viernes, 28 de julio de 2017

CAPITULO 27 (TERCERA HISTORIA)




A unos pasos del Jaguar, me detengo en seco y pierdo la mirada en la calle Chambers. Necesito alejarme de él cinco minutos y poder pensar.


—Acabo de recordar que tengo que tratar unos asuntos cerca de aquí —miento—. No sé cuánto tardaré. Será mejor que regrese en taxi a la oficina.


Pedro me observa durante un par de segundos que se me hacen eternos. La sensación de que puede leer en mí y, en concreto, saber que le estoy engañando, se agudiza y me intimida. No quiero hacer las cosas así, pero de verdad que necesito tomar aire, perspectiva y pensar.


—Nos veremos en la oficina, entonces —dice al fin y, sin más, entra en el coche.


Sigue molesto y también sabe que le he mentido. Creo que él tampoco quiere tenerme cerca ahora mismo. La idea me entristece.


Empiezo a caminar sin mucho sentido y acabo en un Dean & DeLuca con un capuchino doble con canela y virutas de chocolate, sentada junto a un inmenso ventanal, como si mi vida fuera una teleserie de la tele por cable, y no de esas que ganan cinco premios Emmy, sino más bien de las que acaban canceladas por falta de audiencia. No puedo enfadarme porque coquetee o se acueste con quien le dé la
gana. Sólo somos amigos. Suspiro. Puede que esté molesta con él, pero creo que con quien lo estoy más es conmigo. 


Tengo que asumir cómo son las cosas. Es urgente.


«Mucho.»


Miro por la ventana y me topo con la enorme escultura de la palabra love, en mayúsculas, de Robert Indiana. Delante de ella, un chico enchaquetado y una chica pelirroja se besan con una pasión considerable. Mientras, a sólo unos pasos, una joven se hace una foto con la escultura con su móvil y un palo de selfie. Pongo los ojos en blanco y me levanto malhumorada. El universo y la isla de Manhattan acaban de aliarse para reírse de mí.


Regreso a Cunningham Media y, prudentemente, me encierro en mi oficina. Al menos he llegado antes de que la suave llovizna se convirtiera en la tormenta que es ahora.


Apenas he avanzado con un par de dosieres cuando comienzo a darle vueltas otra vez a todo lo que ha ocurrido hoy, a Pedro y, sobre todo, a todo lo que pasó ayer. Antes de que me dé cuenta, vuelvo a revivir cada beso, cada caricia. 


Nunca me había sentido así. Fue como si él supiese lo que yo quería antes siquiera de desearlo, como si, de alguna manera, la forma en la que me tocaba y toda mi excitación estuviesen perfectamente conectadas. Recuerdo cómo me llamó a chara y toda mi piel se calienta. Doy un largo suspiro con la mirada fija en el teclado. Sé que es una estupidez, pero ahora mismo me ayudaría mucho saber que eso significa «amor mío» o «chica maravillosa sin la cual  acabo de aprender en este mísero instante que no puedo vivir»; es un poco largo, pero efectivo.


Abro el traductor de Google y selecciono la opción de irlandés. A chara podría significar cualquier cosa en cualquier idioma, pero supongo que tiene más posibilidades de ser gaélico o algo parecido. La escribo y pulso «Enter». 


Los dos segundos en los que tarda en aparecer el resultado, se me hacen eternos, y después allí está, escrito en mayúsculas: «AMIGA.»


—¿En serio? —murmuro decepcionada.


Observo la palabra y suspiro. Ni siquiera un nena o un cariño, sólo amiga.


Llaman a la puerta y entran sin esperar respuesta. Antes de que pueda reaccionar, Pedro está dentro de mi diminuto despacho. Se ha quitado la chaqueta y remangado la camisa a rayas bajo su chaleco negro.


Camina hasta mi mesa con paso seguro y apoya las manos en la madera, inclinándose hacia delante y consiguiendo que esa impresionante mirada esté a escasísimos centímetros de mis ojos. Su atractivo es mi cruz. Nunca he tenido nada tan claro.


—Tendríamos que hablar, pero prefiero fingir que esta mañana no ha pasado nada y sé que tú también —suelta con una sonrisa de lo más traviesa—. Te echo de menos, Chaves. Echo de menos estar contigo. —Sonríe de nuevo, pero esta vez es un gesto un poco frustrado—. Echo de menos pasar tiempo contigo —rectifica—. Y odio tener que elegir tan cuidadosamente las palabras —continúa inclinándose un poco más. Ahora sonreímos ambos. Tiene razón, es un auténtico coñazo—. ¿Qué me dices? ¿Nos olvidamos del mundo?


¿Cómo puede ser tan endiabladamente tentador? Es como si ese ofrecimiento lo hiciera el mismísimo diablo, como si pudiese dejarme clarísimo, sin usar una sola palabra, sólo con sus ojos, que lo mejor, lo que quiera, todo el placer, está únicamente a un sí de distancia.


—¿Y cómo propones que nos olvidemos del mundo? —pregunto enarcando las cejas.


Mejor fingir una seguridad que no siento.


—Desgraciadamente —comienza a decir mientras se sienta en el borde de mi escritorio—, las opciones en las que estás desnuda y en mi cama están descartadas.


—¿A eso lo llamas tú elegir cuidadosamente las palabras?


—Oh, créeme, están muy bien elegidas —replica.


Frunzo los labios. Es un auténtico sinvergüenza.


—Descarado.


—Me gusta cuando te escandalizas, Niña Buena.


—No hay nada de malo en ser una niña buena. De los sinvergüenzas impertinentes, engreídos y, por supuesto, descarados, no sé si puede decir lo mismo— concluyo, muy orgullosa de mí misma.


Chúpate esa, Alfonso.


—Se te ha olvidado «y que follan de miedo».


—Te lo tienes demasiado creído.


Pedro entorna los ojos divertido, estudiándome. Yo me cruzo de brazos insolente, esperando su respuesta. Vuelve a sonreír de esa manera llena de arrogancia y encanto a partes iguales y me acaricia la punta de la nariz con el índice.


—Cuando mientes, arrugas la nariz y estás adorable —comenta socarrón.


Pero, bueno, ¿en algún momento piensa dejar de reírse de mí? Abro la boca sin saber qué decir.


Vuelvo a cerrarla y vuelvo a abrirla, hasta que finalmente resoplo malhumorada mientras él empieza a juguetear con los bolígrafos de mi lapicero.


—¿Sólo has venido a molestarme? —protesto rodeando la mesa, colocándome frente a él y apartando el cubilete de su mano como represalia.


—Es divertido —responde con una sonrisa, como si fuera obvio.


Yo le dedico mi peor mohín y él lo ignora estoicamente.


—¿En qué estás trabajando? —inquiere.


Coge mi portátil y no es hasta que le da la vuelta, y una nueva insolente sonrisa se acomoda en sus labios, que recuerdo lo que estaba mirando justo antes de que entrara. 


¡Maldita sea!


—Deja en paz mi ordenador —me quejo hostil intentando cerrarlo.


—Te estás volviendo muy multicultural —se burla con la misma impertinente sonrisa.


Se acabó. No pienso quedarme a ver cómo sigue riéndose de mí.


—Eres un capullo —siseo.


Me giro dispuesta a marcharme, pero, antes de que logre alcanzar la puerta, Pedro estira su armónico cuerpo, me agarra de la muñeca y vuelve a llevarme hasta él. Me deja entre sus piernas, pero no me suelta.


—Si querías saber lo que significa a chara, ¿por qué no me lo preguntaste? —me desafía, mirándome directamente a los ojos.


—Lo hice y tú no me respondiste.


—¿Y siempre vas a rendirte a la primera, Niña Buena?


Esa frase parece esconder muchas cosas que no soy capaz de adivinar. Otra vez está retándome, como si siempre quisiese que tuviera que armarme de valor y dar un paso más.


—No quería que pensaras que le estaba dando importancia, porque no la tiene —le digo y, sin quererlo, mi voz se agrava, presa de que estemos así de cerca, de que me tenga entre sus piernas, y, sobre todo, de que su mano siga sujetando mi muñeca—. Además, es lo que somos, ¿no? A chara significa amiga.


Ahora quien lo desafía soy yo.


Pedro niega suavemente con la cabeza.


—Ésa es su traducción más común, pero no es su único significado.


Sonríe como sólo él sabe hacerlo y todo mi cuerpo se tensa.


—A chara significa nuestra conexión con el otro —susurra con una voz sencillamente perfecta—. Así que, cuando se lo llamamos a otra persona, es como si mencionáramos en dos palabras todo lo que nos une a ella —Pedro libera mi muñeca, mueve su mano y abre la palma, posesiva, sobre mi estómago—, todo lo que nos gusta —avanza hasta mi cadera y se agarra con fuerza, casi haciéndome daño, y una oleada de placer se desata por todo mi cuerpo—, todo lo que deseamos.


Pedro —murmuro inconexa a la vez que coloco mi mano sobre la suya.


Debería pedirle que se marchara, debería empezar a ser consecuente conmigo misma, con lo que es mejor para mí.


—¿Te gustó que lo hiciera?


—Sí —murmuro.


Otra vez el ambiente que nos rodea parece querer demostrarnos todo el deseo que un puñado de palabras pueden contener. Su cuerpo ordena y el mío responde. Ni siquiera sé cómo hemos llegado a este punto, pero ya no tengo nada claro que quiera escapar.


—¿Por qué?


—¿Por qué siempre tienes que preguntarme por qué?


—Porque me gusta ponerte al límite, Niña Buena —sentencia sexy, sensual, engreído, exactamente todo lo que es Pedro Alfonso.


Mi BlackBerry empieza a sonar en algún punto del despacho, pero yo lo oigo como si sonara en otro continente. 


No quiero moverme de aquí por nada del mundo. Pedro vuelve a sonreír y se inclina despacio sobre mí, hasta que sus labios casi acarician el lóbulo de mi oreja.


—Deberías cogerlo —susurra divertido.


Se aparta al tiempo que su sonrisa se ensancha y yo vuelvo a la realidad de golpe.


—Claro —prácticamente balbuceo.


Vuelvo al otro lado de la mesa y recupero mi móvil. Logro descolgar justo antes de que la llamada sea desviada al buzón de voz.


—Paula.


Sonrío cuando reconozco la voz.


—Hola, Adela... Es la madre de Amelia —le susurro a Pedro, que asiente, tapando el auricular—. ¿Todo bien? —vuelvo a hablar con ella.


—Gustavo no ha aparecido —me explica.


—¿Qué?


Mi voz y mi sonrisa se evaporan de repente. Mi cambio de tono hace que Pedro alce la mirada y me observe preocupado.


—¿Cómo que no ha aparecido?


No puede ser verdad. No puede haberlo hecho otra vez.


—Llevamos esperándolo más de una hora.


En ese momento llaman a la puerta de mi despacho y Amelia entra. No tiene cara de buenos amigos.


Se dispone a hablar, pero algo a su espalda me distrae y, cuando veo a Gustavo salir del ascensor, pierdo la poca cordura que me queda.


—Maldito hijo de puta —siseo.


Salgo del despacho como una exhalación y del mismo modo cruzo la sala. Cuando al fin lo tengo delante, ni siquiera lo pienso y le doy una sonora bofetada delante de medio departamento de contabilidad.


—¿Cómo has podido atreverte? —grito—. ¿Eso es lo que vale tu palabra? ¿Tan poco hombre eres?


—Paula, déjame explicarme.


—¡No! —grito de nuevo con la rabia saturando mi voz—. ¡No pienso volver a escucharte nunca! Eres un cobarde de mierda que no se merece lo que tiene. No te lo mereces.


Las lágrimas comienzan a caer por mis mejillas. ¿Cómo ha sido capaz?


—Paula, tienes que ayudarme —me exige.


Ahogo una sonrisa irónica y fugaz en un suspiro aún más corto.


—¿Cómo tienes el valor de pedirme eso? Lárgate.


—Ni lo sueñes.


—¡Lárgate!


¡No quiero escucharlo! ¡No quiero tenerlo cerca!


—No pienso irme de aquí sin que me ayudes —me amenaza.


—Te ha dicho que te largues —lo interrumpe Pedro con su voz amenazadoramente suave, colocándose a mi lado—. ¿Eres tan jodidamente idiota que no entiendes esa palabra?


Gustavo traga saliva.


—Esto no es asunto tuyo —gruñe, tratando de que no se note el gusano miserable que es.


—Paula es asunto mío —replica Pedro dando un paso adelante, lleno de una intimidante seguridad —. Así que no te haces una idea del puto problema en el que acabas de meterte.


Miro a Pedro y por un momento me siento increíblemente protegida. Nadie en diez años había conseguido que me sintiese así.


—Márchate, Gustavo —le pido más serena.


—¡No voy a largarme! —grita desagradable.


—No se te ocurra volver a hablarle así —lo corta Pedro.


Gustavo retrocede un paso.


—He metido la pata, Paula —recapacita, tratando de sonar más amable—, pero no puedes pasar de mí.


Que reconozca su error no cambia las cosas. No es la primera vez que lo hace y sus palabras acaban cayendo en saco roto.


—Márchate, por favor —repito, cruzándome de brazos y bajando la mirada.


Una vez más ha conseguido que sienta que mido sólo dos centímetros.


—Paula, no lo hagas por mí.


Alzo la cabeza. Las lágrimas vuelven a caer. ¿Por qué ha tenido que decir precisamente eso?



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