lunes, 19 de junio de 2017
CAPITULO 22 (PRIMERA HISTORIA)
Ya en mi apartamento, ni siquiera sé por dónde empezar.
Todo esto es una locura. Voy a mudarme a vivir con Pedro. Apenas lo conozco y ya me ha sacado de quicio como un millón de veces. Sé que es una estupidez que me recuerde esto una y otra vez, porque ya he aceptado, pero una parte de mí sigue con las zapatillas de deporte puestas dispuesta a salir corriendo.
Supongo que lo más sensato sería autoimponerme unas cuantas normas. Por ejemplo, primera: se acabó discutir con él. Eso sólo me lleva a que Pedro diga algo descarado y sexy. Además, nunca consigo salirme con la mía. Segunda: nada de contemplarlo, mirarlo embelesada u observarlo, mucho menos cuando esté sin camiseta. Y tercera y fundamental: nada de tener fantasías con él. Esta norma es estricta y cada vez que la infrinja tendré que salir a correr.
Asiento para reafirmarme.
Odio levantarme temprano y odio correr. No hay peor castigo.
Voy hasta mi habitación y comienzo a hacer una pequeña maleta. Un poco de todo pero no mucho de nada. No voy a pasarme allí mucho tiempo. En cuanto mi vida se normalice, arreglaré mi apartamento para que vuelva a ser habitable y me mudaré.
Estoy a punto de cerrar la maleta cuando caigo en la cuenta de que me olvidaba de algo importantísimo. Giro sobre mis talones y voy hasta la cómoda. Necesito un pijama. Abro el primer cajón. Camisetas de tirantes, pantalones cortos. Esto no me sirve. Abro el segundo cajón. La palabra clave es franela. El tercero, el cuarto. ¡Mierda! Yo no tengo pijamas de franela.
Resoplo y meto un par de los que uso normalmente. Al menos es mejor que pasearme con sus bóxers.
Recojo todas mis cosas de aseo, mi viejo portátil, el cargador del móvil y el propio teléfono. Está apagado. Debe de haberse quedado sin batería. Lo pondré a cargar cuando regrese al ático de Pedro.
El amable chófer sale rápido a mi encuentro y guarda mi pequeña maleta y mi mochila en el maletero del jaguar. La verdad es que podría acostumbrarme a esta vida. Son las treinta y seis horas más relajadas que he vivido en años.
En la universidad pregunto por el señor Nolan y todo resulta ser de lo más sencillo. Como el semestre ya está bastante avanzado, me aconseja que sólo me matricule en un par de asignaturas. Escojo Contabilidad 1 y Estudio de la economía occidental. Aún no sé si seguiré los estudios de biología que empecé o los números ganarán la partida. Tengo hasta el próximo semestre para decidirme.
Compro los libros y todo lo necesario en una librería cerca del campus y, aunque sé que tengo que volver a la oficina, decido pasarme antes por el restaurante para hablar con Saul.
Ya tendría que haberlo hecho ayer.
—Hola —digo dejando que mi voz se entremezcle con el tintineo de la campanita de la puerta al abrirse.
—¡Paula! —grita Cleo saliendo de detrás de la barra con su
monumental barriga—. ¿Estás bien?
—Estás enorme —comento sorprendida—. Este bebé está creciendo por momentos.
—¿Cómo estás? —replica llegando hasta mí—. ¿Por qué no has venido a trabajar en estos dos días? Saul está preocupado.
—¿Preocupado o enfadado? —pregunto mordiéndome el labio inferior.
Me temo lo peor.
—Más enfadado que preocupado, pero el porcentaje está igualado.
Ambas sonreímos.
En ese momento oigo a Saul farfullar en la cocina y el ruido de unas cacerolas cayendo al suelo. Sospecho que no es el momento más apropiado para hablar con él, pero Saul casi nunca está de buen humor, así que tampoco iba a notar mucho la diferencia.
Empujo la puerta de la cocina y preparo mi mejor sonrisa.
—Hola, Saul.
—Mira quién ha decidido pasarse por aquí —me saluda enfadado aunque también parece aliviado.
—Lo siento —me apresuro a continuar—, pero tengo una buena excusa. Estaba en el hospital.
—¿El hospital? —pregunta preocupado.
La expresión de su rostro ha cambiado en un solo segundo.
—Neumonía —respondo y en ese preciso instante decido callarme el hecho de que sólo fueran unas horas de hospital y unas veinticuatro en casa de mi guapísimo jefe.
—¿Estás bien?
—Sí, pero tenemos que hablar de algo, Saul.
Él deja el trapo que llevaba entre las manos sobre la mesa de trabajo, da unos pasos en mi dirección y cruza los brazos sobre su grueso torso.
—No voy a poder seguir trabajando aquí —digo en un golpe de voz —. Vuelvo a la universidad.
Saul me observa unos segundos y finalmente resopla.
—Me alegro por ti —masculla— y no es que piense que vaya a salirte mal —continua caminando hacia mí—, pero, si necesitas un trabajo, siempre puedes volver.
Sonrío y resoplo.
—Muchas gracias.
No puedo creerme que esté a punto de echarme a llorar.
—No se te ocurra derramar una sola lágrima en mi cocina —me amenaza.
—Viejo gruñón —protesto.
Y ambos sonreímos. Voy a echarlo de menos.
—¿Una última comida de empleado? —pregunta.
—¿Puedo elegir?
—Como voy a perderte de vista, supongo que hoy puedo hacer una excepción.
Mi sonrisa se ensancha y, sin dudarlo, lo sigo hacia los fogones.
A las tres estoy de regreso en la oficina. Saludo a Eva mientras me cuelgo la identificación del cuello y voy directa al despacho de Pedro.
Imagino que me esperaba antes de comer, así que no quiero que salga y me encuentre hablando con Lola y Macarena antes de haberle visto a él.
Todavía recuerdo lo que me dijo en el despacho de Joaquin.
Frente a su puerta, me descubro retocándome el pelo y colocándome bien la falda. Pero ¿qué estoy haciendo? Me pongo a mí misma los ojos en blanco, exasperada. Es mi jefe, sólo eso.
Finalmente llamo y espero a que me dé paso.
—Hola —saludo cerrando la puerta tras de mí.
—Anda —comenta fingidamente sorprendido y lleno de ironía, recostándose sobre su sillón de socio ejecutivo y lanzando su estilográfica de quince mil dólares sobre los documentos que ojeaba—, si aún recuerdas el camino a la oficina.
Ahora sus ojos parecen estar hechos de un profundo verde.
—Sé que llego tarde —me disculpo.
—Y, exactamente, ¿a mí de qué me vale que lo sepas? —me interrumpe arisco.
—Tenía cosas que hacer.
Y también estaba de muy buen humor hasta que he puesto los pies en este despacho.
—Pues aquí también —dice señalando el sofá con la cabeza y volviendo a centrarse en los papeles sobre su mesa.
Yo decido dar la conversación por terminada. Una de las reglas es no discutir con él y pienso cumplirla.
Me siento en el tresillo, abro mi portátil y, mientras espero a que se encienda, ojeo las carpetas que ha dejado sobre mi mesa.
Pedro se levanta, se pone la chaqueta y echa un vistazo a su smartphone último modelo.
—Pecosa, el código del ascensor es veintiuno, setenta y dos, ciento tres —me dice guardándose su iPhone en el bolsillo de los pantalones.
—Dos, uno, siete, dos, uno, cero, tres —repito para memorizarlo.
—Por Dios —protesta exasperado frotándose los ojos con las palmas de las manos —, ¿siempre eres tan torpe?
Pero ¿qué demonios le pasa?
—¿Qué he hecho ahora? —me quejo.
—Código de tres huecos, código de tres números, no tienen por qué ser de una sola cifra —me explica como si yo fuera la persona más estúpida del mundo—. Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —repite—. ¿Necesitas que te haga un dibujo?
¡Al infierno las reglas!
Me levanto como un resorte.
—Pedro, vete a la mierda —mascullo enfadadísima—. Si tenía la más mínima duda de si irme o no a tu apartamento, gracias a ti, acabo de resolverla. —Cojo mi bolso y me lo cuelgo en bandolera—. Me marcho a casa, a mi casa.
Ante su atenta mirada, salgo de la oficina, me despido de Eva con un rápido «adiós» y voy hasta el ascensor.
Afortunadamente está en planta y no tengo que esperarlo.
Está vez se ha pasado, y mucho.
Las puertas de acero se están cerrando cuando él entra como un ciclón. Me mira furioso y de un sonoro golpe con el puño para el elevador. Estoy furiosa pero también intimidada, aunque me esfuerzo en que no se note.
Da un paso hacia mí e involuntariamente yo lo doy hacia atrás, haciendo que mi espalda choque contra la pared del ascensor. Pedro da uno más y me acorrala entre la pared y su cuerpo. Sin levantar sus ojos, ahora más azules que nunca, de los míos, clava sus manos en la pared a ambos lados de mi cara.
—No vuelvas a huir de mí —susurra exigente, salvaje y muy muy sensual.
—Pues dejar de comportarte como un capullo conmigo —replico con la voz inundada de mi respiración acelerada.
—No me gusta que me desobedezcas.
No tengo la más remota idea de cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que su voz suene aún más masculina.
—No lo he hecho a propósito —musito y el deseo es palpable en cada letra que pronuncio—. Tenía algo muy importante que hacer.
—Paula, vas a volverme loco.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario