domingo, 6 de agosto de 2017
CAPITULO 58 (TERCERA HISTORIA)
Me arrodillo delante de Maxi y le subo la cremallera del abrigo hasta el cuello. Hace muchísimo frío. No sé cómo he dejado que Amelia me convenza para ir al desfile del Día de San Patricio, y no lo digo por el frío precisamente.
«Es la curiosa manera en la que el universo te demuestra su sentido del humor.»
Me levanto y observo cómo mi pequeño se pone su gorro de lana.
—¿Listo? —pregunto.
—Listo —responde Maxi.
Salimos del apartamento y llamo a Amelia asomándome por el hueco de las escaleras. En un par de minutos baja y recogemos a Macarena y a Adela en la puerta de su edificio.
Las calles están inundadas de banderas de Irlanda, duendecillos de la fortuna y el color verde en trozos de tela, gorros, camisetas e incluso las caras de la gente. Si eres neoyorquino, el día 17 de marzo te vuelves irlandés, lo quieras o no.
Ése es uno de los motivos por el que no quería venir, por el que ni siquiera quería salir hoy de casa.
Todo tiene un motivo relacionado con Irlanda y así es francamente complicado dejar de pensar en un irlandés en concreto. Aun así, no puedo evitar que el ambiente me saque más de una sonrisa. Cada rincón está decorado y todo el mundo está en la calle, divirtiéndose. Esta ciudad tiene una magia especial y en días como éste parece ponerla a disposición de cuantos quieran disfrutarla. Definitivamente voy a echar mucho de menos Nueva York.
Caminamos hasta la 80 Este y nos abrimos paso hasta una de las vallas de seguridad. Estamos relativamente cerca del escenario, cosa que Amelia agradece muchísimo. Coldplay cantará tres canciones como fin de fiesta y es su grupo favorito. Maxi también está encantado, encaramado a una de las vallas y viendo duendecillos irlandeses dando volteretas y haciendo acrobacias. Unos minutos después llegan las majorettes, una banda gigantesca de gaitas, violines y guitarras tocando música típica irlandesa y más de un centenar de bailarines interpretando la danza tradicional de su país, ese baile en el que mueven los pies a un ritmo vertiginoso manteniendo tenso el resto del cuerpo.
—No puedo creerme que vayamos a ver a Coldplay —dice Amelia con una sonrisa de oreja a oreja, casi pletórica—. Espero que canten todas mis canciones preferidas.
—Lo veo poco probable, ya que tienes unas veinte canciones preferidas —replico burlona.
—Me refiero a mis canciones súper —señala haciendo hincapié en esa palabra—preferidas.
—Entonces... —arrugo la nariz como si estuviese haciendo unos cálculos increíblemente complicados—, ¿diecinueve?
Ella me fulmina con la mirada y yo no puedo evitar echarme a reír.
—Hace un frío que pela —comenta Adela.
Miro a mi alrededor poniéndome de puntillas para poder observar las tiendas de la calle.
—Voy a por unos cafés —digo al fin, divisando una cafetería.
—La mejor idea que has tenido en tu vida, pequeña —sentencia Amelia.
Mi sonrisa se ensancha.
—¿Quieres un chocolate, peque? —le pregunto a Maxi, dándole un abrazo por la espalda.
Él asiente sin dejar de mirar el desfile. Lo está pasando en grande. Sólo por eso ya ha merecido la pena venir.
—Te acompaño —me propone Macarena.
—No tardéis mucho —nos advierte Amelia cuando empezamos a caminar—. La actuación de Coldplay está a punto de empezar.
Las dos nos giramos y comenzamos a sacarle la lengua y hacerle muecas. Ella tuerce el gesto y nosotras rompemos a reír hasta que estoy a punto de chocarme con una farola y la que estalla en carcajadas es ella. Supongo que, donde las dan, las toman.
La distancia hasta la cafetería es corta, pero hay tantas personas que nos lleva unos diez minutos y unos veinte «feliz Día de San Patricio» alcanzar el local.
—Hola. Cuatro cafés y un chocolate caliente, por favor —pido a la camarera.
Ella asiente y comienza a preparar nuestras bebidas. Un hombre se detiene en la puerta de la cafetería y empieza a cantar a pleno pulmón el himno de Irlanda. Macarena y yo, como el resto de presentes en el establecimiento, lo miramos divertidas.
—¡Viva la Isla Esmeralda! ¡Viva Dios, Nuestro Señor! ¡Y vivan todas las mujeres guapas!
Antes de que termine la frase, media docena de persona en la calle y toda la cafetería gritamos «¡Viva!». Macarena y yo nos miramos y automáticamente nos echamos a reír.
—Paula —me llama cuando nuestras carcajadas se calman.
—Dime —respondo cogiendo la pequeña bandeja con los vasos de cartón que la camarera me tiende.
—Tenemos que hablar.
Lo doy un billete de veinte y miro a Macarena.
—Claro —respondo sin dudar—. ¿De qué?
—De ti —replica con una sonrisa.
Frunzo el ceño confusa.
—¿De mí?
Una sonrisa nerviosa se me escapa.
—Y de Pedro —añade.
Mi expresión cambia por completo y una punzada de culpabilidad me atraviesa.
—Macarena... —murmuro sin saber muy bien cómo seguir.
Desde que salimos del hospital, Macarena ha intentado que hablemos de Pedro, pero yo siempre he fingido que no había por qué hacerlo. Han pasado demasiadas cosas. No podemos estar juntos. Voy a estar enamorada de él toda la vida y supongo que tendré que aprender a vivir con ello, aunque todavía no tenga muy claro cómo.
—Sé que vas a fingir que no hay de qué hablar y aproximadamente doce segundos después cambiarás
de tema, pero esto es importante. Vas a marcharte a Chicago.
—Me marcho a Chicago por trabajo —replico veloz mientras cojo la vuelta de un platito de madera, me guardo una parte en el bolsillo del abrigo y me dispongo a echar la otra en el bote de las propinas. El trabajo con el señor Seseña es una gran oportunidad y Hernan ya no me necesita. Ahora forma parte del Riley Group y no volverá a tener problemas—. Es una gran oportunidad profesional —repito en voz alta
—. No tiene nada que ver con Pedro.
Cada moneda resuena contra las del fondo y cada sonido parece una señal ruidosa de que estoy mintiendo.
—Por favor —se queja Macarena—, eso no te lo crees ni tú.
Cabeceo exasperada. ¿Qué quiere que le diga? ¡No puedo quedarme aquí! Cada calle de Manhattan me recuerda a él.
—No quiero seguir hablando de esto.
—Paula, no eres feliz.
—¿Y qué? —bufo nerviosa—. ¿Tú eres feliz? Mucha gente no es feliz. —Enarca ambas cejas y yo tuerzo el gesto. Me parece que acabo de darle la razón—. Quiero decir... me gusta mi vida... casi... es una vida considerablemente agradable. —Resoplo. ¿Por qué nunca puedo dejar de hablar?—. Volverá a gustarme cuando esté en Chicago —concluyo exasperada.
Macarena sonríe.
—Pedro está enamorado de ti.
Esa frase me pilla con la guardia baja, aunque en realidad creo que nunca estaré preparada para escucharla y no sentir mariposas haciendo triples mortales en mi estómago.
—Macarena, por favor.
—Conozco a Pedro desde hace dos años. Era un sinvergüenza con demasiado encanto y nunca, jamás, se preocupó de conocer a una mujer, y entonces llegaste tú y cambió y tú cambiaste con él. Te ha hecho volver a vivir, Paula.
—Desde que lo conozco, todo se ha complicado —objeto cabeceando—. Me he sentido como si tuviese diecisiete años otra vez. He visto cómo todo se torcía, he llorado, he pensado que las cosas podían ser diferentes y he vuelto a pasarlo mal. Y ha dolido, mucho.
—Y a eso se le llama vivir —contraataca—. Sé que ha sido duro, pero mírame a los ojos y dime que no ha sido también algo increíble.
Involuntariamente recuerdo sus besos, sus brazos rodeándome, su olor.
—Sí, fue algo maravilloso —respondo sin dudar.
—¿Y por qué tienes que perderlo? —me pregunta exasperada.
Abro la boca dispuesta a decir algo, pero vuelvo a cerrarla.
Es mucho más complicado que querer o no estar con él.
¡Claro que quiero!, pero la realidad es que no puedo.
—Pedro y yo no podemos estar juntos.
—Sí que podéis.
—No, no después de todo lo que ha pasado. Macarena, tú y Amelia sois mi familia. No puedo traicionarte.
La mirada de mi amiga se hace más intensa sobre la mía y me coge de las manos.
—Quererlo no significa traicionarme —afirma llena de seguridad, pero también de todo el cariño y el amor que sentimos la una por la otra—. Eres una de las personas más importantes de mi vida y quiero que seas feliz.
Yo aprieto los labios, tratando de controlar todos los sentimientos que me están arrollando por dentro, las ganas de llorar.
—Tú también lo quieres —murmuro.
—Pero él está loco por ti.
Miro a Macarena sin saber qué decir. Pedro me quiere, pero también he tenido que despedirme de él demasiadas veces y el dolor en todas ellas ha sido sobrehumano. Si volviéramos a estar juntos y todo saliese mal de nuevo, no sé si podría soportarlo. La primera vez que pensé que me estaba colando por Pedro, me dije que debía protegerme. Creo que ha llegado el momento de escuchar mi propio consejo.
—Voy a marcharme a Chicago —sentencio.
Cojo aire y por un momento centro la mirada en los cafés humeantes.
—Será mejor que volvamos —le pido.
Macarena me observa un segundo, sopesando mis palabras y, más aún, todo lo que he pensado y no he dicho en voz alta.
—Vamos —responde al fin.
Salimos de la cafetería y regresamos con Maxi y las chicas.
El desfile ha seguido avanzado y prácticamente ha terminado. Al escenario no dejan de subir personas del equipo técnico, preparando los últimos detalles. La actuación debe de estar a punto de comenzar.
—Vamos a ver a Coldplay —repite Amelia pletórica.
Me obligo a sonreír, pero no es un gesto auténtico. No puedo dejar de darle vueltas a lo que he hablado con Macarena.
Adela nos chista y señala el escenario. Allí el movimiento se hace más frenético y aparece Bill de Blasio, el alcalde.
—Ciudadanos de Nueva York —empieza su discurso—, estamos aquí hoy como cada año para celebrar el Día de San Patricio y sacar al irlandés que todos llevamos dentro.
La gente estalla en aplausos enfervorecida y el alcalde sonríe pidiendo calma con las manos.
—Hace dos años que soy alcalde de Nueva York y este día siempre ha sido muy especial para mí, porque lo es para toda la ciudad, pero, no os preocupéis, no voy a aburriros con un discurso. Hoy estamos aquí para divertirnos.
Todos estallan en aplausos otra vez y el alcalde se echa a reír encantado.
—¡Disfrutad de Coldplay! ¡Y feliz Día de San Patricio, Nueva York!
Las miles de personas que abarrotan la Quinta Avenida comienzan a gritar y a vitorear a Coldplay y al propio alcalde. Amelia está a punto de sufrir un ataque al ver a Chris Martin, el vocalista, subir las escaleras de uno de los laterales del escenario. Sin embargo, justo cuando va a alcanzar el último peldaño, se detiene en seco y fija la vista en la parte de atrás, como si hubiese visto u oído algo fuera de lo común, y en ese mismo instante ¡Pedro aparece en el escenario!
De pronto los vítores y los gritos se apagan y todo el mundo observa la enorme plataforma negra sin saber qué está pasando. Las chicas nos miramos boquiabiertas, como lo hacen los miembros de Coldplay y el alcalde. Es tan increíblemente surrealista que alguien se haya colado de esa forma que ni siquiera son capaces de reaccionar.
—Sólo será un momento, os lo prometo —se disculpa Pedro mirando a Bill de Blasio y a Chris Martin.
Un suave murmullo se levanta entre todos los asistentes. Yo lo observo sin poder creérmelo. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué pretende?
—Estoy buscando a mi chica —responde como si pudiese adivinar las preguntas que no he llegado a formular en voz alta.
Su seguridad es aplastante, la misma que me ha marcado a fuego desde la primera vez que lo vi.
Agarra el micrófono con una mano y pierde la vista al frente como si fuera capaz de mirar a los ojos a cada persona de esta calle, ganándose su atención al instante con esas cinco palabras.
—Es increíble —continúa—, la mujer más testaruda e insolente que he conocido jamás. Es responsable incluso cuando no tendría que serlo y tiene la extraña habilidad de conseguir que me lo replantee todo. —Guarda silencio un segundo, como si recordara un instante en concreto—. Cuando la conocí, me enamoré. No fue algo premeditado, ni siquiera fui capaz de entenderlo, pero pasó, y de pronto aprendí lo que significa que alguien te importe de verdad, las ganas de querer conocerla, tocarla, protegerla del mundo... Y después la jodí y la perdí.
Pedro vuelve a guardar silencio mientras algunos «ohhh» decepcionados suenan entre el público. Yo lo miro con los ojos llenos de lágrimas. Lo quiero y en este preciso momento lo quiero todavía más. Él no me perdió, nos perdimos ambos.
Todo a nuestro alrededor nos puso demasiado complicado poder estar juntos y creo que, al final, eso es lo que más duele. Nosotros nunca dejamos de querernos, pero sencillamente ya no podíamos hacerlo.
Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente.
—Durante dos semanas he estado repitiéndome que era lo mejor, lo que tenía que pasar, y, como buen irlandés, también me he pasado dos semanas bebiendo.
Todos sonríen, pero nadie hace un ruido más allá de eso, pendientes de lo que tiene que decir.
—Pero hoy me he dado cuenta de que no tiene por qué ser así. Te quiero, Niña Buena —dice, haciendo toda esa seguridad aún más latente, más masculina, más fuerte—. Te quiero porque eres inteligente, preciosa, divertida y valiente. Te quiero porque nunca dejas de hablar y cuentas los peores chistes del mundo. Y te quiero porque ya no sé vivir sin ti —su voz se entrecorta, pero también se vuelve más dura, más indomable—, porque, cada vez que intento respirar, parece que no sé si no te tengo cerca.
Intento controlar las lágrimas, pero soy incapaz. Lo quiero, pero tengo demasiado miedo a volver a sufrir.
—Ey, amigo —lo llama un hombre en las primeras filas—, ¿cómo se llama su chica?
—Paula —responde Pedro.
—¡Paula! —grita el mismo hombre del público—. ¡Paula!
Todos a su alrededor comienzan a imitarlo y, unos segundos después, miles de personas gritan mi nombre. Yo sonrío nerviosa, sin saber qué hacer, con las mariposas revoloteando sin control por mi estómago y por todo mi cuerpo.
—¡Está aquí!—grita Macarena encaramándose a la valla de hierro junto a Maxi—. ¡Ella es Paula! —añade señalándome.
Yo la miro boquiabierta. Un par de policías se acercan y separan la valla para que pueda salir, mientras Amelia, Macarena, Adela y las personas a nuestro alrededor que se han dado cuenta de que soy esa Paula me jalean para que salga. Cabeceo tratando de organizar mis ideas, pero no lo logro. Las palabras de Pedro se han metido dentro de mí y no han dejado sitio para nada más.
—¿Tú qué opinas? —le pregunto a Maxi.
Él piensa un segundo su respuesta.
—Creo que deberías salir, mamá —sentencia con una sonrisa.
Automáticamente su gesto se contagia en mis labios.
—Te quiero mucho, peque.
—Yo también te quiero.
Asiento al policía que mantiene la valla abierta y salgo. En cuanto pongo un pie en el tramo de calle vacío por el que ha trascurrido el desfile, los gritos con mi nombre van desapareciendo y todos se quedan muy callados, esperando a ver qué sucederá ahora. Creo que nunca había visto Manhattan sumida en un silencio así.
—Paula —susurra Pedro desde lo alto del escenario de una manera casi inaudible, con los ojos clavados en mí.
Yo suspiro conteniendo las lágrimas. Me muerdo el labio inferior y asiento sin dejar de mirarlo, tratando de digerir todo lo que siento por él, lo asustada que estoy, las ganas que tengo de que me abrace, de que me bese, de ser feliz con él.
Pedro se baja de un salto, pasa las vallas de seguridad con otro y sale corriendo hacia mí. No me lo puedo creer. No me puedo creer que esto esté pasando. Nos fundimos en un abrazo y por fin, sencillamente, vuelvo a sentirme completa.
Todos estallan en aplausos. Me aferro a él con tanta fuerza, con las manos retorciendo la tela de su abrigo, que casi no puedo respirar, pero no me importa. Vuelvo a ser feliz.
—Te quiero —dice separándose lo justo para atrapar mi mirada, tomando mi cara entre sus manos.
—Te quiero —respondo.
—Va a salir bien; lo sabes, ¿verdad?
—Sí.
Se acabaron los miedos, las dudas.
—Mi vida sólo merece la pena porque tú estás en ella y voy a encargarme cada día de que seas feliz —sentencia.
Y sin decir nada más, sella este cuento de hadas besándome con fuerza. Nueva York grita y aplaude.
Coldplay empieza a tocar Charlie Brown. Cada deseo, cada sueño que he tenido, sencillamente se hace realidad. Lo quiero y Pedro Alfonso me quiere a mí. Nos hemos odiado, hemos sido amigos, nos hemos deseado y nos hemos querido, y sé que, a partir de ahora, todo eso sucederá a la vez, por eso es amor de verdad, por eso los cuentos de hadas todavía existen, por eso tengo claro que vamos a tener nuestro «felices para siempre».
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