domingo, 18 de junio de 2017

CAPITULO 21 (PRIMERA HISTORIA)





Ruedo por la cama. Adoro esta cama. Es tan cómoda. 


Humm, suspiro encantada. Es maravillosa.


Es maravillosa y ¡no es el sofá!


Abro los ojos de golpe. ¿Qué hago en la cama?


Sobresaltada, miro a mi alrededor y veo a Pedro con la espalda apoyada en el marco de la puerta, sólo con los pantalones de pijama, que debe esconder en un doble fondo tras una estantería, sin camiseta. Está saboreando una taza de café, lo que me da la ocasión de saborearlo a él.


Otra vez Sympathy for the devil, de los Rolling, suena a todo volumen.


Pedro sonríe, es plenamente consciente de lo que provoca en mí, y se incorpora.


—A desayunar, Pecosa —me apremia desde el salón.


Doy el suspiro más largo de la historia y hundo la cabeza en la almohada. Maldita sea, si esto es lo que me espera cada mañana, va a ser una auténtica tortura vivir aquí.


Me levanto, me recojo el pelo y salgo al salón.


Pedro está en la cocina, rellenando su taza de café. Camino de prisa bajo su descarada mirada y me siento en uno de los taburetes al otro lado de la isla. La manera en la que me observa me hace sentir tímida y nerviosa. Además, seguir sin pantalones claramente no ayuda.


—Buenos días —susurro.


—Buenos días —responde mordiendo una manzana verde. Tiene una pinta deliciosa.


«¿Pedro o la manzana?»


—¿Puedo saber cómo acabe durmiendo otra vez en tu cama? — pregunto cogiendo yo también una manzana de un elegante frutero.


—Puedes —responde con esa media sonrisa tan sexy y presuntuosa.


Yo le observo ladeando la cabeza.


—Me gusta dormir contigo —me aclara sin darle ninguna
importancia.


—¿Y esta noche también te has recreado?


—Pecosa —me llama inclinándose ligeramente hacia mí.


Su olor me envuelve. Maldita sea, huele tan bien que tengo la tentación de alzarme y aspirar directamente de su cuello.


—Deberías dejar de pensar que eres tan irresistible —sentencia—. No podrías estar más equivocada.


Le da un bocado a su manzana y comienza a caminar hacia la habitación.


—Y mueve el culo —me ordena desde allí—. Tienes muchas cosas que hacer hoy.


Le hago un mohín, aunque soy plenamente consciente de que no puede verme. El señor odioso ha vuelto.


Me bajo del taburete y voy hasta la habitación. Si quiere que mueva el culo, necesito mi ropa.


—Señor Alfonso —le llamo insolente entrando en el dormitorio antes de que se meta en el baño—, necesito mi ropa.


Pedro me mira de arriba abajo.


—Parece que ayer te las apañaste muy bien sola.


Involuntariamente yo también miro mi ropa, es decir, la suya.


Pedro, necesito mi ropa —protesto casi al borde de la pataleta —. Es ridículo que no me la des. No puedo pasarme el día en ropa interior —sentencio.


Suena el timbre.


—¿Has terminado ya? —pregunta arisco, ignorándome por
completo.


—¿Vas a darme mi ropa?


—Abre la puerta.


—No pienso hacerlo. Uno: no llevo pantalones. Dos: no soy tu criada.


—Pecosa, abre la puerta.


—No voy a moverme de aquí.


Pedro me mira, se encoge de hombros y se mete en el baño cerrando la puerta tras de sí y obviando mi pobre existencia una vez más.


Vuelve a sonar el timbre.


—¡La puerta! —grita desde el interior.


Es odioso.


Resoplo y, farfullando a cada paso, voy hasta el ascensor. 


Sea quien sea ya ha marcado el código y está subiendo. 


Mientras espero, me estiro la camiseta todo lo que puedo, como si mágicamente fuese a llegarme hasta las rodillas. No hay nada que hacer. Vuelvo a resoplar y, a regañadientes, avanzo un par de pasos cuando las puertas comienzan a abrirse.


Sorprendida y algo confusa, observo cómo un repartidor chino me tiende un guardatrajes transparente con lo que parece mi ropa lavada y planchada, y otro más pequeño, también transparente, con mis botas de media caña.


—Su ropa —me anuncia pronunciando con dificultad la erre.


Yo sonrío a modo de gracias y él se marcha.


Observo los guardatrajes en mis manos un par de segundos y regreso a la habitación. ¿Por qué no podía decirme simplemente que había mandado mi ropa a la lavandería? 


Me siento en la cama y subo las piernas hasta cruzarlas delante de mí.


Poco después la puerta del baño se abre y Pedro sale con una toalla blanca a la cintura. Su cuerpo húmedo y su pelo mojado y desordenado me roban la atención un instante. Mick Jagger está bailando por el escenario mientras Keith Richards hace un solo de guitarra.


Sacudo la cabeza discretamente y me obligo a recuperar la
compostura.


—¿Por qué no me has dicho que habías mandado mi ropa a la lavandería?


—¿Por qué? —pregunta presuntuoso—. ¿Acaso tenía que hacerlo?


—No, pero sería más fácil si fueras más… —tardo unos segundos en encontrar la palabra adecuada—… comunicativo.


—Las cosas también serían más fáciles si tú te limitaras a sonreír y a darme las gracias. En otras circunstancias te diría que me lo agradecieras en la cama, pero teniendo en cuenta que eso no puede ser, ¿qué tal una mamada?


¿Pero qué coño?


Abro los ojos como platos y su sonrisa se hace aún más impertinente.


Totalmente escandalizada, resoplo, me levanto, cojo mi ropa y, dedicándole una mirada absolutamente atónita, cierro la puerta del baño de un portazo. Ni siquiera se merece una respuesta.


—No tienes por qué desnudarte si no quieres —le oigo decir al otro lado.


Esto es el colmo. Me apoyo en el mármol del lavabo y me miro en el espejo totalmente empañado. Aun así, puedo adivinar el reflejo de mi sonrisa. Sí, lo peor de todo es que, aunque me parezca un bastardo descarado, no puedo evitar encontrarlo atractivo y jodidamente divertido, al muy engreído.


Después de la ducha me envuelvo en una de las toallas de Pedro y me seco el pelo con otra. Este baño es enorme. Hay una ducha donde cabrían al menos cinco personas y una bañera donde entrarían otras tres.


Todo de brillante mármol blanco y suelo perfectamente atemperado.


Me visto con mi ropa, ¡al fin! Delante del espejo, como siempre, me lamento por tener esta piel tan paliducha. Me paso los dedos índice y corazón sobre las pecas de mis pómulos junto a la nariz. Nunca les he dado la menor importancia, pero ahora…


Se oyen dos golpes fuertes contra la puerta.


—Pecosa, sal del maldito baño. Tenemos mucho trabajo.


Si voy a quedarme a vivir aquí, debería comprarme una pistola eléctrica de esas que inmovilizan, porque sé que es sólo cuestión de tiempo que acabe llegando a la violencia física con él.


En ese preciso momento una luz se enciende en el fondo de mi cerebro: voy a torturarlo un poco. No es que esté enfadada, pero tampoco puedo permitir que piense que puede decirme cosas como que le haga una mamada. 


Además, él me tortura a mí cada minuto de cada día desde que nos conocemos.


Voy hasta la puerta, pero, antes de abrir, recordando mis años de instituto, me subo la falda un poco remangando la cintura y me quito el pañuelo que llevaba al cuello.


Abro la puerta e, ignorándolo estoicamente, paso a su lado. 


Noto cómo me observa. Absolutamente a propósito, coloco una de las botas sobre la cama y me inclino para fingir ponérmela bien. La falda se sube ligeramente y la piel de mi muslo se descubre un poco más. No dice una palabra, ni siquiera se mueve un ápice, pero su pecho se hincha con fuerza bajo su elegante traje a medida. Cuando termino, sacudo la cama lenta, casi agónicamente, como si le estuviese pidiendo que se sentara frente a mí.


Camino hacia la puerta y, viendo que no me sigue, me giro y,
fingiéndome casual, comienzo a trazar perezosos círculos con la punta del dedo corazón sobre la tela de mi falda. 


Automáticamente sus ojos se clavan en mi dedo y lo siguen ávidos.


—Creí que teníamos mucho trabajo —susurro intentando sonar dulce y complaciente.


Mi voz oscurece su mirada y sus ojos llenos de deseo se clavan en los míos. No era el plan, pero mi cuerpo se enciende. Mi respiración se acelera y un anhelo intenso y seductor se instala en el fondo de mi vientre.


En menudo lío acabo de meterme yo solita.


Pedro suspira brusco y finalmente comienza a andar. A punto de ruborizarme, aparto mi mirada de la suya. Cuando pasa por mi lado para salir de la habitación, ya no se le ve en absoluto afectado. Su autocontrol es envidiable. Mientras yo, como siempre, necesito un segundo. Maldita sea, ahora mismo lo odio por ser capaz de mirarme así.


En el ascensor los dos nos mantenemos en el más estricto de los silencios.


El jaguar negro nos espera en la puerta del edificio. Las vistas desde el ático me hicieron comprender que estaba en la parte alta de Manhattan, pero nunca imaginé que estuviésemos en Park Avenue, en pleno Lenox Hill. ¡Es increíble!


—¿Cómo es que no vives en el 740? —le pregunto impertinente con el único objetivo de fastidiarlo.


El 740 de Park Avenue es el edificio donde viven los ricos más ricos del país. Jackie Onassis nació allí, John D. Rockefeller lo tuvo como residencia y Vera Wang o el dueño de los Jets todavía lo tienen.


—Me gusta ser el más rico de mi edificio y también el más gilipollas —responde presuntuoso claramente riéndose de mí mientras se queda de pie junto a la puerta para que suba primero.


Yo le hago un mohín y entro sin detenerme. Sería muy difícil que alguien le quitara la segunda distinción, independientemente de dónde viviese.


Nos acomodamos en la parte trasera del coche e inmediatamente pierdo mi vista en la ventanilla. Durante unos minutos atravesamos la ciudad en silencio, pero Pedro alza su mano y lentamente acaricia el bajo de mi falda, sin tocar mi piel pero demasiado cerca de ella. No es la primera vez que lo hace y acabo de darme cuenta de cuánto me gusta.


—Vamos, Pecosa —me susurra ladeando la cabeza—. ¿Piensas estar enfadada conmigo mucho tiempo?


Su mano se sumerge despacio bajo la tela e incendia mi piel.


—No lo sé —susurro con la respiración acelerada.


Comienza a hacer pequeños círculos con su pulgar sobre mi muslo, imitando los que yo misma hice en ese lugar unos minutos atrás, y todo mi cuerpo ya sólo es consciente de mi piel donde él la toca. Éste no era el plan. El corazón me late de prisa. Suspiro con fuerza.


—Te perdono —digo en un golpe de voz a la vez que aparto su mano.


Pedro sonríe y pierde su vista en la ventanilla. Empiezo a pensar que es imposible jugar cuando uno de los jugadores tiene tan increíblemente claro lo buenas que son sus cartas.


Poco después, el vehículo se detiene frente al edificio de oficinas.


Ambos nos bajamos y nos quedamos a unos pasos del jaguar.


—El coche te dejará en tu apartamento. Recoge lo que necesites, sólo lo imprescindible —me advierte—. Si veo cualquier cosa rosa chicle en mi salón, la quemo.


Le hago un mohín que él ignora.


—Después tienes que ir a la universidad. Pregunta por el rector de admisiones Henry Nolan y dile que vas de mi parte. Me debe un favor y va a encargarse de tu matrícula. No metas la pata.


—¿Algo más? —pregunto displicente.


Me ha organizado la mañana y ni siquiera se ha molestado en consultarme una sola cosa.


—Imagino que tendrás que comprarte bolígrafos, libretas, ceras de colores… —le dedico mi mejor sonrisa fingida y él me la devuelve—, pero después te vendrás aquí. Tienes mucho trabajo acumulado de estos días que has decidido pasearte en ropa interior por mi apartamento.


Tomo aire indignada dispuesta a echarle la bronca de su vida.


Pedro, eres odioso —me interrumpe imitando mi voz—. Un engreído y un controlador. Si continúas así, voy a hacer algo terrible como no hablarte.


—No tiene gracia —protesto.


—En realidad, sí la tiene —comienza a caminar hacia la oficina— y, por el amor de Dios, no te quedes ahí parada deseándome en secreto y muévete. Tienes muchas cosas que hacer.


¡Dios, es un imbécil odioso!


Vuelvo a resoplar, lo que estoy segura de que le hace sonreír aunque no lo veo. Me meto en el coche pensando que su objetivo en la vida es fastidiarme. Definitivamente voy a tener que comprarme esa pistola eléctrica.



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