sábado, 1 de julio de 2017
CAPITULO 64 (PRIMERA HISTORIA)
Ha empezado a llover. Cuando abro los ojos, el ruido de las miles de gotas de lluvia golpeando el inmenso ventanal del dormitorio de Pedro roba por completo mi atención. La noche es aún cerrada. Me giro buscándolo, pero no está.
Me levanto despacio, algo adormilada, y camino descalza por el parqué. No recuerdo haberme quitado los zapatos.
Salgo al salón y el corazón me da un vuelco cuando veo una vez más a Pedro sentado en el suelo. Todo es igual que las veces anteriores. Tiene la espalda apoyada en el sofá, la mirada perdida en el skyline de Nueva York y una copa de
Glenlivet con hielo en la mano. Sin embargo, el dolor, la tristeza, la rabia, todo parece haberse multiplicado por mil.
Despacio, camino hasta él. Debe de haberme oído, porque no se sobresalta cuando me detengo a su lado. Durante lo que me parece una eternidad, se queda en silencio con la mirada perdida en el mismo lugar.
No sé qué debo hacer, así que decido hacer lo que quiero hacer y tomándole por sorpresa, me siento a horcajadas sobre su regazo. El tul de mi vestido nos cubre a los dos.
Pedro observa todo el movimiento y, cuando ya estamos acoplados, me mira directamente a los ojos. Lo que veo en ellos me destroza un poco más, porque todo lo que había imaginado, todo ese dolor, esa rabia, están ahí, pero, sobre todo, hay un profundo y cristalino miedo.
—Pedro—susurro. Sólo quiero consolarlo.
Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero la intercepta y la baja hasta colocarla de nuevo en mi regazo. El dolor se recrudece en su mirada. Automáticamente recuerdo las palabras de Jeremias.
—¿Qué fue lo que pasó? —pregunto en un murmuro.
—Nada —responde lacónico.
Me está mintiendo. Todas esas emociones siguen ahí.
—Pedro… —le suplico.
—No me pasó nada —me interrumpe.
No voy a rendirme. Lo observo tratando de descifrar su expresión y entonces me fijo en la pequeña cicatriz que tiene en la ceja derecha.
Recuerdo que no me dejó tocarla aquella mañana. De pronto las piezas parecen comenzar a encajar.
Pedro va a llevarse el vaso de whisky a los labios, pero ahora soy yo quien intercepta su mano.
—¿Tus padres murieron en un accidente? —murmuro—. ¿La cicatriz es de ese accidente? ¿Tú ibas con ellos?
Su mandíbula se tensa imperceptiblemente y algo, más profundo que la rabia o el dolor, cambia en su mirada.
—Mi padre está vivo —contesta en un golpe de voz.
Frunzo el ceño confusa.
—Creí que tus padres habían muerto.
—Para mí lo estaba —responde sin compasión.
Y de pronto lo entiendo todo. Suspiro nerviosa y contengo un
sollozo.
—¿Tu padre te hizo eso?
Nunca he querido tanto como ahora estar equivocada.
Pedro se mantiene en silencio una vez más lleno de dolor.
—Mi padre me destrozó la vida.
Se lleva la copa a los labios y le da un largo trago. Esta vez no le detengo.
—Empezó a pegarme cuando tenía cinco años, por lo menos ésa es la primera vez que recuerdo, y no paró nunca.
Trago saliva. No quiero llorar.
—¿Y tu madre? —murmuro.
—Cuando me pegaba a mí, ya había conseguido dejarla inconsciente a golpes... hasta que un día la mató.
Su voz suena llena de un dolor tan profundo que traspasa mi piel y agujerea mi corazón. No es sólo un mal recuerdo, está herido, y cada palabra, cada recuerdo, sólo le trae rabia y una constante tristeza.
—Pedro —susurro.
—El día que cumplí quince años, me largué de allí. Mi madre había dejado un fideicomiso a mi nombre y ésa era la edad legal en la que podía disponer de él. Esa noche me dio una paliza —recuerda con su mirada llena de rabia—. Yo la aguanté. Sabía que iba a ser la última. Esperé a que se durmiera y me fui. En el control de seguridad del aeropuerto estuvieron a punto de no dejarme pasar porque, al cachearme, caí de rodillas por el dolor. El hijo de puta me había fisurado dos costillas como recuerdo.
Me llevo la mano a la boca y ahogo un sollozo contra la palma.
—Todas las noches, lo último que veo antes de dormirme es su cara. Durante años me he recordado los peores golpes para no flaquear. Las costillas, el brazo izquierdo roto por dos sitios, el hombro derecho dislocado, la cicatriz. —Le da un trago a su copa hasta apurarla del todo —. Tenía cinco años —sus ojos se llenan de las lágrimas que su masculinidad no le permite llorar—. Se bebió una botella de vodka y yo estaba allí, mirándolo, muerto de miedo. No entiendo por qué no me escondía. Nunca me escondía —recuerda en un golpe de voz.
Yo sí entiendo por qué nunca se escondía. Aunque sólo tuviera cinco años, estoy completamente convencida de que ya tenía el carácter repleto de fuerza que tiene ahora.
—Me golpeó y acabó rompiéndome la botella en la cabeza. Esa noche mató a mi madre.
Todas las piezas de un puzle demasiado triste comienzan a encajar.
Lo que dijo sobre que Franco bebiera vodka, que no me dejara hacerle más preguntas sobre su familia... pero, sobre todo, encajan todas las veces que le he visto sentado en este mismo lugar. Llevándose la mano a esos mismos sitios.
Resoplo obligándome a dejar de sollozar y, muy despacio, dejándole claro lo que voy a hacer, me inclino sobre su costado derecho. Pedro me observa y todo su cuerpo se tensa. Cuando mis labios rozan su piel, exhala todo el aire de sus pulmones brusco, entrecortado. Sólo quiero calmarlo, borrar todos sus recuerdos tristes, que estos golpes dejen de doler. Me incorporo igual de despacio y tomo con cuidado su brazo izquierdo y lo beso dos veces. Él sigue mirándome, sigue asustado, tenso, triste, dolido, lleno de rabia, pero, lentamente, un poco de calor va mezclándose con todo eso.
Muy despacio vuelvo a inclinarme y le beso el hombro derecho.
¿Cómo pudo hacerle eso a un niño? ¿A su hijo? Me imagino a un crío tan guapo como es ahora con la mirada llena de rabia sin ni siquiera entender por qué su padre le hace algo así. Le acuno suavemente la cara y deslizo mis manos hasta perderlas en su pelo. Le doy un beso en su cicatriz. Él vuelve a resoplar brusco y una lágrima cae por mi mejilla. Sólo quiero que olvide todo ese dolor.
Pedro alza las manos y rodea mi cintura con fuerza,
estrechándome contra su cuerpo. Sólo quiero hacerle feliz.
Alza la cabeza y busca mis labios. Nos besamos desesperados. Ha sufrido demasiado. Las lágrimas siguen cayendo, pero no me importa, tampoco creo que pudiese pararlas si quisiese.
Pedro toma mi cara entre sus manos. Me besa aún con más fuerza, con más pasión, como si por primera vez estuviera dispuesto a entregármelo todo.
—Paula—susurra separándose de mí y apoyando su frente en la mía.
Nuestras respiraciones se aceleran. Los dos aún tenemos los ojos cerrados.
—Tienes que aprender a elegir mejor tus batallas.
De pronto siento que han tirado de la alfombra bajo mis pies.
Abro los ojos e inmediatamente busco los suyos. ¿Por qué ha dicho eso? Justo esa frase, justo esas palabras. Hay demasiado dolor entre los dos.
Pedro nos levanta ágil y se separa de mí caminando hasta la isla de la cocina. Yo me quedo inmóvil, observándolo.
—Pedro, podemos arreglarlo, podemos estar bien.
—Ya te lo dije una vez: yo no tengo arreglo —replica sin ni siquiera mirarme.
Doy unos pasos hacia él. No pienso dejar que se rinda.
—Lo que te pasó fue horrible pero…
—Paula, para —me interrumpe de espadas a mí.
Por su voz, su expresión, sé que está llegando al límite, pero necesito que entienda que las cosas pueden ser diferentes.
—¿Por qué haces esto? Tenemos solución…
—¡No, no la tenemos! —replica furioso a la vez que se gira y camina hacia mí—. No la tenemos. Yo no la tengo.
Otra vez todo ese dolor, toda esa rabia. Me seco las lágrimas con el reverso de la mano y le mantengo la mirada.
—Un día, al salir de la oficina, íbamos a ir a cenar —recuerda como si, que me viese involucrada, aún sin saberlo, fuese lo que más le enfureciese de todo—, y lo vi. Hacía diecisiete años que no lo veía y allí estaba, en la acera de enfrente de mi maldito trabajo.
Frunzo el ceño. Recuerdo aquel día. Me mandó a casa sin darme explicaciones. Fue la primera vez que creí ver miedo en sus ojos.
—Intenté olvidarlo. No pensar, pero me estaba comiendo por dentro. La noche que te pedí que te marcharas había vuelto a verlo y... ¿sabes lo que hice? —me pregunta y juraría que en este instante se odia a sí mismo —. Lo seguí, lo empujé a un callejón oscuro y le di una paliza. —Está destrozado, herido de más maneras de las que siquiera ninguno de los dos puede imaginar—. Ni siquiera lo pensé. De pronto volvía a ser un crío de cinco años con la mirada triste que echaba demasiado de menos a su madre y no lo pensé. Dijo mi nombre, Paula, me reconoció y yo seguí pegándole. No tengo sentimientos. No puedo tenerlos. Tú misma lo dijiste.
Lloro en silencio sin desunir nuestras miradas. Quiero decirle que fui una idiota, que claro que tiene sentimientos, que ninguna persona que no los tuviera sentiría todo el dolor que él siente.
—Antes... hablaste en sueños —me explica con una cristalina tristeza empañando cada palabra—. Me pediste que te hiciera feliz.
—Pedro... —murmuro.
—¿Y si no lo consigo? —replica desoyendo mi suplica—. ¿Y si soy el mismo monstruo que mi padre?
—Tú no eres así —logro decir entre lágrimas.
Necesito que lo entienda.
—Le pegué, sangraba y yo continué pegándole, Paula. Tengo tanta rabia dentro...
—Y tanto amor —sentencio acercándome a él.
Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero Pedro detiene mi muñeca.
—Si fueras el mismo monstruo que él, no te sentirías así —trato de hacerle comprender.
—Tú no me conoces —sentencia.
Suena cansado del mundo. Lleva luchando toda su vida.
Primero, con sus recuerdos, y ahora, con la idea de que pueda ser igual que lo que más odia. No sabe cuánto se equivoca. Él no es así. Nunca será así.
Una idea cruza mi mente como un ciclón y, aunque al principio me niego a creerlo, no tarda en inundarlo todo.
—¿Creías que saldría huyendo cuando me contaras lo que habías hecho?
Pedro aparta la mirada incómodo un segundo y, cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, todas esas emociones siguen en ellos, pero ahora están bañadas de la arrogancia que siempre le domina.
—Es lo que tendrías que hacer —concluye.
—Pedro, yo te quiero, ¿no lo entiendes?
—Y tú no entiendes que yo no quiero que tú me quieras.
Nos miramos a los ojos por un momento, pero esta vez soy yo la que rompe el contacto mientras asiento suavemente.
Yo también estoy cansada de chocar siempre con la misma pared. Ha sufrido lo indecible, pero yo no lo he juzgado, sólo quiero ayudarlo, estar con él, y está claro que Pedro nunca va a permitirlo. Cuando vuelva a subir su coraza, no querrá a nadie dentro de ella.
—No me conoces, no dejas que yo te conozca y está claro que no confías en mí. Si hicieras cualquiera de esas tres cosas, te habrías dado cuenta de que yo jamás habría salido huyendo de ti. —Mi voz vuelve a sonar llena de lágrimas, pero no son de tristeza, sino de rabia—. Esto se ha acabado, porque me he cansado de luchar por ti, Pedro.
Él me mantiene la mirada. Su expresión ha cambiado por completo y otro tipo de dolor se ha instalado en ella. Voy hasta la isla de la cocina y recojo mi abrigo, mi bolso y mis zapatos. Los dejó aquí y no en la habitación porque ya sabía que no me permitiría quedarme o, quizá, pensó que saldría huyendo sin mirar atrás. Cualquiera de las ideas me entristece demasiado.
Pedro continúa mirándome, pero también sigue en silencio.
Camino hasta el ascensor, pulso el botón de llamada y las puertas se abren inmediatamente. Dudo si montarme y por un momento simplemente me quedo de pie, frente al pequeño cubículo perfectamente iluminado. No va a decir nada y yo tengo que dejar de pensar que va a hacer alguna estupidez romántica como correr tras de mí, porque es obvio que eso no va a suceder.
Pedro Alfonso se ha acabado y esta vez es para siempre.
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Pero qué terco que es x favor.
ResponderEliminarNooooooo ahhhhhhhh!!! Porque es tan cabeza dura ese hombre!!!
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