domingo, 2 de julio de 2017
CAPITULO 65 (PRIMERA HISTORIA)
En cuanto las puertas se cierran, mis ojos se llenan de lágrimas. No llores. No te hundas por alguien que tenía en la mano ser feliz y no ha querido serlo. Cabeceo. La misma parte que me gritaba que me necesitaba ahora no para de suplicarme que me estoy equivocando, que lo ha pasado demasiado mal, que vuelva al ático y le convenza de la vida que podríamos tener... pero, por mucho que yo lo desee, no sólo depende de mí y él nunca va a permitirnos ser felices. Quizá yo no sea la chica adecuada para él, la que le haga dar el salto completamente a ciegas. Que yo lo quiera no significa que él me quiera a mí, que lo hagamos de la misma forma o que simplemente estemos dispuestos a luchar.
Me sorbo los mocos y resoplo con fuerza para contener el llanto.
Nunca había querido así a nadie y, si eso no es suficiente para ser feliz, ¿qué me queda? ¿qué tengo que esperar? Ahora mismo odio todas esas novelas románticas en las que el amor vence siempre. El amor es un asco.
El amor te rompe por dentro.
Resoplo de nuevo. Tengo que parar. Si me hundo ahora, no me recuperaré.
Pido un taxi y doy la dirección de casa de Lola. En el camino, tomo varias decisiones y esta vez no voy a dar marcha atrás con respecto a ninguna de ellas. Dejaré el trabajo. No puedo permitirme ver a Pedro y todo lo que ha pasado desde que regresé es la mejor prueba de ello.
Mañana por la mañana iré a ver a Saul e intentaré recuperar mi antiguo empleo. También usaré el poco dinero que me queda para arreglar las ventanas de mi apartamento y me mudaré. Me gusta vivir con Lola, pero necesito volver a mi casa para asimilar que no es algo temporal hasta que las cosas con Pedro se arreglen, porque ya no tienen arreglo.
Quiero seguir estudiando, pero no voy a hacerlo con el dinero de Colton, Fitzgerald y Alfonso. Buscaré una beca y trataré de volver a Columbia o la Universidad de Nueva York el semestre que viene. La última decisión es, quizá, la más importante, pero necesito una semana para poder llevarla a cabo. Sé que me va traer problemas y discusiones, pero no me importa.
Tengo que hacerlo por mí.
Entro en el apartamento con los zapatos en la mano. Me quito el abrigo y lo dejo con cuidado con el sofá. Miro por la ventana. Ya casi ha amanecido. Resoplo y otra vez tengo que aguantarme las lágrimas. Ya lo echo de menos. Lo echo muchísimo de menos. Una lágrima cae por mi mejilla.
—¿Estás bien? —pregunta Lola adormilada saliendo de la habitación.
Niego con la cabeza. Si hablo, romperé a llorar.
—¿Pedro? —pregunta llena de empatía y muchísima dulzura.
Me encojo de hombros.
—Ya da igual, porque se ha acabado y esta vez es de verdad — murmuro con la voz llena del llanto que no me permito llorar—. Le quiero con todo mi corazón, pero él no está dispuesto a permitirlo.
Lola tuerce el gesto mirándome con ternura. Sospecho que no necesitaba escucharme decir que quiero a Pedro. Ella lo ha tenido claro incluso antes que yo.
Se acerca a mí y me coge de la mano.
—No te abrazo porque las dos vamos a acabar llorando y no es lo que necesitas. Ahora mismo te hacen falta unas tortitas con sirope de arce y una charla de chicas con la mujer más sabia sobre la faz de la tierra.
—¿Ana está aquí? —pregunto socarrona.
Reír mejor que llorar.
—Eso ha dolido, pero no te lo voy a tener en cuenta.
Ambas sonreímos y yo respiro hondo de nuevo.
—Lola… —Quiero decirle que no sé qué haría sin ella, pero las palabras se niegan a colaborar.
—Vamos —me pide tirando de mi mano con una sonrisa.
Algo me dice que eso también lo sabe.
Después de las tortitas y la charla, me pongo el pijama y, a pesar de que ya es oficialmente de día, me meto en la cama.
Acurrucada bajo el nórdico, agarro con fuerza la almohada. No sé por qué, pienso en las palabras de Pedro justo antes de cerrar los ojos: «lo último que veo antes de dormirme es la cara de mi padre». Lo último que veo yo son sus increíbles ojos.
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