lunes, 19 de junio de 2017

CAPITULO 23 (PRIMERA HISTORIA)




Su boca está peligrosamente cerca de la mía. Su mirada brilla indomable y me hipnotiza una vez más.


—Me has llamado Paula —murmuro con una sonrisa nerviosa en los labios. —Lo sé. —Él también sonríe—. Ni siquiera entiendo por qué, pero algo dentro de mí sólo quiere que quieras complacerme.


Mi sonrisa se ensancha. El corazón me late de prisa y un anhelo hecho de pura electricidad me recorre entera. Suspiro con fuerza. Quiero que me bese, aunque sea la idea más temeraria y kamikaze que he tenido en todos los días de mi vida.


—Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —susurra y, ¡por el amor de Dios!, ha sonado increíblemente sensual—. Prométeme que irás al ático.


—Te lo prometo.


Respondo sin ni siquiera pensar, pero lo cierto es que ahora mismo no quiero ir a ningún otro lugar.


Pedro cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, su
determinación ha regresado y sé que no me besará. Se separa suavemente y desbloquea el ascensor. Las puertas se abren al instante.


—Tienes trabajo que hacer —me recuerda y, en realidad, es más bien una suave orden.


Yo asiento y, rezando para que las piernas me respondan, salgo del ascensor. Me doy cuenta de que, sin quererlo, me he encontrado demasiadas veces en situaciones de este tipo desde que lo conocí.


Situaciones en las que queda claro cuánto le deseo.


A solas en el despacho, respiro hondo. Ha sido uno de los momentos más intensos de toda mi vida.


A las seis, minuto arriba, minuto abajo, salgo de la oficina. 


He ido a buscar varias veces a Lola, pero Macarena me ha dicho que hoy tenía reuniones con el señor Seseña por toda la ciudad y me sería difícil localizarla.


Voy hasta el ático en metro. En la puerta tengo un último ataque de dudas. Si subo, ya no habrá vuelta atrás. Me estaré mudando con Pedroel hombre que esta tarde ha conseguido que me enfadase como nunca y, casi al mismo tiempo, lo desease como no había deseado a nadie en toda mi vida. Mi sentido común me dice que es una auténtica locura, pero una parte de mí, esa que brilla con fuerza cada vez que él está cerca, me pide, casi me suplica, que entre.


Resoplo y, antes de que la decisión se cristalice en mi mente, estoy empujando la enorme puerta de cristal del número 778 de Park Avenue.


—Buenas noches —me saluda el portero amablemente.


—Buenas noches.


Me sonríe pero no aparta su profesional mirada de mí. 


Supongo que quiere saber adónde voy. No es el mismo que me vio salir con Pedro esta mañana.


—Voy al ático del señor Alfonso —le aclaro.


—¿Es usted la señorita Chaves?


Frunzo el ceño.


—Sí —respondo confusa.


—Han dejado esto para usted.


El portero rodea el mostrador y sale a mi encuentro con la maleta y la mochila que le dejé al chófer. Había olvidado que las traería hasta aquí.


—Muchas gracias.


Hago el ademán de cogerlas, pero él insiste en llevarlas hasta el ascensor.


—Gracias —repito esperando a que salga del elevador para entrar yo.


—El señor Alfonso me pidió que le recordara «tres huecos, tres números».


Sonrío y asiento.


Pedro Alfonso, eres un capullo. Aunque, mal que me pese, mi indisimulable sonrisa sigue ahí.


Marco los números en un pequeño panel digital y las puertas se cierran automáticamente. Cuando se abren, estoy en el vestíbulo del ático.


En el apartamento no hay rastro de Pedro, pero todo parece más limpio y ordenado. Supongo que tiene servicio y viene por las mañanas.


Llevo mi maleta y mi mochila a la habitación, pero no las deshago.


Soy plenamente consciente de que es una estupidez, ya estoy viviendo aquí, pero prefiero darme un poco más de tiempo antes de instalarme con todas las letras.


Aún estoy acomodando mi maleta en un rincón del inmenso
dormitorio para que moleste lo menos posible cuando llaman por teléfono. Es el fijo. Corro hasta el salón y descuelgo.


—¿Diga?


Automáticamente me pongo los ojos en blanco. Otra vez he
descolgado sin preguntarle a Pedro si quiere que lo haga o prefiere que deje saltar el contestador.


—¿Diga? —repito—. ¿Hola? —Espero unos segundos—. ¿Hola?


Supongo que se habrán equivocado o quizá sea un ligue de Pedro que ahora mismo está llorando subida a sus altísimos tacones de marca pensando que él está casado. 


Sin darme cuenta vuelvo a sonreír, pero en cuanto comprendo que lo estoy haciendo paro de golpe. Tengo que dejar de alegrarme con estas cosas.


Regreso a la habitación, me pongo uno de mis pijamas, pantalón corto y camiseta, nada de franela para mi desgracia, y monto de nuevo mi cama en el sofá esperando pasar la noche en ella. Antes de acostarme me tomo las pastillas y gracias a ellas y a lo cansada que estoy, apenas aguanto despierta unos minutos. Otra vez me duermo contemplando las vistas. Son espectaculares.






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