jueves, 27 de julio de 2017

CAPITULO 26 (TERCERA HISTORIA)





Al día siguiente me levanto ridículamente temprano incluso tratándose de mí. Antes de decidir por fin que no puedo seguir escurriendo más el bulto y debo marcharme a la oficina, he bajado a las lavadoras del sótano a hacer la colada, he limpiado la cocina, he preparado tortitas para desayunar, he vuelto a limpiar la cocina y he arreglado todos los armarios de la casa... además de ponerme al día con una veintena de correos electrónicos de trabajo, cerrar cuatro estudios de marketing cuyas carpetas estaban abarrotando el lado derecho de mi cama desde hace cuatro días y corregir por última vez mi proyecto del máster.


He llegado a la oficina a eso de las nueve. Detesto ser impuntual, pero no tengo ni una mísera idea de cómo debo enfrentarme a Pedro después de lo que pasó ayer. No es que la teoría no esté clara: seguimos siendo amigos y nada más que amigos, sólo que ahora somos amigos que han gritado el nombre del otro mientras llegaban al orgasmo, en mi caso tres veces. El inquietante problema es la práctica. 


¿Cómo voy a fingir que no tengo cristalinamente claro que el Guapísimo Gilipollas folla de miedo ahora que lo sé por experiencia propia? No tengo mucho con qué comparar, es cierto, pero también es mezquinamente verdad que, por riguroso orden en dioses del sexo, tenemos a Pedro Alfonso, Apolo y Giacomo Casanova, y estoy segura de que la distancia con el segundo es larguísima. Por Dios, ¿qué voy a hacer?


«Eso debiste pensarlo antes de proponerle echar un polvo.»


Voz de la conciencia, no ayudas.


Atravieso la planta y me dirijo a su despacho con andar inseguro. Si algo tengo claro es que no pienso dejar que crea que me estoy comportando como una cría evitándolo y, teniendo en cuenta que estoy pisando Cunningham Media una hora tarde, lo mejor es pasarme por su oficina y dar las oportunas explicaciones.


Llamo y espero nerviosa.


—Adelante —me da paso.


Su voz, a pesar de la distancia y de la madera maciza, me atraviesa y algo dentro de mí me recuerda una vez más a quién voy a ver y todo lo que pasó ayer.


Respiro hondo y abro decidida la puerta. Puedo con esto. 


Sólo tengo que mostrarme natural, como si eso que me empeño en rememorar a cada segundo no hubiese sucedido.


—Hola —lo saludo cantarina, caminando hasta el centro del despacho.


Pedro sonríe sin levantar su vista de los documentos que revisa. Probablemente he estado un pelín más efusiva de lo normal. Está increíblemente guapo. Un traje de tres piezas negro, una camisa de rayas, una elegante corbata; los ojos azules concentrados en lo que lee y el pelo de recién follado, como siempre. ¡Qué injusticia!


—Has llegado un poco tarde, Chaves—comenta burlón.


Por un momento sólo lo observo escribir algo con su reluciente estilográfica. ¿He vuelto a ser Chaves? Eso es positivo. Es bueno para los dos. Volver al terreno de la amistad y nada más.


«¿Cómo era eso? Ah, sí, las vicepresidentas listas no se autoengañan... Chaves»


Doy el suspiro mental más largo de la historia. Todavía puedo con esto.


—Eres muy observador, Alfonso—comento socarrona sentándome en el borde de su mesa. Si yo vuelvo a ser Chaves, él vuelve a ser Alfonso—. Tenía cosas que hacer y he adelantado mucho al no tenerte a ti incordiándome cada quince segundos.


Suelto una risilla, encantada con mi propia broma. Pedro levanta al fin la cabeza.


—Incordiar... qué interesante palabra —comenta fingidamente pensativo, alzando la mirada. Me temo lo peor—. Me pregunto en qué idioma «Pedro, sí, por favor, sí» —pronuncia en un jadeo, imitando mi voz— significa decirle a alguien que te incordia... cada quince segundos —sentencia, riéndose claramente de mí.


Yo abro la boca absolutamente escandalizada bajo su atenta mirada. Pedro se levanta y, tras darse un tirón en la chaqueta, se la abotona con elegancia.


—Eres un cabronazo —protesto divertida. He perdido la cuenta de cuántas veces se lo he dicho ya.


—Y tú estás encantada —replica apoyando las manos en la mesa e inclinándose hacia delante, quedándose muy cerca de mí.


Frunzo los labios sin poder apartar mis ojos de los suyos, conteniendo una sonrisa y también muchas otras cosas.


—Alguien debería enseñarte a comportarte.


—¿Segura? —susurra un poco más cerca, un poco más indomable, con una media sonrisa y toda esa seguridad en sí mismo.


—Paula.


Quiero dejar de mirarlo, pero no puedo. Maldita sea, ¿por qué tiene que ser tan rematadamente sexy?


—Paula —La voz de Amelia desde la puerta me saca de mi ensoñación. Creo que no es la primera vez que me llamaba.


—¿Sí? —respondo girándome.


—Han llamado de la secretaría del máster. Han adelantado la fecha de consignación del proyecto. Tienes que entregarlo hoy.


¿En serio? No pasa nada. Lo tengo todo controlado.


Me levanto de un salto a la vez que miro mi reloj de pulsera. 


Ahora mismo me alegro muchísimo de haberme levantado tan temprano esta mañana.


—No hay problema —me parafraseo en voz alta, repasando mentalmente lo que me queda por hacer: recoger el proyecto de la tienda donde lo dejé esta mañana para que lo imprimieran, revisar la encuadernación, añadir la tarjeta de memoria con las demos, asegurarme de que me quedo con una copia para preparar la presentación y llevarlo todo a la New York Advertising Association—. ¿Puedes pedirme un taxi? —le pregunto a Amelia.


Obviamente me va a hacer falta.


—No es necesario —nos interrumpe Pedro—. Tengo una reunión en los juzgados del distrito. Puedo dejarte en la New York Advertising Association.


Asiento encantada e involuntariamente me tomo un segundo de más para observarlo.


Sólo sois amigos, Bluebird.


Asiento de nuevo, esta vez para mí, y me dirijo hacia la puerta a paso ligero.


—Dame veinte minutos, Alfonso.


—Tienes diez, Chaves —replica—, así que mueve el culo.


Le dedico mi peor mohín y él, cogiéndome por sorpresa, me lo devuelve, lo que me hace frenarme en seco y sonreír, casi reír.


Definitivamente sólo podemos ser amigos. No quiero perder esto por nada del mundo.


Diez minutos después estamos montados en su elegante Jaguar. Por suerte, en la imprenta han sido de lo más profesionales y lo tenían todo listo. La encuadernación es perfecta e incluso han dejado un práctico espacio para poder colocar la tarjeta de memoria.


—No vamos a llegar —gimoteo mirando el reloj y, a continuación, el centenar de coches que nos rodean en pleno atasco en la Quinta Avenida.


—Sí vamos a llegar —responde Pedro paciente—. Estaremos allí en unos minutos.


—No veo cómo —protesto.


El Jaguar avanza unos metros y vuelve a detenerse en seco. 


Resoplo.


—Vas a llegar a tiempo —me recuerda Pedro.


Yo frunzo el ceño, miro por la ventanilla y vuelvo a resoplar.


El tráfico de Manhattan piensa ponérmelo difícil esta mañana.


Una musiquilla inunda de pronto el interior del coche. Miro a mi alrededor y comprendo que es el móvil de Pedro. Se lo saca ágil del bolsillo interior de la chaqueta y descuelga sin ni siquiera mirar quién es.


—Alfonso —responde —... 9,5 millones sería lo mínimo. No nos interesa si el capital imponible es menor... La legislación china es bastante estricta en ese aspecto, pero podemos introducirlo a través de cualquiera de sus ciudades estado. Hablamos de un 2,7 en vez de un 3,4 en el impuesto base, y alrededor de unos cien mil yuanes por dólar en las tasas impositivas... Definitivamente, no —sentencia perdiendo su mirada en la ventanilla—. Hay que olvidarse de ese aspecto. 
La demanda civil pasaría a ser penal, iríamos a juicio y, si hablamos del juez Petersen, podría invalidar todos los acuerdos que se firmaron con la empresa matriz en Corea del Sur y tendríamos que volver a renegociar con Houston.


Lo contemplo casi hipnotizada. Es abrumadora la rapidez con la que pasa de hablar de bolsa a legislación internacional o derecho nacional.


—Llámame cuando estén listos todos los prospectos de inversión. Los revisaré y añadiré todos los anexos sobre la compraventa.


Pedro cuelga y vuelve a guardarse el iPhone en el bolsillo. 


Cuando se da cuenta de que lo observo, me mantiene la mirada hasta que finalmente se humedece el labio inferior y sonríe.


—En serio, ¿a qué se dedica tu empresa? —pregunto como si ya no pudiese más con la curiosidad y, es cierto, no puedo.


La sonrisa de Pedro se ensancha hasta casi reír.


—No puedo contártelo.


—Vamos —gimoteo.


—Si lo hago, tendré que matarte —bromea.


Frunzo los labios y giro el cuerpo sobre la impoluta tapicería para tenerlo de frente.


—Cuéntamelo, Alfonso. Sé guardar un secreto.


Pedro vuelve a humedecerse el labio inferior, sopesando mis palabras.


—Interesante, Chaves. Confiésame un secreto y yo te contaré a qué se dedica mi empresa.


—¿Qué? No —me quejo—. No es justo.


—No me interesa ser justo —replica.


Pedro —protesto otra vez—, que no te interese ser justo no es... justo.


Él sonríe, encantado por mi pataleta. Está claro que no voy a convencerlo.


—Yo he preguntado primero —le recuerdo, intentando salirme con la mía.


—Yo salgo a correr todos los días.


Arrugo el ceño.


—¿A qué viene eso? —inquiero confusa.


—No lo sé, creía que estábamos diciendo cosas que no tuviesen ninguna importancia en esta conversación.


Lo fulmino con la mirada y él enarca las cejas sin ningún arrepentimiento.


—Eres lo peor.


—Quiero un secreto de los buenos —me advierte—. Nada tipo la Niña Buena una vez no hizo los deberes.


Lo miro mal, otra vez, al tiempo que analizo todos mis recuerdos. Quiero contarle algo que lo deje totalmente escandalizado y, de paso, le haga tragarse toda esa arrogancia.


—Cuando tenía quince años, una compañera de clase y yo robamos el examen final de arte y...


Pedro chasquea la lengua contra el paladar, interrumpiéndome, a la vez que niega con la cabeza.


—Eso no me vale. Quiero algo más morboso —añade con una media sonrisa.


—A los dieciséis, me cole en un concierto de Maroon 5 y...


—Ah, ah —vuelve a cortarme—, quiero algo más especial. —Su voz se vuelve más ronca con la última palabra y, de pronto, el ambiente parece hacerse más íntimo, más sensual—. Quiero algo que nos incumba a ti y a mí.


Trago saliva. No sé qué contestar, ni siquiera sé qué hacer. 


¿Cómo puede ser tan fácil para él hacerse con todo el control, con el ambiente entre los dos, conmigo?


—A veces me haces sentir como si tuviese diecisiete años 
otra vez —murmuro.


Pedro sonríe canalla mientras recorre mi cara con la mirada.


—¿Y eso es malo?


—No lo sé, pero yo no puedo dejarme llevar —me apresuro a responder a la vez que agacho la cabeza.


No soy una cría. Tengo responsabilidades.


Pedro coloca el reverso de su mano en mi barbilla y me obliga a alzarla suavemente. Cuando lo hago, sus ojos ya me están esperando.


—No pasa nada por dejarse llevar.


Me siento como Eva en el paraíso. Es tan tentador.


—Ojalá fuese tan fácil —musito otra vez, dejándome arrastrar por esa mirada llena de atractivo, sensualidad y arrogancia a partes iguales.


—Sólo tienes que desearlo.


Mis ojos bailan de los suyos a su boca. Quiero que me bese a pesar de tener clarísimo la mala idea que sería. No puedo pensar en otra cosa.


—El deseo es lo que mueve el mundo, Niña Buena —sentencia.


Su cálido aliento ya baña mis labios. No quiero quererlo, pero ya no puedo evitarlo. Cierro los ojos.


Noto su sonrisa traspasar mi cuerpo.


—Ya hemos llegado —me anuncia, rompiendo su hechizo y volviéndose a dejar caer contra el sillón.


Yo abro los ojos desorientada. El Jaguar se ha detenido delante del edificio de la New York Advertising Association. Ni siquiera me había dado cuenta de que habíamos dejado el atasco atrás y ya nos movíamos.


Llevo mi vista hacia Pedro sólo un segundo y rápidamente la aparto. ¡Prácticamente he estado a punto de pedirle que me besara! Pero ¿qué me pasa? Miro mi reloj de pulsera y balbuceo un par de palabras de la manera más torpe y bochornosa posible hasta que una frase sale con claridad de mis labios.


—Será mejor que baje ya si quiero encontrar la secretaría abierta.


Pedro asiente y le hace un imperceptible gesto al chófer, que automáticamente desciende y nos abre la puerta.


En los pocos metros hasta la puerta del edificio y mientras cruzamos el vestíbulo después, ninguno de los dos dice nada. Yo sigo en ese limbo fabricado a base de excitación y puro deseo que se creó en el coche. «El deseo es lo que mueve el mundo.» ¿Por qué todo lo que dice tiene que sonar a sexo? Desde luego, eso no me pone las cosas fáciles.


—Me debes una respuesta, Alfonso —me quejo mientras esperamos a que las puertas del ascensor se abran.


Lo que ha pasado en el Jaguar no cambia las normas. Sólo somos Chaves y Alfonso, aunque Chaves se imagine a Alfonso desnudo más veces de las que debería.


Pedro frunce el ceño un segundo, con la mirada aún fija en el acero, y finalmente sonríe.


—¿Estás dispuesta a correr ese riesgo, Chaves? —inquiere girando la cabeza para mirarme.


—Sin dudar.


—Soy una especie de asesor —dice eligiendo cuidadosamente cada palabra—. Ayudo a mis clientes
en todo lo que necesiten.


Frunzo los labios pensativa. Esa respuesta es exquisitamente ambigua.


—¿Eres economista?


—En parte.


—¿Un agente de inversiones?


Lo sopesa un instante y, tras un par de segundos, niega con la cabeza.


—No exactamente.


—¿Abogado?


—Si el cliente necesita que lo sea, sí.


—Pero no vas a juicios...


—No es mi especialidad.


Lo miro meditando mi próxima pregunta, pero finalmente choco las palmas de mis manos contra mis costados en una clara señal de rendición.


—Me he perdido —confieso, encogiéndome de hombros y concentrándome de nuevo en las puertas del ascensor.


—Es tan sencillo como que les digo a mis clientes dónde, cómo y cuándo invertir, gestiono su patrimonio, llevo sus asuntos legales, robo cajas fuertes en fiestas elegantes...


Al escuchar la última parte, me giro con los ojos entornados y la sonrisa contenida, pero Pedro, lejos de admitir que bromeaba, me observa como si no hubiese dicho nada fuera de lo común y, al cabo de un par de segundos, los dos estallamos en risas.


—Eso me suena a chico de los recados con traje caro —sentencio burlona en cuanto nuestras carcajadas se calman.


Él suelta un silbido, fingiendo que mis palabras le han dolido.


—Viniendo de una vendemotos —replica—, no me lo tomaré como algo personal.


Le hago un mohín y él me devuelve su sonrisa más impertinente.


—¿Y qué estudiaste?


—Económicas y derecho en Columbia, y un máster en administración de empresas y comercio exterior en la Universidad de Washington.


—¿Washington? —pregunto confusa.


Es una universidad muy buena, pero alguien como él seguro que pudo optar a Harvard, Northwestern o la propia Columbia. Además, adora Nueva York.


Por un momento parece un poco incómodo.


—Soy de Portland —responde sin darle ninguna importancia—. Me apetecía estar más cerca de casa un tiempo.


Asiento. Tiene sentido.


En ese instante las puertas del ascensor se abren. Amanda Harris, otra de las alumnas del máster, está dentro, apoyada en la pared del fondo, con un carísimo vestido, unos carísimos tacones y su melena pelirroja cayendo en una kilométrica cascada, revisando lo que imagino es su proyecto. No me cae mal, pero tampoco somos amigas. 


Cuando llegué aquí, hace casi un año ya, vine sin ninguna idea preconcebida, sólo a aprender. Muy pronto me di cuenta de que Amanda no pretendía lo mismo. Ser el número uno de este máster abre muchas puertas, y ella no piensa hacer amigos ni prisioneros.


—Buenos días —la saludo entrando y caminando hasta la esquina opuesta.


—Buenos días —responde por inercia.


No repara en mí más que unos segundos, pero, justo cuando va a volver a sus papeles, Pedro entra en el ascensor y capta de inmediato su atención. Se saludan y, aunque ella agacha de nuevo la mirada hacia su dosier, de reojo sigue observándolo.


Pedro, entre las dos pero más cerca de mí, estira las manos a lo largo de la baranda que sigue la pared del ascensor y pierde su vista al frente. Ella vuelve a mirarlo apenas un segundo y se incorpora suavemente.


—Ha sido una auténtica locura, ¿verdad? —comenta Amanda—. Creí que no conseguiría entregar el proyecto a tiempo. ¿Tú qué tal?


La palabra proyecto es la que me hace darme cuenta de que está hablando conmigo. Sonrío algo confusa y también me incorporo. Creo que es la tercera vez que me dirige la palabra en un año.


—Esta mañana me levante temprano... por pura casualidad —añado evitando la mirada de Pedro—. Supongo que he tenido suerte.


Nos detenemos en el séptimo piso. Las puertas se abren y sube Thomas Szicoski. En cuanto nuestras miradas se encuentran, me barre de arriba abajo. Es un buen tío, pero a veces hace que me sienta un poco incómoda. Hizo lo mismo cuando hablamos del proyecto el día que iba a comer con Pedro para celebrar que sólo quedábamos diez en el máster.


Al verlo, la expresión de Pedro cambia por completo en una décima de segundo. Si no fuera imposible, diría que se ha puesto tenso, en guardia.


—Hola, Paula —me saluda con una sonrisa, sacándome de mi ensoñación. El ascensor arranca de nuevo—. Amanda.


Ella asiente y los dos miran a Pedro a la vez, aunque con expresiones completamente diferentes.


—Chicos, él es Pedro Alfonso —los presento—. Pedro, ellos son Amanda y Thomas.


—¿Pedro Alfonso? —prácticamente me interrumpe Amanda dando un paso hacia él—. ¿Bromeas? —añade, llevándose la palma de la mano al pecho—. Trabajo para Brenan McCallister. Tu empresa le hizo ganar sesenta y siete millones de dólares el trimestre pasado. Eres un hombre muy popular por allí.


Pedro le sonríe. Miro la pantalla del ascensor. ¿Por qué los números pasan tan increíblemente lentos?


—¿Has tenido problemas con el proyecto? —me pregunta Thomas.


—No —niego, pero en realidad no le estoy prestando atención. Amanda sigue coqueteando descaradamente con Pedro y él no parece sentirse muy incómodo.


—Ha sido realmente estresante —continúa.


—Sí —balbuceo.


Amanda murmura algo y se acerca un poco más a él. Pedro se humedece el labio inferior y sonríe. ¿En serio? ¡Estoy aquí!


—Estaba pensando que podríamos tomarnos una copa para celebrarlo.


Ella alza la mano y acaricia su antebrazo mientras vuelve a decir algo y sonríe encantadísima. Él no la aparta. Nos acostamos ayer. ¿Ni siquiera piensa esperar veinticuatro horas antes de tontear con otra chica?


—Paula.


—¿Sí? —respondo volviendo a mi realidad—. ¿Qué? —añado torpe al comprender que me ha dicho algo y no le estaba escuchando.


Thomas sonríe.


—Te preguntaba si quieres salir a tomar una copa.


—No lo sé —musito.


Vuelvo a mirar a Pedro. En ese instante él ladea la cabeza y nuestras miradas se encuentran un segundo justo antes de que yo aparte la mía. Thomas se acerca un poco más y me acaricia la mejilla con el reverso de los dedos. Mi primera reacción es apartarme de un salto, pero mi cuerpo se queda extrañamente paralizado por la propia incomodidad que siento. Después no lo hago porque no quiero. Si Pedro puede tontear en un lugar ridículamente pequeño conmigo delante, yo también puedo hacerlo.


Los observo de reojo todo lo discreta que soy capaz. Pedro tiene la mirada clavada en nosotros, en lo que hacemos. Otra vez parece tenso.


—¿Qué me dices?—inquiere de nuevo Thomas.


Amanda vuelve a decir algo, vuelve a sonreír y él sigue allí con ella. No pienso dejar que piense que me tiene donde quiere. Si a él no le molesta su mano en su antebrazo, a mí no me molesta la mano de Thomas en mi mejilla.


Las puertas del ascensor se abren.


Pedro le sonríe. No lo soporto.


—Deberíamos salir o cerrarán la secretaría —respondo.


No quiero seguir un segundo más aquí.


Antes de abandonar el diminuto cubículo, mi mirada se cruza un instante con la de Pedro, pero no dejo que la atrape. 


Ahora mismo estoy demasiado enfadada.


Pedro se queda haciendo unas llamadas mientras Amanda, Thomas y yo pasamos a secretaría. Los veinte minutos que tardamos consignando los trabajos, no deja de sonreír como una idiota. Sé perfectamente quién es el responsable de esa sonrisa y los odio a los dos.


Afortunadamente, uno de los profesores retiene a Thomas y Amanda. No me apetece compartir ascensor de vuelta con nadie.


—Audrey —me llama Amanda cuando estoy a punto de salir de secretaría.


Resoplo y me giro malhumorada. ¿Qué es lo que quiere?


—Dale esto a Pedro, por favor —me pide sin mucha amabilidad, tendiéndome un trozo de papel que acaba de arrancar de su agenda—. Gracias.


Sin esperar respuesta, se marcha y yo me quedo mirando con cara de idiota el papel con su nombre y su número de teléfono. Definitivamente, esto tiene que ser alguna broma de cámara oculta.


Salgo de la secretaría furiosa como lo he estado pocas veces en mi vida. Pedro está apoyado, casi sentado, en una de las ventanas, con las manos sobre el poyete y la mirada perdida a su espalda. Al darse cuenta de mi presencia, se incorpora y camina hasta mí. También parece enfadado, pero no me importa porque yo lo estoy mucho más. El papel en la mano derecha me arde. Soy plenamente consciente de que no somos nada, pero por lo menos podría haber tenido un poco más de tacto antes de ponerse a ligar con Amanda. 


Maldita sea, ¿cómo pensó que iba a sentarme? Mi cabreo aumenta hasta un límite insospechado.


Está a unos pasos cuando echo a andar, prácticamente a correr, hacia el ascensor.


—¿Qué demonios? —le oigo farfullar antes de salir de la antesala de secretaría y enfilar el soleado pasillo tras de mí.


Pulso el botón con rabia y me cruzo de brazos, esperando. 


Por suerte está en planta y las puertas de acero se abren inmediatamente, dejándome paso. En cuanto estoy dentro, aprieto el botón para que se cierre y se mueva. No quiero verlo. Sé que debería calmarme, es lo mejor y más sensato, 
pero sencillamente no soy capaz.


Cuando por fin las puertas comienzan a cerrarse, sonrío victoriosa, pero, justo antes de conseguir mi propósito, Pedro llega con el paso acelerado y logra entrar.


—¿Se puede saber qué te pasa? —protesta arisco.


Yo sonrío irónica y muy cabreada.


—¿En serio tienes que preguntármelo?


—Paula —me reprende con la voz amenazadoramente suave.


Logra intimidarme, pero no dejo que lo vea.


—Toda la culpa es tuya —me quejo.


—Tienes que estar de broma —replica malhumorado.


Su respuesta me deja fuera de juego. ¿A qué se refiere? 


Rápido, se pasa las manos por el pelo y acaba llevándolas hasta sus caderas. Con el movimiento, su impecable chaqueta se abre, dejando su cuerpo armónicamente tenso un poco más al descubierto. Está furioso, pero, sobre todo, parece frustrado.


¿Por qué?


De pronto lo entiendo todo.


—Si estás tan enfadado porque te preocupa no haber podido conseguir el teléfono de Amanda, no le des más vueltas. Ella ha pensado en todo —añado con desdén, tendiéndole el trozo de papel con su número.


Pedro observa el teléfono unos segundos y clava sus ojos azules, fríos y endurecidos en mí. Golpea el botón de parada del ascensor con el puño y, con una seguridad endiablada, me acorrala contra la pared.


—Tú y yo no somos nada —pronuncia con una voz suave pero mil veces peor que un grito.


—Eso ya lo sé —me quejo.


No soy estúpida. Entiendo cómo son las cosas. No necesito que él me las repita.


Pedro aprieta los dientes, conteniéndose. Su cuerpo se tensa un poco más; me estrecha un poco más entre él y la pared.


—Escúchame bien porque no pienso volver a repetirlo: deja de comportarte como una cría y deja de dar por hecho que voy follándome a todo lo que se mueve.


Sus palabras me sacuden. Una parte de mí no para de gritar que es un mujeriego, que no cometa el kamikaze error de creerlo, pero otra mucho mayor necesita desesperadamente que sea verdad. Necesita saber que, aunque no vayamos a estar juntos, no tendré que preocuparme por cada Amanda Harris que se cruce en su camino.


Pedro —lo llamo sin saber cómo continuar, sin poder dejar de mirarlo de ningún modo.


Dame alguna prueba, oblígame a confiar en ti.


—No voy a seguir hablando de esto, Paula —sentencia.


Sin alargar un segundo más la agonía, se separa de mí, dejando el teléfono de Amanda en mi mano.


Pulsa el botón y el ascensor reanuda la marcha tras un brusco tirón. Cuando las puertas se abren en la planta baja, sale decidido, sin mirar atrás. Yo observo un momento el papel entre mis dedos y lo sigo.


Aún estoy enfadada, pero también estoy hecha un auténtico y verdadero lío.






1 comentario: