domingo, 11 de junio de 2017

CAPITULO 2 (PRIMERA HISTORIA)




No me lo puedo creer. ¿Qué acaba de pasar? Es un imbécil y un capullo y no puedo creer que, sin ni siquiera entender todavía cómo, acabe de convertirse en mi jefe, ¡mi jefe! Esto es una auténtica locura.


Desde el pasillo agito las manos hasta que Lola me ve. Con una sonrisa de oreja a oreja corre hasta mí. Me gustaría saber cómo lo hace subida a semejantes tacones.


—¿Qué tal ha ido? —pregunta interrumpiendo mi inminente bronca.


—Bien, tengo el trabajo, pero…


—¡Tienes el trabajo! ¡Genial! —vuelve a interrumpirme
abrazándome.


—Lola, cálmate un segundo y explícame de qué va todo esto, porque no entiendo nada. Para empezar, ¿quién es ese tío?


Lola frunce los labios y se alisa su interminable melena negra recogida en una perfecta cola. Claramente no le cae nada bien.


—Es Pedro Alfonso, uno de los socios de Colton, Fitzgerald y Alfonso —dice señalando, como si fuera la azafata de la lotería, un discreto rótulo blanco sobre la puerta de cristal de la oficina de la que acabo de salir—. Tan increíblemente capullo como atractivo. Es uno de los mejores en lo suyo. Eficacia germana garantizada.


—¿Es alemán? —pregunto sorprendida. No le he notado el más mínimo acento.


—Sí, pero lleva viviendo aquí desde crío. Es muy guapo, ¿verdad? — pregunta pícara.


Asiento. La verdad es que sí y, sin quererlo, me concentro sólo en eso y se me olvida todo lo demás.


—Parece que, al final, vas a tener que agradecerme más cosas aparte del trabajo —comenta perspicaz sacándome de mi ensoñación.


Yo la fulmino con la mirada para ocultar que estoy a punto de
ruborizarme.


—No digas tonterías. Es odioso —me defiendo.


—No te preocupes —intenta calmarme—. Trabajarás para Mariano Colby en el edificio Pisano, a unas calles de distancia.


—Me ha dicho que empezaré a trabajar mañana y que lo haré aquí — la corrijo.


Lola me mira confusa.


—No sé, a lo mejor quiere enviarte con los conceptos básicos aprendidos.


—Pero ¿qué conceptos? —Estoy empezando a agobiarme un poco—. Ni siquiera sé cuál es el trabajo.


—Serás el enlace entre Mariano Colby y estas oficinas. Él se encarga de supervisar ciertos negocios para Colton, Fitzgerald y Alfonso, y tú estarás entre las dos oficinas, asistiéndole.


Mi amiga pronuncia cada palabra como si fuera el trabajo más sencillo del mundo, pero yo no lo veo así en absoluto. Mi agobio va en aumento.


—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo? —vuelvo a quejarme—. No he trabajado en una oficina en mi vida.


—Es muy sencillo, Paula. Eres organizada y muy inteligente. Tú concéntrate en aprender rápido. Esta noche, cuando vuelvas del trabajo en la cafetería, busca en Google nociones básicas de contabilidad y listo — concluye con una voz fabricada a base de reposiciones de «La casa de la pradera» y pastillas de la felicidad.


—Lola.


Acaba de volverse completamente loca. ¿Nociones básicas de contabilidad en Google?


—Vamos, Paula —me arenga—. El dinero te va a venir de miedo. Te servirá para pagar esas malditas facturas.


Lola conoce perfectamente la situación por la que estoy pasando y sabe que esa premisa pesa más que cualquier otra, incluida la posibilidad de trabajar para alguien tan odioso como Pedro Alfonso.


—Está bien, acepto, pero no sé cómo va a salir.


—Saldrá genial —sentencia sin ningún tipo de dudas con una sonrisa.


Me hago la enfurruñada, pero no puedo evitar acabar
devolviéndosela. Si de verdad sale genial, sería el fin de todos mis problemas. Sin embargo, en ese preciso instante caigo en la cuenta de la hora que es. ¡Llegaré tardísimo al trabajo!


—Toma tus llaves —digo sacando unas de mi bolso y tendiéndoselas.


—Me salvas la vida.


—No te preocupes, y ahora me voy o Saul me matará.


Cruzo la ciudad en autobús, afortunadamente más rápido de lo que pensaba. Cuando entro en la cafetería, Saul me mira con la pala de madera en la mano y refunfuña justo antes de meterse de nuevo en la cocina.


—Lo siento, Saul —gimoteo pasando al otro lado de la barra y anudándome el mandil que mi amiga Cleo me tiende.


—No te preocupes. No se ha enfadado mucho —murmura con una sonrisa.


Se la devuelvo a la vez que me recojo el pelo en un moño alto. La campanita suena, avisándonos de que entra un cliente, y las dos miramos hacia la puerta. Cleo me toca el brazo para indicarme que se ocupa ella.


Este pequeño gastropub se ha puesto muy de moda entre los ejecutivos de los edificios colindantes. No me extraña en absoluto. La comida de Saul es deliciosa y, tras la última reforma, el local ha quedado de miedo. Me aliso el mandil, guardo mi bolso bajo la barra y suspiro hondo.


Lista para trabajar.


A las cuatro todo está de lo más tranquilo. Saul está en el despacho, enredado en facturas, y Cleo y yo nos dedicamos a secar y colocar los vasos.— ¿Y ya le has dicho a Saul que te marchas? —pregunta Cleo.


—¿Por qué iba a marcharme? —inquiero a mi vez confusa.


Cleo, embarazadísima de ocho meses, se lleva la mano a la espalda y hace una mueca de dolor. Yo dejo el vaso que secaba sobre la barra y la llevo hasta uno de los taburetes al otro lado. No deja de protestar en todo el camino.


—Necesitas descansar —le recuerdo.


Ella sonríe pero, cuando apenas me he girado, veo de reojo cómo ya está poniendo un pie en el suelo dispuesta a levantarse. Me vuelvo y la señalo amenazante a la vez que le hago un mohín de lo más absurdo. Una especie de mezcla entre el De Niro de las películas de mafiosos y Alec Baldwin en «Rockefeller Plaza».


Al final las dos nos echamos a reír y ella deja su trapo encima de la barra en señal inequívoca de rendición.


—Lo dicho —dice retomando la conversación—. Pensé que, 
ahora que Lola te había conseguido ese trabajo, te marcharías de aquí.


—Cleo, no puedo dejar este trabajo. Con lo que gano aquí pago el alquiler y las facturas y con el otro trabajo podré devolver el dinero al banco.


Asiente y me mira con empatía.


Lo cierto es que mi vida no es precisamente como me la había imaginado. Creí que, con veinticuatro años, estaría recién licenciada, haciendo un máster o viajando por Europa... y no pensando en cómo compaginar dos trabajos y llena de deudas hasta las cejas.


Mientras regreso a casa, pienso en la locura de día que he tenido y, lo que es peor aún, en el que me espera mañana. 


Afortunadamente, Lola parece haber escuchado los mensajes telepáticos que le he estado mandando toda la tarde y, cuando llego a su apartamento, tiene preparada una jarra de margaritas heladas y a Ana, nuestra otra compañera de aventuras, sentada en el sofá.









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