sábado, 24 de junio de 2017

CAPITULO 40 (PRIMERA HISTORIA)




Me bajo de mis tacones nude en el ascensor. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza. Estoy sola. 


Pedro debe de estar aún en el Archetype. Resoplo de nuevo. No me interesa donde esté. Por mí puede quedarse a vivir allí. Resoplo una vez más. Ni siquiera yo me he creído eso.


Me dejo caer en el sofá y echo un vistazo a mi alrededor. Las chicas que lo miraban en el club eran tan guapas. Erika es tan guapa. Cabeceo y enciendo la tele dispuesta a distraerme. No me apetece enfrentarme cara a cara con todos mis complejos ahora mismo.


Sonrío encantada al descubrir en el canal clásico una reposición de El sueño eterno. Me encantan las películas de detectives en blanco y negro, sobre todo las de Bogart, y en especial ésta. Es mi preferida.


Voy hasta el frigorífico, saco una botellita de agua y, para mi
sorpresa, tras rebuscar un poco por la cocina, encuentro un paquete de palomitas para microondas. Pensaba que Pedro Alfonso sólo se alimentaba de sexo y manzanas y, para todo lo demás, llamaba al restaurante italiano más elitista de la ciudad.


Mientras espero a que se hagan las palomitas, el teléfono fijo
comienza a sonar. Tuerzo el gesto y miro el aparato. Ni siquiera debería molestarme en cogerlo, no van a contestar, pero me conozco. Si no lo hago, la idea de que era algo importante me estará persiguiendo toda la noche. —¿Diga? —contesto malhumorada. Como ya sospechaba, nadie responde—. ¿Diga? —repito.


No le dedico ni un tercer «diga». ¿Quién diablos será? Pedro lo sabe. Frunzo los labios. Pedro lo sabe, pero no quiere contármelo.


Seguro que es una exnovia con problemas mentales. Sonrío con malicia.


No se merece menos.


Estoy acurrucada en el sofá, con Lauren Bacall diciendo aquello de «no me gustan sus modales» a lo que Bogart responde «a mí tampoco me vuelven loco los suyos» cuando me parece oír un ruido. Silencio la televisión y alzo la cabeza justo a tiempo de ver cómo las puertas del ascensor se abren y Pedro aparece tras ellas. Tiene la mano apoyada en la pared y la cabeza baja, pero esa increíble mirada alzada. Mick Jagger está sentado a mi lado en el sofá y Keith Richards toca la guitarra subido a la mesita de centro.


—¿Aún despierta, Pecosa? —pregunta entrando en el salón.


—Sí —murmuro nerviosa—. Estaba viendo una peli —me obligo a añadir para demostrarme a mí misma que soy capaz de hacerlo sin tartamudear.


Le presta atención a la televisión y frunce el ceño mientras rodea el sofá.


—¿Estás viendo El sueño eterno? —pregunta sorprendido dejándose caer a mi lado.


—Es mi peli favorita —confieso con una sonrisa.


Pedro me devuelve el gesto y me roba el mando para volver a activar el volumen.


—Eres una caja de sorpresas, Pecosa.


Sonrío de nuevo.


—Me encantan las pelis de detectives de Bogart. Las veía con mi abuelo.


Pedro me mira durante un par de segundos y decidido vuelve a quitarle el sonido a la televisión.


—Quiero que me hables de tu familia.


Yo me encojo de hombros.


—No hay mucho que contar —respondo jugueteando con las
palomitas.


—Aun así, quiero saberlo.


Otra vez no hay amabilidad en sus palabras. Me pregunto si conocerá el significado de la palabra empatía. A veces tengo clarísimo que no.


Resoplo y me preparo para hablar con la mirada fija en mis dedos.


No es uno de mis temas de conversación favoritos.


—No conocí…


Ahora es Pedro el que resopla interrumpiéndome. Se inclina sobre mí, me quita el bol de las manos y lo deja sobre la mesita de centro.


—Me gustaría que habláramos como adultos —me reprende exigente.


¿Empatía? Dudo mucho que sepa ni siquiera cómo se escribe.


Alzo la cabeza dejándole claro la antipatía que me despierta en este momento. Pedro me mantiene la mirada con sus ojos, ahora caprichosamente verdes, llenos de una arrogancia sin edulcorar. Es odioso. Consigue que el orgullo me hierva como nunca antes me había pasado.


—No conocí a mi padre. Se largó antes de que yo naciera y nunca he sabido nada de él. Llevo su apellido porque mi madre tenía la estúpida idea de que un día volvería.


Mi enfado con Pedro ha conseguido que diga las palabras claras, sin miedo y sin sentirme violenta. Me pregunto si es eso lo que quería conseguir y automáticamente me relajo.


—¿Y tu madre? —inquiere.


—Murió cuando tenía cinco años y mi abuela poco después, así que tampoco me acuerdo mucho de ninguna de ellas —respondo encogiéndome de hombros de nuevo—. De la noche a la mañana nos quedamos mi abuelo y yo solos. Fue el mejor padre del mundo. —Sonrío al recordarlo—. Cuando se enteró de que había utilizado el préstamo universitario para pagar sus facturas del hospital, estuvo tres días sin hablarme. —Mi sonrisa se ensancha, pero también se vuelve más triste—. Con el segundo crédito, me echó dos días de casa.


De reojo veo cómo una serena y tenue sonrisa aparece en los labios de Pedro.


—Lo último que me dijo antes de entrar en quirófano fue: «tienes que aprender a elegir mejor tus batallas, Paula Chaves».


Ahogo un triste suspiro en una sonrisa mal fingida.


Pedro alza la mano y me mete un mechón de pelo tras la oreja.


Deja su mano en mi mejilla unos segundos de más, acariciándome suavemente con la punta de los dedos. Hoy ha sido un día increíblemente intenso y, haber recordado a mi abuelo primero con Lola y ahora con


Donovan, lo ha hecho aún más. Me preocupa que mi amiga tenga razón y simplemente me esté autoengañando.


Como si pudiera leerme la mente, Pedro me coge por las caderas y me sienta a horcajadas sobre él. Ese mismo mechón rebelde vuelve a caerme por la mejilla. Pedro alza la mano una vez más y, con su preciosa mirada fija en el movimiento, vuelve a colocármelo tras la oreja.


—¿Qué pasa?


Resoplo. Nunca he sido una chica cobarde. Mi enorme bocaza no puede traicionarme ahora.


—No quiero que te corras en la boca de ninguna otra chica —suelto de un tirón.


Pedro frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar sus ojos de los míos. Está tratando de leer en mi mirada, en toda mi expresión, y por un momento puedo ver una pizca de ansiedad brotar en sus ojos tan azules como verdes.


—No te enamores de mí, Pecosa.


—No lo haré —me apresuro a sentenciar.


Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza. Nos tumba en el sofá sin permitir un sólo centímetro de aire entre nosotros.


—Prométemelo —le pido contra su labios.


Sé que es una estupidez, que no implica que no vaya a tener sexo con ellas, a estar con ellas, a enamorarse de ellas, pero necesito saber que toda la sensualidad que vivimos en ese momento, que esa pequeña burbujita de intimidad, va a seguir siendo suya y mía, y que nunca dejará que entre ninguna otra chica, que siempre me elegirá a mí.


—Te lo prometo —responde.


Y algo dentro de mí brilla con una fuerza desbocada.


No estoy siendo ni honesta, ni lista, ni leal conmigo misma.







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