sábado, 1 de julio de 2017
CAPITULO 62 (PRIMERA HISTORIA)
A las ocho estoy lista. Cuando me miro en el espejo, no puedo evitar sonreír. A Lola deberían contratarla como estilista en la semana de la moda. Siempre consigue que me sienta como una estrella de cine.
Franco llama a la puerta puntual. Le saco la lengua a mi reflejo en el espejo y voy a abrir disfrutando de cada paso en estos espectaculares salones negros. Desde luego la vida se ve diferente subida a unos Manolos, aunque sean prestados.
—Hola —me saluda con una sonrisa—. Estás preciosa —añade rápidamente.
Le devuelvo el gesto. Él también está muy guapo. Lleva un traje negro realmente bonito y una camisa azul. Sin embargo, mi mente traidora me recuerda que no está ni siquiera próximo a acercarse, a estar la milésima parte de atractivo que Pedro cuando se viste con uno de sus trajes de corte italiano.
Me pongo los ojos en blanco mentalmente y me obligo a dejar de pensar en Pedro. Pedro ni siquiera es una opción.
Franco ha dejado su precioso Lexus en la puerta del edificio.
Caballeroso, me abre la puerta. El Empire State está relativamente cerca, así que no tardamos mucho en llegar.
Nos detenemos frente a la entrada de la Quinta Avenida.
Todo está engalanado para la ocasión. Varias vallas acorralan a las decenas de periodistas junto a la entrada principal y un portero impecablemente vestido nos abre la puerta.
Tomamos el ascensor y esperamos pacientes hasta llegar a la planta ochenta y seis. En cuanto las puertas se abren, sonrío asombrada. Una chica vestida de bailarina y un chico de soldadito de plomo nos reciben.
Bailan un segundo frente a nosotros y, tras hacernos una reverencia, nos invitan a pasar.
Mi sonrisa se ensancha y se vuelve aún más perpleja cuando compruebo que todo el mirador está perfectamente decorado como si estuviésemos dentro de un baúl de juguetes antiguos. Más chicas y chicos disfrazados se pasean por toda la terraza: hay arlequines, piratas, hadas. La parte superior del edificio está alumbrada con un espectacular juego de luces. Los mismos colores se repiten por la decoración de toda la terraza.
Hay una barra inmensa y, sobre ella, auspiciando el centenar de botellas, una carpa de circo se levanta majestuosa, creando el efecto óptico de deslizarse edificio abajo. ¡Es espectacular!
—La fundación es benefactora de muchas causas. El dinero que recauden esta noche será destinado íntegramente a las escuelas públicas de la ciudad —me explica Franco para hacerme entender el leitmotiv de la fiesta. Yo lo escucho y asiento encantada. Me parece un motivo precioso
—. Así que estamos obligados a gastar —añade con una sonrisa—. ¿Una copa?
Asiento de nuevo y ambos echamos a andar. No hemos avanzado más que unos metros cuando veo a Octavio, a Jeremias y, por supuesto, a Pedro junto a la barra. ¿Cómo he podido ser tan estúpida de no adivinar que estarían aquí? Controlan las finanzas de medio Manhattan. Es obvio que les invitarían.
Aparto mi mirada para evitar quedarme embobada con Pedro, pero, aun así, el único segundo en el que lo he visto ha sido más que suficiente para que todo mi cuerpo suspire absolutamente obnubilado.
Traje negro, camisa negra con los primeros botones desabrochados y todo ese halo de puro atractivo gritando a los cuatro vientos que no hay ningún hombre más guapo que él.
—Vaya, tus jefes están ahí —comenta Franco—. ¿Los saludamos?
—Claro —respondo tratando de no sonar incómoda, ni inquieta, ni nerviosa, ni otros muchos «ni».
De todas formas, mi respuesta tampoco habría valido mucho de ser un no, Franco ya ha empezado a caminar hacia ellos.
—Fitzgerald —saluda tendiéndole la mano a Octavio.
—Stears —responde estrechándosela—, me estoy empezando a cansar de ver tu cara en todos lados —bromea.
Yo, que me he quedado rezagada absolutamente a propósito, avanzo un paso más. Ni Jeremias ni Octavio me ven, enfrascados en los saludos con Franco, pero Pedro sí. Me recorre de arriba abajo con su habitual descaro y finalmente sus preciosos ojos aguamarina se posan en los míos.
Está enfadado y no tiene ninguna intención de disimularlo.
—Paula —llama mi atención Octavio—, estás deslumbrante.
—Gracias —murmuro dando un nuevo paso y colocándome junto a mi acompañante.
Pedro no dice nada. Mira a Franco por encima de su vaso
destilando rabia y arrogancia.
—No sabía que vendrías —me comenta Jeremias.
Sonrío nerviosa como respuesta. Despacio, Pedro deja su vaso sobre la barra y, con una seguridad desbordante, da un paso hacia mí.
Nuestras miradas se cruzan un instante justo antes de que coja mi cara entre sus manos y me bese con fuerza. No es un beso de amor, es posesión pura y dura y muchísima rabia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario