miércoles, 2 de agosto de 2017
CAPITULO 43 (TERCERA HISTORIA)
Llamo nerviosa, impaciente. Estoy deseando verla y contarle lo que ha pasado con Pedro. Si nosotros hemos podido arreglarlo, quizá ella también pueda hacerlo con ese chico que le gusta tanto.
Llamo de nuevo y doy algún que otro saltito delante de la puerta. Estoy feliz.
—Hola, Saint Lake —la saludo con una sonrisa de oreja a oreja.
—Hola —responde.
Inmediatamente me doy cuenta de que ella también parece contenta. ¿Qué está pasando aquí?
—Está aquí —susurra mordiéndose el labio inferior.
No necesita decir más. Sé a quién se refiere y mi sonrisa se ensancha todavía más.
—Me alegro mucho —respondo.
Es la mejor noticia que podía darme.
De pronto cambia de expresión, como si hubiese caído en la cuenta de algo, y me observa, estudiándome.
—¿Tú estás bien? —pregunta.
Asiento sin dejar de sonreír.
—¡Es genial! —replica entusiasmada—. Pasa y cuéntamelo todo —dice echándose a un lado para darme espacio para entrar.
—No quiero molestar. Tendréis muchas cosas que hablar.
Ella niega con la cabeza.
—Puede esperar. Antes quiero detalles del Guapísimo Gilipollas.
Yo sonrío y la sigo camino de su cocina.
—Además —añade—, así podrás conocer a...
—Pedro —musito mientras ella lo dice.
Mi voz, apenas un murmullo, le hace levantar la mirada y atrapar por completo la mía. Sus ojos azules en seguida se llenan de confusión, sorpresa y también de un miedo sordo y cortante.
—Paula —susurra tan perdido como lo estoy yo ahora mismo.
¿Qué hace aquí? Quiero entenderlo, atar cabos, sacar conclusiones, pero no puedo. Mi mente sencillamente ha entrado en shock.
—Pedro —lo llama Macarena para presentarnos, completamente ajena a todo—, ella es Nueva York,
quiero decir, Paula —rectifica rápidamente con una sonrisa a la vez que me señala—, una de mis mejores amigas, yo diría que casi una hermana. Paula, él es Pedro Alfonso.
Ninguno de los dos dice nada y el apartamento, en cuestión de segundos, se llena de un tenso, tensísimo silencio.
Recuerdo las palabras de Macarena. Recuerdo todas las conversaciones de las últimas semanas. Ella y el chico misterioso se acostaban juntos. Ella está enamorada de él.
Él está aquí en su casa, ¿para arreglarlo? ¿Para volver a acostarse con ella? Cabeceo. Una losa de cien kilos se dibuja en mi estómago y lo empuja hacia abajo.
—Tengo que irme —balbuceo y, antes de que ninguno de los dos pueda decir nada, me encamino con el paso acelerado hacia la puerta.
Aún no he alcanzado los primeros escalones cuando oigo un ruido seco, el de un taburete cayendo al suelo, y pasos acelerados a mi espalda.
—¡Paula! —grita Pedro—. ¡Espera!
Pero no me detengo. No puedo. ¡No quiero! ¿Qué hacía en su apartamento? ¿Cuánto tiempo ha estado acostándose con las dos? ¿Por qué, entre todas las chicas de Nueva York, tuvo que elegir a Macarena?
Aunque probablemente la pregunta más acertada sea por qué tuvo que elegirme a mí. Cuando nos conocimos, ellos ya se acostaban. Pongo los pies en la 93 Nevada. Siento náuseas.
—¡Paula!
—¡Déjame en paz!
—Maldita sea, escúchame.
Pedro me sujeta del brazo y me obliga a girarme. Yo lo empujo, zafándome de su agarre, y doy un paso atrás. No pienso permitir que me toque. Eso se acabó.
—Paula, no es lo que piensas —empieza a decir tratando de que su voz suene serena, como si yo fuese un cervatillo al que hay que sacar de un cepo—. Sólo quería saber si estaba bien. Hoy no ha ido a trabajar y estaba preocupado.
—¡Deberías! —estallo—. Está hecha polvo por tu culpa. Le has destrozado el corazón y ¿sabes cómo lo sé? —pregunto con la voz llena de lágrimas—, porque es mi mejor amiga, Pedro.
—No lo sabía —se apresura a replicar—. Macarena y yo nunca hemos hablado. Nosotros sólo...
Se frena a sí mismo y yo sonrío fugazmente, llena de tristeza e ironía.
—Vosotros sólo follabais. ¿no? —termino la frase por él, cansada de que al final siempre volvamos al mismo punto de partida—. Es lo que haces con todas las mujeres.
—Contigo, no —me advierte, con la voz amenazadoramente suave.
—Pero, con mi mejor amiga, sí —sentencio demasiado dolida.
Me llevo las manos a la cabeza, exasperada. ¿Qué pretende que piense, que diga, que haga? Las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas, pero no son de tristeza, sino de pura rabia. Puede que no lo supiera, pero la situación en la que nos ha puesto es la misma. No puedo dejar que le hago daño a Macarena. Ella me ha ayudado, ha cuidado de mí, de Maxi, y ahora está sufriendo y en parte es culpa mía.
—Nunca estuve con las dos —afirma, y tengo la sensación de que necesita que lo crea—. Te lo dije.
La última vez que estuve con otra mujer fue el día que nos conocimos.
—No digas «otra mujer» como si así, de repente, el problema dejara de existir —me quejo—. Es una chica maravillosa. ¿Te has preocupado en conocerla? Es buena, generosa, divertida y una amiga increíble. ¿Te has molestado en tratar de saber siquiera su apellido antes de bajarle las bragas? — inquiero con rabia.
—Paula —me reprende.
—Paula, ¿qué? Yo confiaba en ti.
—Y puedes seguir haciéndolo —prácticamente grita—. No sabía que era tu mejor amiga. Es una putada, lo sé, pero no dejes que eso cambie las cosas. ¿Ya has olvidado todo lo que hablamos esta mañana?
—No —murmuro.
—¿Entonces? —pregunta acelerado, duro.
No contesto. Sencillamente no puedo. Recuerdo cada palabra que dijimos esta mañana, pero también recuerdo cómo llegó Macarena a mi apartamento anoche, como nos abrazamos en mi baño. Ella, Amelia, Adela, Hernan, Sebastian y Maxi son la única familia que me queda. Son todo lo que tengo.
—No puedo —murmuro.
Toda esta situación me está superando.
—Ven conmigo, Paula.
Me lo pide dejando que su voz suene indomable, que todos los sentimientos se instalen en ella, que se llene de rabia, de dolor, de la desesperación y el deseo hambriento que sentimos el uno por el otro.
Niego con la cabeza mientras siento cómo mi corazón va partiéndose en pedazos. Ya perdí a mi familia una vez por confiar en alguien. No puedo cometer el mismo error. Ahora arrastraría a Maxi conmigo y no puedo consentirlo.
Macarena, Amelia... ninguno de ellos se lo merece.
—No puedo.
—Yo no soy Gustavo —sentencia con ira, con la voz aún más grave, haciéndose eco de lo único en lo que puedo pensar.
Yo lo observo un segundo y me seco las lágrimas con el reverso de la mano.
—Es cierto. Tú puedes hacerme todavía más daño —claudico.
Pedro frunce el ceño, tratando de comprender mis palabras.
Yo respiro hondo. Estoy cansada.
Prácticamente desde que lo conocí, he luchado contra todo lo que siento por él y ahora ya no podré tenerlo, nunca.
—Estoy enamorada de ti —confieso encogiéndome de hombros.
Sé que no es lo que él quiere oír, pero yo necesitaba decirlo aunque sólo fuera una vez, decirle que lo quiero, que nunca me sentiré con otro hombre como me siento con él, que me ha hecho feliz.
Pedro exhala con fuerza todo el aire de sus pulmones sin levantar sus ojos azules de mí. Mis palabras nos han sacudido a los dos por igual.
—Lo siento—murmuro con la voz entrecortada—. Al final parece que los dos teníamos razón, esto nunca habría salido bien.
Pedro me mira y asiente. La tensión de su cuerpo desaparece o por lo menos se trasforma. Se ha rendido. Va a dejar que me marche y nada en mi vida me había dolido tanto.
—Me puedo haber acostado con mil malditas mujeres, pero jamás me he sentido con ninguna de ellas como me he sentido tocándote a ti un solo segundo, aunque tú ni siquiera me tocases a mí.
Sus palabras me atraviesan por dentro. Aprieto los labios, conteniendo una nueva oleada de llanto todavía más desesperado. ¿Por qué todo ha tenido que acabar así? ¿Por qué tengo que despedirme de él? ¿Por qué el amor no puede ser suficiente? Necesito que sea suficiente. Necesito que todo sea más fácil.
¿Por qué tengo que volver a elegir? Doy un paso hacia él, pero Pedro, manteniéndome la mirada, gira sobre sus pasos y desaparece calle arriba.
Rompo a llorar en silencio. Lo he perdido. Se acabó.
—Paula.
Hasta que no oigo su voz, no me doy cuenta de que Macarena está en la entrada de su edificio. Tiene los ojos rojos y llenos de lágrimas. Es obvio que ha presenciado toda la conversación.
—Lo siento muchísimo —murmuro manteniéndole la mirada.
Necesito que lo sepa y, sobre todo, necesito que me crea.
—Yo también lo siento.
Trato de no llorar, pero soy incapaz. Ya no habrá más charlas sobre cualquier cosa, ya no habrá más sonrisas, más besos.
—Paula —me llama Macarena de nuevo, echando a andar hacia mí.
—Adiós, Macarena—la freno en un murmuro lleno de lágrimas y, con el paso acelerado, me dirijo a mi edificio.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario