jueves, 27 de julio de 2017
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Justo antes de entrar en mi edificio, decido hacer una escapada al de al lado. Llevo todo el camino en metro aleccionándome sobre no olvidar los errores cometidos y, sobre todo, no volver a cometerlos.
Necesito una amiga o, mejor aún, dos.
—Hola, Nueva York —me saluda cantarina en cuanto abre la puerta.
La mejor ventaja de que, entre el 255 y el 257 de la 93 Oeste, vivan mis dos mejores amigas es que resulta muy fácil conseguir una sesión de terapia y helado de chocolate para hablar de chicos.
—Saint Lake City —digo a modo de saludo, llevándome dos dedos a la frente.
—Pasa. Acaba de estar aquí el repartidor de comida china —me informa, haciéndose a un lado con la puerta.
Sonrío y entro sin dudar.
—Tengo que llamar a Amelia —le explico buscando el móvil en mi bolso.
Saint Lake niega con la cabeza.
—Ha ido con Max y Adele a alquilar una peli.
Sonrío de nuevo. Creo que somos las únicas personas que todavía van al videoclub.
—¿Qué tal te ha ido el día? —pregunta colocándose a un lado de la isla de la cocina y abriendo una de las bolsas.
—Bien —prácticamente balbuceo—... Diferente.
Saint Lake City alza la cabeza y me observa mientras dejo el bolso sobre uno de los taburetes, me dispongo a quitarme el abrigo y, en el último momento, me freno al recordar que tengo hecha jirones la blusa.
—¿Bien o diferente?
—Puede estar bien y ser diferente, ¿no?
—¿Qué ha pasado, Paula? —inquiere dejando la caja de fideos con verduras del Tang Pavilion sobre la encimera. Me conoce demasiado.
Yo me muerdo el labio inferior; ni siquiera sé por dónde empezar.
—Me he acostado con alguien —suelto de un tirón.
—¿Qué? —pregunta increíblemente sorprendida.
—No lo digas de esa manera —me quejo—. No he estado en un convento.
—Casi —responde sin dudar y sin ningún remordimiento.
Le dedico mi peor mohín y ella sonríe.
—Lo siento —dice al fin—. ¿No habrá sido con Gustavo? —inquiere de pronto, dejando de reír al instante.
—¡Claro que no!
No me acostaría con Gustavo ni aunque el presidente me mandase una carta diciéndome que es la única manera de salvar al país y a toda la raza humana. En ese caso, me sacaría la carrera de microbiología, sintetizaría el ADN humano en guisantes ultracongelados y repoblaría el mundo con niños probeta. Todo, antes de dejar que Gustavo volviese a ponerme una mano encima.
Hago el ademán de quitarme el abrigo de nuevo, pero otra vez recuerdo que no puedo hacerlo.
—¿Entonces?
—Es alguien del trabajo —respondo escueta.
Mejor obviar el hecho de que ha sido con el Guapísimo Gilipollas.
—Sexo en el trabajo —comenta con una sonrisa divertida, pero también con un punto de malicia—, el pilar principal de la literatura erótica y de que el absentismo laboral no esté en el setenta por ciento.
Asiento mientras abro otra de las cajitas de cartón y robo una miniempanadilla. Ésa es una verdad irrefutable.
—Bueno, ¿y qué tal fue?
Yo finjo estar muy concentrada en el trozo de empanadilla que aún tengo entre los dedos y en el que ya me estoy comiendo.
—Estuvo —digo al fin sin levantar la vista—... muy bien.
Estuvo realmente bien, más que bien.
Asiento varias veces, probablemente diez más de lo necesario, ante la atenta mirada de mi amiga, hasta que no puedo más y una risa catártica, casi liberadora, que nace en mi estómago y me recorre todo el cuerpo, sale de mis labios.
—Fue increíble —sentencio entre carcajadas.
—Ya veo —responde riendo también.
Sigo estando nerviosa y también hecha un completo lío, pero me siento genial. El sexo fue liberador y recordarlo sigue teniendo el mismo efecto.
—¿Y vas a volver a verlo?
—Somos amigos —le aclaro—, y vamos a seguir siendo sólo eso, sin sexo.
—¿Por qué?
—Porque es lo mejor.
—No todos los tíos acaban siendo unos capullos integrales como Gustavo, ¿sabes? —me recuerda.
—Lo sé, pero no quiero perderlo como amigo. Me gusta estar con él, hablar con él. Si vamos más allá, estoy segura de que al final me enamoraré y él es un mujeriego de los que hacen historia. Todo acabaría complicándose y lo perdería.
Tuerzo el gesto. Odio pensar en esa posibilidad.
Me desabrocho el primer botón del abrigo, pero, cuando mis dedos van a tocar el segundo, recuerdo el estado de mi blusa. Vuelvo a abotonarme el primero y resoplo malhumorada, ¡maldita sea!
Saint Lake asiente, rodea la isla de la cocina muy decida y se sienta en el desvencijado taburete junto al mío.
—Las personas no siempre se van.
Esa simple frase me remueve por dentro de demasiadas maneras.
—No puedes tener ese miedo siempre —sentencia.
—Lo sé —murmuro.
Sé que tiene razón, pero es demasiado difícil.
—Si te gusta, inténtalo. Si prefieres tenerlo como amigo, deja las cosas como están. Es verdad que puede que salga espantado o salgas espantada tú, ¿quién sabe? —las dos sonreímos—, pero te puedo garantizar que, si lo pierdes, es porque no merecía la pena. Las personas que te queremos siempre vamos a estar aquí para ti. Así que cuenta con que no vas a poder librarte de mí, ni de Amelia, ni de Adele, ni
de Hernan, ni de Maxi, por supuesto... y sospecho que, aunque quisieras, tampoco podrías librarte de Sebastian.
—Eso puedo asegurártelo —bromeo.
Sonrío de nuevo y me lanzo a sus brazos sin dudarlo. Puede que hace diez años perdiera a toda mi familia salvo a mi hermano, pero los encontré a ellos. Son mi familia ahora y no podría tener una mejor.
Saint Lake se separa, me da un sonoro beso en la mejilla y regresa a su lado de la isla de la cocina.
—Ahora más te vale ir a mi habitación y cambiarte de blusa o vas a ganarte un interrogatorio en toda regla de Adele.
Yo abro la boca dispuesta a decir algo, pero acabo cerrándola. Vuelvo a abrirla y vuelvo a cerrarla.
¿Cómo lo ha sabido?
—Tengo la calefacción puesta y tú has intentado quitarte el abrigo tres veces. Creo que el sexo en la oficina fue sexo salvaje en la oficina. No está nada mal para acabar de salir del convento —apunta socarrona.
Entorno los ojos dispuesta a contestarle, pero no se me ocurre nada, así que acabo dedicándole otro mohín y poniendo rumbo a su dormitorio.
—¿Te ha dejado algún botón en su sitio? —se burla a gritos.
—Pienso ponerme tu blusa de Sarah Burton y llenártela de salsa agridulce —replico divertida.
—Qué perra, Nueva York.
—Todo lo que sé, lo he aprendido de ti, Saint Lake.
Sonrío de verdad. Sabía que necesitaba una charla con mis amigas para remontar el vuelo.
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