, no el tuyo —repica Ana sardónica.


—Un hombre guapo hasta decir basta en bañador y en el agua paradisiaca de Capri. Perdona por tener buen gusto.


—The One —las interrumpo a punto de echarme a reír otra vez.


—¡Ése! —dice Ana—. Pues lo que os decía —continúa
ceremoniosa—: imagínate que estás en Central Park. Todo es elegante, seductor. De pronto una decena de fuegos artificiales irrumpen en el cielo y un montón de chinos aparecen dando volteretas.


—¿Matthew McConaughey también da volteretas? —la interrumpe Lola.


—Cállate —se queja Ana al borde de la risa—. Central Park — reconduce la conversación—, el año nuevo chino, un ambiente de anuncio.


—Y mi película favorita —añado encantada con la posibilidad de tener todas las cosas que me gustan en un solo día— y buena música.


—¿Qué canción? —pregunta Lola.


Lo pienso un instante.


—XO, de Beyoncé —respondo y las tres asentimos.


—Esa canción es una pasada —añade Lola.


Yo vuelvo a asentir.


—¿A que ya te sientes mejor? —inquiere Ana.


—La verdad es que sí —contesto dándole un trago a mi margarita.


—Pues ahora añade un hombre guapo y desnudo y te sentirás de escándalo —sentencia Lola.


Y las tres nos echamos a reír.



****


Ese lunes marca el inicio de una semana en la que todos los días se parecen bastante. Me paso las mañanas en la oficina, las tardes en la universidad y las noches con Lola. Mi Lolita, ¿qué sería de mí sin ella?


Hemos instaurado un nuevo ritual. Cuando llegamos de la oficina, ella sirve tres chupitos de tequila sobre la mesa en unos vasos adornados con un salero y un limonero, el lagarto y un mexicano con un sombrero enorme como en los dibujos de Lucky Luke. Si el día no ha estado mal, caen el salero y el limonero. Si ha sido malo, añadimos el lagarto. Si ha sido horrible, también el mexicano.


Normalmente, han sido buenos, malos o peores en función de cuántas veces me he cruzado con Pedro. Desde que me marché de su despacho, no hemos vuelto a hablar de nada que no sea estrictamente profesional.


Mentalmente me hago una docena de preguntas cada vez que lo tengo delante. La mayoría de ellas son muy de telenovela, como ¿qué tiene ella que no tenga yo? En mi cabeza él siempre contesta que nada, porque soy perfecta y maravillosa y él un cabronazo que no ha sabido darse cuenta de que ya tenía lo que quería. Dependiendo de cómo se haya portado ese día, lo perdono o lo abandono marchándome con Christian Grey en el Charlie Tango. Sí, sigo pensado que tengo que dejar de leer novelas románticas.


No he vuelto a ver a la supermodelo de su novia y mi salud mental lo agradece. Ya tengo suficiente con imaginarlos juntos.


Por su parte, Pedro cada día está más irascible y malhumorado. Ha llegado a tal punto que ayer, Sandra, su secretaria, le lanzó a sus pies la carpeta que llevaba y le llamo alemán malnacido. Acto seguido le pidió perdón por lo de alemán, alegando que no quería ser racista.


Al marcharse, Pedro levantó la mirada y, no sé si consciente o inconscientemente, buscó la mía a través de la inmensa sala. Cuando sus ojos aguamarina se encontraron con los míos azules, sonrío mientras agitaba suavemente la mano y yo, sorprendida y divertida, le devolví la sonrisa. Pedro Alfonso es de esa clase de hombres a quien le gustan las
chicas con carácter que le ponen las cosas difíciles y eso incluye a su secretaria.


A finales de semana está a punto de estallar. Las cosas con el asunto McCallister no terminan de arreglarse. Sin embargo, tengo más claro que nunca que hay algo más. Está furioso con el mundo y, siendo Pedro Alfonso, lógicamente, la paga con el mundo.