jueves, 29 de junio de 2017
CAPITULO 57 (PRIMERA HISTORIA)
El lunes siguiente, y por lo tanto la semana, parece que empieza mejor. Estoy cantando bajo la ducha los grandes éxitos de Icona Pop y, cuando llega el turno de We got the world, tengo hasta coros, ya que Lola está en el baño embadurnándose de pies a cabeza con crema hidratante con olor a cerezas.
Entro en la oficina peleándome con la misma hebra de hilo. Esto ya es algo personal. Se trata de ella o yo. Sin embargo, en la parte más cruenta de la batalla, Beatrice, la secretaria de Jeremias, me llama desde el pasillo. Quiere verme. Es urgente.
El asunto McCallister sigue sin solucionarse. Parece que las cosas no están saliendo como quieren en el edificio Pisano. Todos están muy cabreados. Jeremias planea hacer un control de daños y necesita que revise una cantidad de carpetas casi indiabladas. Me pide perdón por adelantado y me promete que, si lo tengo listo a tiempo, se pensará lo de añadir Chaves al nombre de la empresa.
Visto lo visto, esta mañana me quedo sin ir a la universidad.
A eso de las dos decido tomarme un descanso. Estoy muerta de hambre. Me pongo mi gorrito de lana y mi abrigo rojo de doble abotonadura y salgo de mi pecera. Además, parece que todos se han marchado ya a comer.
—¡Pecosa! —grita desde su despacho.
Parece ser que no todos.
—¿Qué quieres? —le pregunto desde el vestíbulo.
Llevo toda la mañana mirando papeles. Me merezco cinco minutos y un refresco con una cantidad casi ridícula de azúcar.
Durante unos segundos, no obtengo respuesta, pero entonces oigo unos pasos lentos y seguros y Pedro se asoma a la puerta de su oficina.
Se detiene bajo el umbral y apoya una de sus manos en el marco, mirándome de arriba abajo. Está enfadado y guapísimo, aunque hago todo lo posible por no sorprenderme. La ecuación no podría ser más mezquina: cuanto más furioso, más atractivo y, con todo el tema de Mariano Colby y el edificio Pisano, está llegando a unos niveles de locura absoluta. No me extrañaría que más de una pobre e inocente transeúnte le hubiese lanzado las bragas cuando ha visto bajarse a semejante dios griego del jaguar esta mañana.
—¿En qué momento has tenido la brillante idea de que tengo por qué darte algún tipo de explicación? —Genial, está de un humor maravilloso —. A mi despacho, ya —ruge regresando a su oficina.
Yo alzo la mirada al cielo a la vez que resoplo y me quito mi gorro.
Me he quedado sin descanso.
Entro en el despacho de Pedro desabotonándome el abrigo. Lo dejo con cuidado sobre el sofá y encima tiro mi gorrito. Me revuelvo el pelo para darle un poco de forma y cierro la puerta. Después giro sobre mis talones y finalmente camino hasta colocarme frente a su mesa. Todo bajo su atenta mirada.
—¿Algo más? —pregunta arisco.
Entonces decido que sí. Me inclino, sólo un poco, y finjo quitar una mota de polvo de una de mis medias. Después me aliso la falda de mi vestido con bonitos motivos marineros estampados. Y, para terminar, me meto un mechón de pelo tras la oreja. Todo de nuevo bajo su atenta mirada. No sé por qué me gusta provocarlo así. Un día va a estallar y vamos a acabar como los protagonistas de Los inmortales, sólo va a haber sitio en este planeta para uno de los dos, pero es que puede ser tan gilipollas que simplemente se lo merece.
—Lista —le comunico con una impertinente sonrisa.
—Pecosa —me reprende.
—¿Qué quieres? —repito cruzándome de brazos porque, por mucho que no quiera, ese tono sigue intimidándome y continúa resultándome demasiado sexy al mismo tiempo.
Por una décima de segundo sonríe con algo de malicia.
Tiene perfectamente claro hasta qué punto me afecta todavía.
—¿Me puedes explicar qué es esto? —inquiere sosteniendo una carpeta en alto.
La observo unos segundos. No necesito más para reconocerla.
—Es mi balance de las subcontratas de Nikon para Murray y Salas.
Pedro sonríe displicente.
—Habla con propiedad, Pecosa —replica arisco—. Es exactamente todo lo que no hay que hacer en un balance de subcontratas. No sé si lo sabes, pero la psicología inversa no se refiere a eso. Rehazlo.
Cojo la carpeta de mala gana y giro sobre mis pasos. No sólo acabo de perder mi descanso, sino que encima voy a tener que pasarlo rehaciendo cuentas.
—¿Dónde te crees que vas? —gruñe.
—A rehacer el informe —contesto como si fuera obvio.
—De eso nada —me corrige sin levantar su vista de los documentos que revisa—. Lo rehaces aquí, donde pueda controlarte y evitar que se te vaya el santo al cielo pensando en lo que sea que pienses para ser tan increíblemente torpe.
Lo miro conteniéndome por no coger el teclado y lanzárselo a la cabeza. Dudo que se pueda ser más odioso, aunque cada vez que dice este tipo de cosas creo que se supera.
A regañadientes, me siento en el sofá y comienzo a trabajar en el balance. No he avanzado mucho cuando, involuntariamente, alzo la mirada y me encuentro con Pedro.
Está muy concentrado revisando unos papeles. Se pasa la mano por el pelo sin apartar la vista del documento y por un momento la luz juega a que sus ojos sean verdes. Y yo de pronto me siento como si no hubiesen pasado ya diez días desde que estuve sentada en este mismo sofá por última vez.
Al darse cuenta de que lo observo, Pedro alza la cabeza y nuestras miradas se encuentran.
—¿Qué? —pregunta con una suave sonrisa, absolutamente sincera y preciosa.
—Nada —respondo apartando mi mirada de la suya y centrándola de nuevo en los balances.
¿Por qué tiene que ser tan guapo? Ése es el principio de
todas mis desgracias.
Trato de centrarme en mi balance y me prohíbo mentalmente volver a mirarlo. Me cuesta un mundo pero poco a poco voy concentrándome en los números y consigo mantener mi libido, y esa parte de mí que siempre va vestida con pijamas de Hello Kitty, a raya.
Casi he terminado cuando me topo con un gráfico que soy incapaz de descifrar. El logaritmo con el que está escrito me parece chino mandarín y, por más vueltas que le doy, no puedo resolverlo, aplicarlo y, por lo tanto, saber si está o no bien configurado.
—Pedro —lo llamo con la vista aún puesta en los papeles, mordiendo la parte de atrás de mi lápiz—, tengo un problema con este logaritmo.
Al fin alzo la cabeza y encuentro su mirada lista para atrapar la mía.
Es indomable, salvaje, es la mirada más espectacular que he visto en mi vida. Por un momento nos quedamos observándonos, pero casi en ese mismo instante me doy cuenta de la mala idea que es, supongo que como él, porque los dos apartamos la vista y volvemos a concentrarnos en nuestros respectivos documentos.
—Ya te pago la universidad. No pienso darte clases particulares. Si tienes dudas, resuélvelas y sigue con tu trabajo.
Frunzo los labios. Quiero gritarle que él no me paga nada, que es un préstamo que me ha hecho la empresa, pero incluso yo soy consciente de que eso es una estupidez.
Me levanto resoplando para demostrarle lo enfadada que estoy y me encamino hacia la puerta.
—¿Adónde coño vas? —pregunta arisco.
—A resolver mis dudas —le aclaro displicente.
Pedro se deja caer sobre el sillón a la vez que resopla brusco.
Parece que él también quiere demostrarme lo enfadado que está.
—No vas a salir de aquí.
Y a cada palabra, su voz se ha vuelto más grave, más sensual.
—Pedro —le reprendo en un murmullo.
No entiendo a qué ha venido ese comentario.
—¿Qué? —replica veloz sólo para no dejarme pensar.
Yo trago saliva y, nerviosa, clavo mi mirada en mis propias manos.
—Sólo trabajo, ¿recuerdas? —le digo haciendo referencia a las mismas palabras que él pronunció en este despacho hace más una semana.
La expresión de Pedro cambia de nuevo. Se vuelve más fría, incluso intimidante, al mismo tiempo que un millón de emociones atraviesan su mirada.
—Eso no lo dudes —sentencia con la voz imperturbable— y de paso recuérdatelo la próxima vez que te quedes mirándome embobada.
—Eres un gilipollas —siseo herida
¿Por qué tiene que comportarse así?
—Puede ser, pero no vuelvas a recordarme lo que hay entre nosotros.Lo tengo clarísimo.
—No volverá a pasar, señor Alfonso.
Ese «señor Alfonso» le ha dolido, pero no me importa.
Recojo los documentos y las carpetas de la pequeña mesa de centro y voy hasta la puerta. Puede exigirme que sea profesional, pero tenerme en su despacho simplemente porque le dé la gana no lo es y no se lo pienso consentir. No después de lo que me ha dicho.
—Estaré en mi despacho —murmuro y, sin esperar respuesta por su parte, salgo de su oficina.
Camino de prisa porque no sé si voy a romper a llorar o no.
No quiero hacerlo, pero a veces creo que ni siquiera depende de mí. En un primer momento siempre pienso que es un maldito capullo que me hace subir lo más alto posible para después disfrutar con mi caída, pero acabo arrepintiéndome de esa idea. Algo dentro de mí, por muy enfadada que esté, no para de gritarme que, sea lo que sea lo que le pasó la noche que me fui de su casa, le está comiendo por dentro. Pedro está sufriendo.
No sé cómo lo sé, pero lo sé.
Resoplo y me siento a mi mesa. Lo mejor será que termine con este balance.
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