viernes, 21 de julio de 2017
CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)
Ese vestido rojo me está volviendo loco. Este fin de semana he corrido cinco kilómetros más de lo habitual cada mañana y he sido el último en marcharme de la oficina cada noche, y nada ha funcionado. Ese vestido es mi pesadilla.
Cuando Macarena me llamó el viernes invitándome a su casa, acepté. Me gusta estar con ella. Es muy guapa, el sexo es increíble y no espera nada a cambio. Nunca me pide que salgamos a cenar o que vayamos al cine, ni siquiera exclusividad; sé que quiere todo eso, pero también que es plenamente consciente de que no voy a dárselo. Sin embargo, hoy ha sido diferente. No he conseguido dejar de pensar. Lo único que ella quiere es que esté aquí y no se lo he dado. Soy un gilipollas.
—¿Quieres beber algo? —pregunta envolviéndose en la colcha y levantándose de la cama.
Yo la observo. Su ondulada melena rubia le cae por la espalda hasta encontrarse con el borde de la prenda.
—Agua —respondo.
Ella se gira, me mira por encima del hombro y sonríe. Yo le devuelvo el gesto y sale de la habitación.
Odio ese maldito vestido rojo.
Me froto la cara con las palmas de las manos y, tras lanzar un largo suspiro, me levanto de un salto. Mientras me abrocho los vaqueros y me pongo la camiseta, echo un vistazo a mi alrededor. Todo el mundo afirma que los dormitorios dicen mucho de sus dueños. Yo los veo todos iguales, y probablemente haya visto más de los que debería.
Salgo al pequeño salón y no tardo en ver a Macarena al otro lado de la barra de la cocina de pequeños azulejos grises, llenando un vaso de cristal con agua de una botella también de cristal. Doy un paso hacia ella; cuando me tiende el vaso, lo mantengo un segundo en la mano, antes de llevármelo a los labios.
—¿Estás bien? —me pregunta.
Dejo de beber y le dedico mi sonrisa más ensayada, la que siempre consigue que se acaben las preguntas.
—Sí, claro que sí.
Apoyo el vaso en la encimera y cojo mi abrigo marinero del respaldo del sillón. Camino de la puerta, paso junto a ella y le doy un beso en la mejilla. Ella sonríe y me observa hasta que salgo de su apartamento.
En el rellano resoplo, pero inmediatamente sigo andando.
Sin embargo, aún no he alcanzado el primer tramo de escaleras cuando un ruido brusco en la planta de arriba hace que me detenga en seco. El sonido vuelve a repetirse. Este bloque es bastante tranquilo. Giro sobre mis pies y subo el primer peldaño mientras pienso qué podría ser: una pelea o quizá estén en mitad de una sesión de sexo alucinante... o tal vez yo debería meterme en mis propios asuntos. De pronto un ruido aún mayor atraviesa el ambiente y una risa chillona y desbocada inunda todo el edificio. Yo me quedo de pie, inmóvil, y al cabo de unos segundos sonrío. No sé qué hay en ese sonido casi estridente, por Dios, es la risa más
horrible del mundo, pero mi sonrisa suave y sincera sigue ahí, mientras continúo mirando hacia arriba y vuelvo a sentirme bien por primera vez desde hace dos días.
Sacudo suavemente la cabeza y finalmente salgo del edificio. Llamo un taxi y le doy la dirección del Archetype. He recuperado el buen humor y no pienso desperdiciarlo.
Todas las mañanas salgo a correr. Jeremias tiene el polo y Damian es un esnob europeo de Park Avenue que, según sus propias palabras, sólo practica el «concienzudo arte de follar». Yo tengo el rugby, pero apenas puedo practicarlo, así que, cuando quiero despejar la mente y poner mi cuerpo un poco al límite, salgo a correr... además de practicar el concienzudo arte de follar, por supuesto.
Algunas personas eligen correr por el parque, el circuito interior más pequeño, el más grande rodeando el lago; pero yo prefiero perderme por las calles de Manhattan, por el corazón de la ciudad. Siempre hago el mismo recorrido. Bajo por Madison Avenue, unas treinta y cinco manzanas hasta la catedral de San Patricio, ocho más hasta Bryant Park, y después el camino inverso por Times Square hasta la entrada sur de Central Park, bordeándolo para regresar a casa. Me gusta ver a la gente preparándose para ir a trabajar, las tiendas abriendo, a los turistas embobados con los carteles de neón. Huele a lluvia, a pan recién hecho y a café, y el sonido del viento perdiéndose entre los frondosos árboles ofrece un momento de paz casi trascendental.
Definitivamente adoro Nueva York.
Después una ducha, un traje a medida, siempre gris, gris marengo, azul o negro, y el desayuno mientras veo el canal internacional de noticias. Es una rutina perfeccionada con el paso de los años y hace dos aprendí que, si quiero tomarme el café viendo cómo va la Bolsa en Londres, no puedo permitirme secarme el pelo. Tampoco es que me importe demasiado.
Después la oficina: trabajar, comer con los dos gilipollas que tengo por mejores amigos en un sitio ridículamente caro, trabajar, trabajar, trabajar.
Y, por último, divertirme, y mucho, en el Archetype.
Ésa es mi perfecta rutina, pero durante las próximas semanas me veré obligado a cambiarla, empezando por este lunes.
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