miércoles, 2 de agosto de 2017

CAPITULO 45 (TERCERA HISTORIA)





Lo único que recuerdo de la noche anterior son golpes, el sabor metálico de la sangre en mi boca y los ojos de Paula mientras me decía que se había enamorado de mí. Me llevo el botellín a los labios. El sol pretende entrar por los ventanales, pero choca con las cortinas de diseño.


Todo está en penumbra. Hoy es la primera mañana desde que fundamos la empresa que no he ido a trabajar. Da igual en la cama de qué chica me despertase o cuántas hubiese en la mía, incluso aunque hubiese acabado en comisaría, me daba una ducha y me iba al trabajo. Hoy me parecía una pérdida de tiempo.


Es cómico cómo tu vida puede cambiar del blanco al negro en un jodido segundo. Doy otro trago. Me duelen las costillas cada vez que respiro, pero no me permito hacer el más mínimo gesto. La he jodido. Yo le pedí que confiara en mí veinticuatro horas después de haberme acostado con su mejor amiga. Por eso no puedes dejar entrar a nadie en tu vida. Ahora he aprendido una lección que creía tener clarísima. No se trata de que puedan hacerte daño. Se trata de que, cuando pones todo lo que eres en manos de otro, pierdes el control y ni tú ni esa persona tenéis la más mínima idea de cuándo los dos acabaréis dándoos de bruces contra el suelo, jodidos hasta quedar hechos polvo.


Me recuerdo a mí mismo diciendo que era una casualidad que vivieran en la misma calle, y lo inconsciente que fui al no atar cabos cuando Paula me dijo que una de sus mejores amigas vivía en el edificio contiguo al suyo. ¿Cómo iba siquiera a imaginármelo?


Llaman a la puerta. No me muevo del sofá. Apoyo la cerveza contra mis vaqueros y pierdo la mirada en el botellín. Ayer Paula era la chica más triste que he visto en todos los días de mi vida. Por eso me marché. Ella no se merece sufrir y yo necesito protegerla, saber que está a salvo del maldito mundo.


Llaman más fuerte. Doy otro trago. Aprieto los dientes. 


Siento cada golpe. Siento cada lágrima que resbaló por su mejilla.


—Abre, Pedro—oigo la voz de Jeremias al otro lado, pero no contesto—. Si crees que hay una versión de esto en la que me doy media vuelta y me largo sin haberte visto la cara, estás muy equivocado.


Sigo en silencio. Por mí puede quedarse ahí todo el condenado día.


—Abre, joder —contraataca—. He hablado con Paula.


Miro hacia la puerta y me levanto de un salto. ¿Cuándo la ha visto? ¿Está bien? ¿Necesita algo? Ahora mismo no puedo pensar en otra cosa.


—¿Qué te ha dicho? —pregunto arisco en cuanto abro.


—Pero ¿qué coño...? —se queja al verme la ceja rota y el labio partido.


—No es tu puto problema —replico—. ¿Paula está bien? —inquiero igual de malhumorado, pero aún más acelerado.


Mi amigo me ignora estoicamente y entra.


—Jeremias, joder —rujo.


—No he hablado con ella —confiesa deteniéndose en el centro de mi salón y mirándome sin ningún remordimiento—. Sólo lo he dicho para que me dejaras pasar.


Yo mascullo un juramento ininteligible entre dientes y paso a su lado con cara de pocos amigos.


—Lárgate.


—De eso nada —me desafía—. Vas a contarme qué pasó ayer.


—¿No tienes nada que hacer con Lara? —protesto arisco—. ¿No tenéis que ir a follar como locos y tener un montón de críos?


Todas las cosas que yo ya no podré hacer con Paula porque soy un maldito gilipollas. Analizo mis propios pensamientos y cabeceo frustrado y enfadado a la vez que me dejo caer en el sofá. Críos, jamás me había planteado tenerlos hasta hace cinco putos segundos.


—¿Y tú? —replica frío—. ¿No deberías estar haciendo eso mismo con Paula?


—Vete a la mierda.


—Y tú crece de una puta vez —me espeta sin ninguna amabilidad—. Ya no tienes diecisiete años. ¿Qué crees que ganas partiéndote la cara en un bar?


—Déjame en paz, Jeremias —mascullo levantándome y echando a andar sin ningún rumbo concreto. Sólo quiero alejarme de él.


—No, explícamelo —me sigue—, porque estoy deseando saber qué consigues haciéndolo.


—Jeremias —siseo.


No estoy de humor, joder.


—Contéstame —ruge.


—¡Dejar de pensar! ¡Dejar de darle vueltas a que lo he jodido con la única chica a la que he querido en toda mi maldita vida!


Jeremias se queda muy callado, observándome, y de pronto me siento incómodo, extraño, violento. La quiero, joder. Esa presión bajo mis costillas de golpe adquiere un nombre y todo mi mundo cae destrozado a mis jodidos pies.


—¿Qué ha pasado, Pedro? —pregunta más sereno, como si mi confesión hiciera más transparentes toda mi rabia y mi dolor.


—Macarena es su mejor amiga —me rindo.


No quiero hablar, pero negarlo tampoco servirá de nada.


—¿Qué?


Supongo que nadie se vio venir ese golpe.


—Ayer fui a casa de Macarena. Sólo quería asegurarme de que estaba bien —añado a la defensiva— y Paula apareció. Acabamos discutiendo en mitad de la calle. Esa misma mañana habíamos decidido intentarlo. Ella iba a hablar con su hijo.


—¿Tiene un crío? —pregunta confuso.


—Sí, tiene diez años.


Jeremias asiente y se lleva la mano a la barbilla, tratando de analizar toda la situación.


—Sé que es complicado, pero todavía puedes hablar con ella.


—No —sentencio—. Ya cometí el error de pensar que podría hacer que las cosas funcionaran y ella está sufriendo. No pienso permitir que nada vuelva a hacerle daño. Sólo quiero protegerla.


Algo en la mirada de Jeremias cambia y se llena de una suave condescendencia, una cosa realmente difícil de ver en él. Es jodidamente frío y por eso precisamente no es condescendiente; para él, las cosas son como son, no tiene ningún sentido llorar por lo que no puedes tener o arreglar, y mostrar compasión, por ese motivo, es una pérdida de tiempo.


—Si crees que a estas alturas tienes alguna posibilidad de mantenerte alejado de ella, es que eres más gilipollas de lo que piensas.


—Y precisamente tú me lo dices —mascullo—. Tú echaste a Lara del trabajo y de tu vida porque decidiste que era lo mejor.


—¿Y crees que funcionó un solo segundo?


—Pues a mí tendrá que funcionarme.


Tengo que conseguir que funcione. No hay otra posibilidad.


Pedro, la quieres, y eso no tiene vuelta atrás. Puedes intentar mantenerte alejado de ella, luchar, pero va a ser como intentar frenar un maldito huracán con las palmas de las manos. Sobre todo cuando habría que ser muy estúpido para no darse cuenta de que ella también está enamorada de ti.


Esas seis últimas palabras me sacuden y automáticamente recuerdo a Paula pronunciándolas en mitad de la calle llena de nieve, mirándome a los ojos y encogiéndose de hombros, como si escucharla decir justamente eso me molestase. 


Estaba jodidamente equivocada.


—Me voy a Portland en el primer vuelo —digo fingiendo que no lo he oído, que hacerlo no me ha dolido como me han dolido pocas cosas en mi vida—. Tendréis que ocuparos de Cunningham Media.


Con la última frase echo a andar hacia mi habitación. 


Jeremias me llama, pero no me detengo, ni siquiera contesto. Está todo decidido.


Un par de minutos después, lo oigo hablar con su secretaria para que me reserve un billete en primera para el primer vuelo disponible. Él también lo tiene claro.


Poco después de seis horas, llego al Aeropuerto Internacional de Portland. Sólo estaré aquí unos días, pero es la mejor decisión que podía tomar. Si veo a Paula, querré tocarla, besarla, estar con ella, y tengo demasiado claro cómo acabaría esa situación.


Me monto en un taxi y, mientras espero a que el conductor se incorpore al tráfico, una mezcla de nostalgia y todo tipo de recuerdos van apoderándose de mí. Con mis abuelos y mi tía Ana fui feliz. Los billares y las peleas fueron por culpa de mi padre. Me lo habría puesto infinitamente más fácil si hubiese decidido desaparecer del todo, como hizo mi madre.


Con un simple vistazo desde la carretera interestatal 205 pueden verse las diferencias entre Portland, una de las ciudades más importantes del noroeste del país, y Portland Este, uno de los barrios más pobres. Desde crío tienes la suerte marcada dependiendo de a qué lado de la interestatal nazcas, y no hablo sólo de ricos y pobres. Si naces en Portland Este, tienes pocas oportunidades y las que hay, desde luego, tienes que ganártelas a pulso.


Cuando el coche toma la calle Pine, una sonrisa algo apagada se escapa de mis labios. Sigue exactamente igual, con las casas de paneles prefabricados y las vigas de metal pintadas en tonos marrones y un suave rojo.


Pago la carrera, me bajo y camino hasta la puerta mirando a mi alrededor, reconociendo cada árbol, cada pequeño desconchón en el muro.


—Hola —saludo al aire al entrar.


Oigo un ruido en la cocina, un par más e inmediatamente mi abuela Sara sale a mi encuentro.


—Cariño —me llama emocionada, antes de abrazarme con fuerza—. ¿Qué tal estás? ¿Cómo ha ido el viaje? Qué bien que ya estés aquí —sentencia sin dejarme contestar ninguna pregunta.


Al separarnos, entrecierra los ojos y me observa estudiando cada centímetro de mi cara. Frunce los labios con desaprobación cuando ve las marcas de mi última pelea. Yo trago saliva y mantengo el tipo. Ahora mismo está decidiendo si he venido huyendo de algo o si realmente lo he hecho porque tenía ganas de verla, como le dije por teléfono cuando la llame antes de coger el vuelo. Le hacía lo mismo a mi abuelo cuando se enteraba de que había tenido algún problema. Ella ya sabía lo que había pasado, pero quería descubrir si él estaba dispuesto a contárselo.


—¿Estás bien, cariño?


—Sí, Nana —respondo obligándome a poner mi mejor sonrisa—, pero echaba de menos a la mejor abuela del mundo.


Pedro Alfonso —se queja—, sabes que tus zalamerías y esa sonrisa no funcionan conmigo.


Mi gesto se ensancha.


—Yo creo que un poco sí —respondo sin ningún remordimiento.


Ella frunce los labios, pero no tiene más remedio que echarse a reír.


—¡Pedro! —me llama mi tía Ana, saliendo también de la cocina.


Nos abrazamos, pero unos pasos bajando la escalera me distraen.


—¿Isabel? —pregunto incrédulo—. ¿Cuándo has crecido tanto?


—Ya tengo diecisiete años —refunfuña.


—Cállate —protesto con una sonrisa, tirando de ella para darle un abrazo—. Estás enorme.


Cuando vine a vivir con mis abuelos, tenía ocho años y mi tía Ana, doce. Seis años después, el gilipollas de Bob Davenport la dejó embarazada y tuvo una hija, Isabel. En realidad somos primos, pero para mí siempre ha sido mi hermanita pequeña.


Nana nos manda a todos a la cocina para poder seguir vigilando el asado que tiene en el horno. Obedecemos y nos acomodamos en la mesa redonda que hay junto a una de las paredes. Yo miro el desvencijado mueble y tuerzo el gesto. Le mando dinero a mi abuela todos los meses, y también le he repetido hasta la saciedad que puedo comprarle todo lo que necesite, incluso le regalé una casa al otro lado de la interestatal, pero no hubo manera de que la aceptara. Es la mujer más testaruda que conozco, aunque Paula no se queda atrás en ese sentido. Sonrío e inmediatamente el gesto se desvanece.


Nada de dramatismos, Alfonso.


—¿Qué tal la universidad? —le pregunto a Daniela con la clara intención de distraerme.


—Genial —responde entusiasmada—. Es un sitio increíble.


—Hablando de eso... —interviene mi tía.


—Hablando, ¿de qué? —la interrumpo socarrón. Sé perfectamente lo que va a decirme.


Ella aprieta los labios, tratando de contener una sonrisa.


—No tendrías que haberte hecho cargo de su préstamo universitario.


—¿Y por qué no iba a hacerlo? —replico.


—Porque es mi responsabilidad.


—También es la mía —sentencio sin asomo de dudas—. Además, recordé que no le había hecho ningún regalo por su cumpleaños. Le guiño un ojo a la pequeña Daniela, que ya no es tan pequeña —joder, cómo ha crecido—, y ella sonríe. De pronto una idea pasa por mi cabeza y la atrapo al vuelo.


—Nada de novios —le advierto—. Todos los hombres son unos cabronazos.


Tiene que concentrarse en terminar la universidad, convertirse en neurocirujana o ingeniera aeroespacial, llegar a lo más alto en un buen trabajo para Google o la NASA y entonces, aproximadamente a los cuarenta y dos años, plantearse tener un novio.


—Esa boca —me reprende Nana sin volverse.


Pedro —se queja Daniela con una boba sonrisa.


—Oh, por Dios —me lamento. Sé perfectamente por qué una chica pone esa sonrisa—. ¿Cómo se llama el gilipollas?


Pedro —vuelve a reñirme mi abuela.


La sonrisa de Daniela se ensancha a la vez que me dice:
—Se llama Leandro y no es ningún... —Mira de reojo a Nana, que está removiendo lo que sea que tiene en el fuego.


—Es muy rápida con la pala de madera —bromeo.


Pedro Alfonso, te he oído —protesta mi abuela.


Sonrío y vuelvo a centrarme en mi hermanita.


—¿Va a la universidad contigo? —pregunto.


—Sí. Vive en el campus, pero sus padres son de Nob Hill, cerca del Wallace City Park.


Justo lo que quería oír: un niño de familia bien de Portland que se asuste sólo con oír el barrio del que venimos. Eso me facilita muchísimo las cosas.


Me cruzo de brazos sobre la mesa y me inclino suavemente sobre la madera.


—Dile a Leandro que todavía tengo muchos amigos en Portland Este —comento con la voz amenazadoramente suave— y todos saben dónde cavar una tumba sin que nadie haga preguntas.


—¡Pedro! —se quejan madre e hija.


Me importa bastante poco. Sólo tiene diecisiete años y ya hay por ahí un gilipollas que quiere ponerle las manos encima.


—¿Y tú no vas a decir nada, Nana? —se queja Daniela.


—No tengo nada que decir —responde con su voz serena, encogiéndose de hombros y sin girarse hacia nosotros—. Conozco a todos los padres de los que él conoce. Me fio de las tumbas que cavan.


Daniela la mira al borde del colapso mientras su madre lucha por no sonreír y yo lo hago abiertamente.


—Ésa es mi chica —comento satisfecho.


Ana pone los ojos en blanco otra vez, conteniendo una sonrisa. Daniela me fulmina con la mirada y, viendo que no funciona, acaba haciéndome un mohín. Ese simple gesto me hiela la sangre porque, de pronto, sin ni siquiera verlo venir, la recuerdo a ella.


Joder.


Me humedezco el labio inferior, me levanto y me dirijo a la nevera, luchando contra todo lo que ahora mismo me está arrasando por dentro. Necesito saber cómo está. Aprieto los puños, conteniéndome para no salir de aquí y llamarla.


Contrólate de una maldita vez, Alfonso.


Pedro —me llama mi abuela, sacándome de mi ensoñación—, trae la ensalada de pollo del frigorífico. Te prepararé un sándwich. Debes de tener hambre.


Me concentro en esa idea para escapar de todo lo demás y abro la nevera. La puerta se atranca y tengo que tirar con fuerza. Recuerdo cuando mi abuelo Samuel compró este frigorífico. Yo tenía diez años. Ahora que lo pienso, todos los muebles de esta casa deben de ser más o menos de esa época.


—Mañana por la mañana podríamos ir a hacer unos recados —comento sacando el bol con la ensalada, dejándolo en la encimera y apoyándome de espaldas contra el granito al lado de Nana.


Ella alza la cabeza, me mira perspicaz un segundo y vuelve a concentrarse en remover la comida.


—No vas a comprarme una nevera nueva, Pedro Alfonso.


—En realidad, había pensado en una casa nueva —respondo socarrón.


—Tú nunca te rindes, ¿verdad? —inquiere ladeando la cabeza.


—Deberías saberlo —sonrío burlón—. Tú me criaste.


Mi abuela frunce los labios y me golpea con la pala. Cuando me quejo llevándome la mano al brazo, casi al hombro, ella sonríe.


—No te quejes. Ya sabes que soy rápida —sentencia orgullosa.



No hay comentarios:

Publicar un comentario