jueves, 27 de julio de 2017

CAPITULO 24 (TERCERA HISTORIA)




—¿Eres virgen? —pregunta con el ceño fruncido.


—No —me apresuro a responder—. Claro que no.


¿Por qué he tenido que contárselo? ¿Por qué tengo que ser tan bocazas?


—¿Entonces?


Tomo aire. No quiero seguir hablando de esto, pero creo que, llegados a este punto, tampoco tengo alternativa.


—Perdí la virginidad con diecisiete y las cosas no salieron como pensé que saldrían... se complicaron. —No quiero contarle toda la historia. Lo conozco y sé que, si lo hago, todo cambiará—. Y, después de eso, he estado con un par de chicos, pero no ha salido bien.


No he huido del sexo ni nada parecido. Cuando he dicho que las cosas se complicaron, no ha sido sólo una manera de salir del paso. No lo he tenido fácil, aunque haya merecido la pena, y, cuando a tu día le faltan de media diez horas para hacer todo lo que necesitas hacer, poco a poco, y sin quererlo, vas sacrificando tu vida social, y si además hay que añadir que, también en contra de tu voluntad, tienes que cargar con un idiota miserable como Gustavo, la cosa se complica todavía más.


Pedro me mira sin saber qué pensar y el bochorno, la culpabilidad e incluso el enfado empiezan a hacer mella. No tiene que cambiar la decisión que ha tomado sobre nosotros por lo que acabo de decirle.


—De todas formas, lo que acabo de decirte no cambia nada —añado rápidamente—. No tienes por qué sentirte culpable, ni cambiar de idea con respecto a nosotros.


—Paula...


Niego con la cabeza y, sin quererlo, los ojos se me llenan de lágrimas. Antes, cuando estuvimos los dos en esta misma habitación, rocé el cielo con los dedos. Fue increíble. Me hizo sentir diferente, especial... pero Pedro Alfonso es un mujeriego y eso no puedo cambiarlo por mucho que quiera. 


Es obvio que para él no significo nada. ¿Por qué tendría que hacerlo? Siempre que ha querido estar con una mujer, lo ha hecho, chicas guapísimas, llenas de experiencia. ¿Por qué iba a cambiar su manera de afrontar las relaciones por mí?


—Lo he entendido —lo interrumpo con la voz entrecortada.


—No —replica, y ahora es él quien niega con la cabeza, lleno de una rotunda seguridad—, no has entendido absolutamente nada.


Cubre la distancia que nos separa, atrapa mi cara entre sus masculinas manos y me besa con fuerza, llevándome contra el enorme ventanal. De golpe al paraíso en una sola décima de segundo. Le devuelvo cada beso y él reacciona estrechándome contra su cuerpo, aprisionándome contra el frío cristal un poco más, consiguiendo que mi corazón lata más y más de prisa.


—No quiero que las cosas cambien porque te echaría de menos —susurra sin dejar de besarme.


Trato de reordenar mis ideas, de pensar. No lo consigo.


—Estoy muerta de miedo —murmuro.


Mis palabras lo detienen en seco y lentamente se aparta sin dejar de observarme; algo me dice que nunca podré escapar de esa mirada, como si ya supiese lo que voy a decirle antes de hacerlo, como si pudiese leer en mí. Es intimidante.


—No quiero perderte —me sincero encogiéndome de hombros, casi disculpándome.


Estoy segura de que escuchar algo así es lo último que quiere de una chica.


Pedro suspira largo y pausando, recorriendo mi cara con sus ojos azules. Maldita sea, no puedo colarme por él. Tengo que protegerme.


—Yo tampoco quiero perderte a ti.


Esa respuesta es lo último que me esperaba. La sonrisa más tonta del mundo amenaza con aparecer en mis labios y sólo se me ocurre suspirar para controlarla.


—Pues entonces está claro que tenemos un problema —convengo llena de espontaneidad.


Sólo me doy cuenta de la tontería que he dicho cuando la escucho en voz alta. Pedro sonríe.


—Sí, está claro que tenemos un problema —replica burlón.


Entorno los ojos divertida y frunzo los labios. El muy descarado se está riendo de mí. Me encantaría resultar igual de intimidante que él cuando se lo propone, aunque, para ser sincera, me conformaría con poder disimular que me hace gracia.


Se inclina de nuevo sobre mí y otra vez siento que me falta el aire.


—¿Y qué sugiere que hagamos, señorita Chaves? —susurra a escasos milímetros de mis labios.


Piensa, Bluebird. No te desconcentres ahora.


—A lo mejor —prácticamente tartamudeo con la mirada fija en su boca. Dios, es muy difícil mantener la compostura cuando está tan cerca—, todo lo que necesitamos es estar juntos una vez... Sólo para dejar de pensar en cómo sería —añado rápidamente— y poder pasar página y seguir siendo amigos.


Soy plenamente consciente de que no es la mejor idea del mundo, pero quizá sí justamente lo que necesitamos. 


Después de lo que pasó hace unas horas y de las cosas que acabamos de decirnos, es más que obvio que existe algo que nos empuja el uno contra el otro y, si ignorarlo no funciona, tirarnos de cabeza a ello, sólo una vez, puede ser la solución. Además, no voy a negar que la mera idea me produce una mezcla de curiosidad, deseo y excitación digna, por lo menos, de una trilogía romántico-erótica.


Pedro me observa en silencio durante largos segundos y yo empiezo a arrepentirme de mi propuesta.


¿Y si piensa que estoy loca? ¿Y si considera que es una soberana tontería? ¿Y si no tiene el más mínimo interés en acostarse con alguien que acaba de confesarle que apenas tiene experiencia?


—¿Qué me dices? —musito, mitad nerviosa, mitad impaciente.


Si va a mandarme al diablo, prefiero que lo haga ya.


Pero entonces, tomándome por sorpresa, vuelve a apresarme contra el cristal y me besa con fuerza.


Esto es una locura. Me siento como si nada más importase, como si volviese a tener diecisiete años, como si pudiese simplemente dejarme llevar... ¡y es increíble!


Sus manos vuelan bajo mi vestido, recorre el encaje de mis medias, rodea mis muslos y me sube a pulso, anclándose a mi culo y estrechándome aún más contra su perfecto cuerpo.


—Pedro —jadeo.


Ya no necesito más.


Me besa la mandíbula, el cuello, la curva de la clavícula. Sus dientes siguen a sus labios cada vez con más fuerza. Me dejarán marca, lo sé, y creo que eso es lo mejor de todo.


—Tomo la píldora —murmuro extasiada.


No soy consciente de lo que he dicho hasta que percibo su sonrisa vibrar contra mi piel y comprendo que he sonado muy impaciente y, definitivamente, entregadísima.


Pedro se incorpora hasta que quedamos frente a frente.


—¿Has pensado muchas veces en cómo sería esto? —pregunta, aunque es una afirmación en toda regla.


Yo abro la boca dispuesta a decir que no, pero en el último segundo me falta valor para soltar semejante mentira. Pedro enarca las cejas burlón, mirándome hasta que cierro los labios y vuelvo a abrirlos para pronunciar un sí que le hace sonreír engreído.


Resoplo nerviosa y con un ardor en cada centímetro de mi cuerpo que ni siquiera puedo controlar. Me llevo las manos a la cara tratando de huir de este bochorno, pero, en ese mismo segundo, Pedro me coge de las muñecas y las atrapa contra la pared.


La excitación se hace más caliente, más líquida.


Él sonríe de nuevo, un gesto mucho más sexy, más animal, y se inclina para besarme. Sin embargo, en el último microsegundo, cuando ya casi podía rozar sus labios, se aparta apenas un centímetro.


—Dime cómo imaginabas que te follaría —me ordena.


Lanzo un profundo suspiro, tratando inútilmente de controlar mi respiración. Lo he imaginado un millón de veces. Creo que no he sido capaz de pensar en otra cosa las seis últimas semanas.


Vuelve a inclinarse sobre mí, vuelvo a sentir sus labios demasiado cerca, pero otra vez, en el último instante, vuelve a apartarse. Gimo frustrada.


—No... no puedo —jadeo.


No puedo ordenar las palabras para que salgan con sentido de mis labios y, sobre todo, no quiero parecerle otra vez una chica sin experiencia. Mi imaginación no está al nivel.


Se incorpora despacio, asegurándose de que todo mi cuerpo se hace consciente del suyo, mandándole el mensaje de que lo mejor está por llegar, pero no va a darme nada que no me haya ganado. El Guapísimo Gilipollas en todo su esplendor.


—Pues entonces sí que tenemos un problema —me advierte con la voz amenazadoramente suave.


Trago saliva. Tengo la sensación de que acabo de meterme en un buen lío y ni siquiera ahora puedo dejar de mirarlo. Sin previo aviso, agarra las solapas de mi blusa y la abre de un brusco tirón. Gimo y mi respiración se acelera todavía más, mientras los botones resuenan contra el cristal.


—¿Quieres probar qué se siente jugando conmigo, Niña Buena? Pues éstas son mis reglas: no quiero crías avergonzadas y tampoco las necesito. Demuéstrame la misma seguridad con la que te enfrentas a todo. 


No hay un solo gramo de piedad en su voz. Yo le mantengo la mirada. Un enfado bullicioso, que sólo él sabe despertarme, comienza a recorrerme entera, mezclado con todo el deseo. No soy ninguna cría avergonzada.


—Me imagino que me besas.


Mi voz apenas es un hilo, pero está llena de una genuina seguridad. Puedo hacerlo.


—¿Cómo? —inquiere inmisericorde.


No piensa ponérmelo fácil. Lo miro y aprieto los labios. 


Ahora mismo lo odio.


Recuerdo cada vez que he cerrado los ojos en mi cama y lo he imaginado sobre mí, desnudo, sudado, con todo ese masculino atractivo excitándome más y más.


—Como si no pudieses pensar en otra cosa —respondo.


Exactamente como me siento yo.


—Buena chica —susurra acercándose a mí, torturándome.


Toda mi atención vuelve a su boca. Estamos muy cerca.


—¿Qué más? —me ordena de nuevo.


Su voz es lo mejor de todo.


—Me follas —contesto con tono trémulo.


Suspiro bajito.


Bésame, por favor.


—¿Cómo?


No puedo más. Estoy a punto de arder por combustión espontánea.


—Salvaje —jadeo.


—Joder —gruñe.


Me besa lleno de brusquedad de nuevo, sin delicadezas ni permisos, buscando lo que quiere y llevándoselo. Acaricia mis pechos y baja hasta mis caderas.


—Ya sé lo mojada que estás y ni siquiera te he tocado.


Relía mis bragas en sus dedos y me las arranca de un tirón. 


La tela se deshace entre mis muslos y sus manos, y un largo y descontrolado gemido se escapa de mis labios mientras todo mi cuerpo se arquea.


—Esto te gusta, ¿verdad? —me desafía engreído, con las manos perdidas entre los dos, desabrochándose los pantalones y liberando su miembro—. A la Niña Buena le gusta que me comporte como un animal con ella, ¿por qué será que no me sorprende?


Termina de pronunciar la última palabra cuando deja su polla en mi entrada y todo mi cuerpo recibe una sacudida de puro placer. Pedro hunde las manos en mi pelo y me besa, acallando todos mis gemidos.


Una parte de mí quiere decirle que pare, que se calle, pero otra aún mayor está fascinada. Quiero exactamente eso y, el hecho de que él lo tenga tan claro, solo hace que toda mi excitación y su atractivo suban diez mil enteros de golpe.


Se saca un condón del bolsillo de los pantalones y sólo deja de besarme para rasgar el envoltorio plateado con los dientes. Es lo más sexy que he visto en todos los días de mi vida. Pedro sonríe canalla, encantado con que esté rendida a él, a esto, en todos los sentidos. Se coloca el preservativo con una agilidad pasmosa, brusco lleva mis manos contra el cristal por encima de mi cabeza y las sujeta con una
de las suyas.


—Ahora es cuando vas a gritar de verdad —me dice, mitad burlón, mitad lleno de arrogancia, incluso con un poco de malicia, como si supiese que, después de esto, todas las chicas pierden la cabeza por él.


Se queda muy cerca, casi besándome pero sin hacerlo, y con un único movimiento empuja las caderas y entra dentro de mí.


¡Joder!


Grito.


Entreabro los labios, jadeante, buscando su boca, pero él sigue inaccesible, a escasos milímetros, contemplando su obra. Retuerzo las manos bajo el agarre de la suya. Me quedo sin aire. Maldita sea, es demasiado bueno, demasiado grande, demasiado fuerte. Me llena entera. Me abre para él. Me duele. Me gusta. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!


Pedro —Su nombre se evapora en mis labios.


Sonríe de nuevo. Es un exquisito torturador.


—Necesito... —empiezo a decir, pero ni siquiera sé cómo seguir. ¿Necesito que me dé un segundo?, ¿que se mueva?, ¿que no pare nunca?


—Necesitas, ¿qué?


Esas dos palabras me dejan cristalinamente claro que él conoce la respuesta a la perfección.


Pedro —suplico jadeando mientras cabeceo inconexa.


Todos los interruptores de mi cerebro se han desconectado.


Su sonrisa se ensancha. Sale de mí. Gimo. Y me embiste de nuevo, empezando un delirante ritmo constante, cada vez más profundo, más duro, más brusco. Gimo. Grito. Todo mi cuerpo se arquea sin dejar un solo centímetro de aire entre los dos.


Marca el compás, el control. Me besa, agarra con fuerza mi cadera mientras lucho por no deshacerme como si fuera un azucarillo en la punta de su deliciosa lengua.


Mi cuerpo se tensa. Retuerzo la tela de su chaqueta a la altura de sus hombros. Tiemblo. Grito.


Maldita sea, es como vivir un terremoto subida a una lavadora mientras centrifuga...


¡Dios!


Y un orgasmo lleno de fuerza me recorre de pies a cabeza, llenándome de un placer puro, duro, sin edulcorar.


—Necesitas exactamente esto —sisea otra vez contra mi boca, con la respiración jadeante y la excitación rebosando en cada centímetro de nuestros cuerpos— y sólo acaba de empezar.


Aprieta mis muñecas con más fuerza y comienza a moverse de nuevo, entrando y saliendo, una y otra vez.


Pedro, por favor.


El placer lo inunda todo. No puedo pensar. No puedo respirar. Mi cuerpo arde.


—Quiero ver cómo te corres otra vez, Niña Buena —me ordena.


No puedo. Me partiré en pedazos.


Pedro... —murmuro de nuevo.


Mi cuerpo empieza a convulsionarse suavemente. Mis jadeos se transforman en gemidos. Los gemidos, en gritos. 


Todo vuelve a empezar. Todo da vueltas.


—Dámelo, Paula —ruge.


Y sencillamente obedezco. El deseo, la excitación, la adrenalina, todo estalla dentro de mí y vuelvo al placer, al pecado, al paraíso made in Pedro Alfonso y me corro, liberando mi cuerpo con otro maravilloso orgasmo.


Él me embiste una vez más. Sus dedos se hacen más posesivos en mi cadera, en mis muñecas; su boca me posee con más fuerza. Apoya su frente en la mía y, con un juramento inteligible, alcanza también el clímax, dejando que la electricidad más pura y el placer más absoluto lo dominen todo.


Nos quedamos muy quietos mientras nuestras respiraciones, poco a poco, van calmándose. Pedro abre su mano lentamente y deja escapar las mías. Justo antes de que se separen por completo, me acaricia el corazón de la muñeca con el pulgar y los músculos de mi vientre vuelven a tensarse deliciosamente.


Ha sido increíble. Él es increíble.


Se separa despacio y clava sus ojos en los míos. Siempre me ha sido complicado no quedarme embobada con su mirada, pero justamente ahora creo que es una misión imposible.


—Ha sido increíble —repito, esta vez en voz alta.


Un mechón de pelo me cae sobre la frente. Mi cuerpo lánguido y satisfecho no piensa hacer ningún esfuerzo para librarse de él y soplo dirigiendo los labios hacia arriba en un pobre intento por apartarlo.


Obviamente no lo consigo.


Pedro sonríe, alza la mano y suavemente me aparta el rebelde mechón.


—Ha estado genial, a chara —conviene.


—¿Qué significa a chara?


Su sonrisa se vuelve más dura y más sexy. No va a contestarme. Frunzo los labios, pero no tardo más de un par de segundos en acabar sonriendo, no puedo evitar hacerlo. 


Me siento tan cómoda con él, en todos los sentidos, y eso es lo que no quiero perder por nada del mundo. Por eso esto no puede volver a pasar. Pedro me gusta muchísimo; ni mi corazón ni yo sobreviviríamos a esta experiencia casi religiosa y acabaría enamorada de él hasta las trancas, justo lo que él jamás aceptaría.


Lentamente aparto mis piernas de su cintura. Él sale de mí haciendo que mi cuerpo se estremezca. Me baja despacio hasta que mis pies tocan de nuevo el suelo y se aleja unos centímetros más.


Lo miro y el corazón comienza a latirme muy de prisa otra vez.


Es lo mejor, Bluebird. Si te enamoras de él, lo perderás en todos los sentidos.


Me obligo a apartar la vista de él y comienzo a arreglarme la ropa. Pasamos los minutos en silencio, cada uno concentrado en lo que sus propias manos hacen. Sin embargo, en contra de mi voluntad, incluso de mi sentido común, soy hiperconsciente de cada uno de sus movimientos. Resoplo y lucho por centrarme en tratar de abrocharme la blusa de algún modo.


Pedro me observa e involuntariamente me pongo nerviosa, mucho. Si no fuera porque no estoy completamente segura de que la planta esté vacía, bajaría así hasta mi despacho, donde dejé mi abrigo.


De reojo lo veo caminar hacia mí. Alzo la cabeza, confusa, y por un momento simplemente lo observo quitándose la chaqueta. Tardo un segundo más de lo estrictamente necesario en comprender que sólo quiere prestármela para que pueda bajar sin correr el peligro de que algún informático me acorrale hasta su guarida de la planta dieciocho.


Dejo de abrocharme la blusa y bajo las manos. Pedro coloca su chaqueta a mi espalda para que pueda ponérmela y, paciente, espera frente a mí. Al mover mi brazo, la blusa resbala por uno de mis hombros y la marca de sus dientes dibujada en mi pálida piel queda al descubierto. Los dos contemplamos la señal a la vez y, cuando levanto la mirada, la suya ya está esperándome. Quiero decirle que me gustó que me mordiera, que ahora sus dientes estén marcados en mi piel, que me siento sexy y viva, pero no me atrevo.


Por la manera en la que me mira, creo que sabe exactamente en lo que estoy pensando, así que decido encogerme de hombros con una torpe sonrisa en los labios, disculpándome una vez más, en esta ocasión por confundir la lujuria del sexo con todo los demás.


Pedro frunce el ceño apenas un segundo, como si tratara de analizar mi gesto, y finalmente me abrocha caballeroso su chaqueta.


—Gracias —le digo, y no es sólo por la prenda prestada.


Él vuelve a tomarse un segundo para observarme y finalmente exhala todo el aire de sus pulmones.


—Ha sido un placer —sentencia con una sonrisa.


Yo le devuelvo el gesto. Me muerdo el labio inferior y, en un ataque valentía, apoyo las temblorosas palmas de mis manos en su pecho y, sosteniéndome en las puntas de mis Manolos, le doy un beso en la mejilla. Su olor me envuelve una vez más y, al separarme, dudo seriamente de que las piernas vayan a responderme. Pedro no aparta sus ojos de mí, pero no dice nada y yo no sé si he metido la pata hasta el fondo o no, pero era mi última oportunidad de estar tan cerca de él y no quería desaprovecharla.


Finalmente me separo y me dirijo hacia la puerta.


—Hasta mañana —me despido.


—Hasta mañana.


Bajo tan de prisa como soy capaz. Me tomo como una victoria que sea la segunda vez que lo hago en lo que va de día y no haya acabado rodando escaleras abajo ninguna de las dos veces. Afortunadamente no hay nadie en la planta principal. Vuelo hasta mi despacho, me quito la chaqueta y de inmediato me pongo el abrigo. Perfectamente cubierta, miro la prenda de Pedro y, antes de que me dé cuenta, la cojo, la doblo con cuidado y la mantengo entre mis manos. 


No puedo colarme por él y eso incluye nada de llevarme su ropa a casa y olerla hasta quedarme dormida, aunque la tentación sea grande. Resoplo de nuevo y, rápida como un gato, voy hasta su despacho y dejo la chaqueta sobre su silla. Los treinta segundos que tardo en volver a salir se me hacen angustiosamente eternos y le dan a mi cerebro el suficiente tiempo como para preguntarse qué hago si entra ahora, si me besa, si vuelve a llevarme contra la pared... No me permito el lujo de contestar a ninguna de esas cuestiones. La respuesta no encajaría muy bien con esa premisa todopoderosa de que no puedo colarme por el mujeriego de Pedro Alfonso.




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