domingo, 18 de junio de 2017
CAPITULO 19 (PRIMERA HISTORIA)
No puede hacer que la despidan. Ella lo hizo por mí. Camino
nerviosa por la casa. Necesito un plan. Lo primero es encontrar mi ropa o, al menos, unos pantalones que ponerme. Después hablaré con Lola y también con Jeremias y Octavio. Les explicaré todo y seguro que ellos harán entrar en razón a Pedro.
No encuentro mi ropa por ningún sitio. Tampoco ningún pantalón que pueda ponerme.
Estoy a punto de desesperarme cuando un teléfono comienza a sonar.
No reconozco el timbre. Miro a mi alrededor tratando de seguir el sonido.
Deambulo por el salón hasta que veo un teléfono fijo en una pequeña mesita junto al sofá.
—¿Diga? —respondo.
Inmediatamente cierro los ojos con fuerza, arrepentida. No sé si a Pedro le hará gracia que atienda el teléfono de su casa.
Sin embargo, al no obtener respuesta, abro los ojos y frunzo el ceño.
¿Por qué no contestan?
—¿Diga? —repito—. ¿Hola?
Nada. No responden. Imagino que será uno de sus ligues, que se ha echado atrás al oír una voz de mujer. Una sonrisa llena de malicia se me escapa, aunque de eso también me arrepiento rápidamente. No me interesa lo más mínimo la vida sentimental de Pedro.
«Ja.»
Cuelgo y, cuando estoy a punto de dejar el teléfono en el soporte, tengo una idea. Marco el número de mi móvil por si estuviera aquí, pero no tengo esa suerte. Es lógico. Me sacó de casa para llevarme al hospital; coger mi teléfono era la última de sus preocupaciones.
Por lo menos está el fijo. Tengo que llamar a Lola. Hago memoria y consigo recordar su número. Dos tonos después, descuelga.
—Lola, soy Paula.
—Paula, menos mal —dice aliviada—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Dónde estás? He estado llamando toda la mañana al imbécil de Pedro, pero no me ha cogido el teléfono.
—Estoy bien —contesto—. Me llevó al hospital y después me trajo a su casa.
—¿A su casa? —me interrumpe perspicaz.
Cierro los ojos y hago una mueca. No debí haberle contado eso.
—Sí, a su casa —continúo restándole importancia—. Sólo lo ha hecho por su comodidad. No querría tener que volver al Lower East Side tan tarde.
—Seguro —replica en un golpe de voz aún más perspicaz si cabe.
Me espera el tercer grado en cuanto nos veamos. Estoy segura.
—Lola, no te llamo por eso —reconduzco convenientemente la conversación—. He tenido que contarle toda la verdad.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunta alarmada.
—Porque el doctor me hizo un montón de preguntas y Pedro no es ningún estúpido.
—¿Y qué tal se lo ha tomado? ¿Va a despedirte?
—Creo que no.
Me siento fatal ahora mismo.
—¿Pero? —me apremia.
Me conoce demasiado bien.
—Puede que a ti sí —murmuro culpable.
Una carcajada llena de arrogancia y algo de malicia cruza la línea telefónica.
—¿Se puede ser más presuntuoso? —se queja—. Yo no trabajo para él.
—Pero conoce a tu jefe.
Ella calla un segundo.
—Es cierto que, cuando quiere, puede ser muy persuasivo, pero no te preocupes. El señor Seseña, mi jefe —me recuerda—, me adora.
—¿Seguro?
—Sin asomo de duda —responde precisamente así, sin asomo de duda.
Suspiro aliviada. Ya me siento mucho mejor.
—Me dejas más tranquila.
La noto sonreír al otro lado.
—Está todo bien —me confirma.
En ese momento oigo las puertas del ascensor abrirse.
—Lola, tengo que colgar.
Sin esperar su respuesta, lo hago. Dejo el teléfono en su sitio y corro a la habitación. Aún no he encontrado unos malditos pantalones.
—Pecosa, ven aquí —me ordena desde el salón.
No quiero tener que volver a salir sin pantalones.
—Pecosa —vuelve a reclamarme impaciente.
Salgo de la habitación malhumorada por seguir en ropa interior.
Pedro, sentado en el sofá, pierde su vista en mis piernas sin ningún disimulo, pero en seguida vuelve a centrarlas en los documentos que tiene bajo la mano en la elegante mesa de centro.
—Ven aquí —me apremia exigente—. Tienes mucho que firmar.
Frunzo el ceño.
—¿Qué tengo que firmar? —pregunto confusa y, para qué negarlo, algo desconfiada.
No entiendo nada.
Pedro me observa impaciente, diciéndome con la mirada que deje de hacer preguntas estúpidas de una vez y me siente en el sofá.
Camino hasta él con cierta cautela, me siento y lo miro aún confusa.
Él me indica con su mirada los papeles y, al posar mi atención en ellos, mi expresión cambia por completo cuando leo Universidad de Columbia en el membrete.
—Pedro, ¿qué es esto? —inquiero sin poder ocultar mi sorpresa.
—Esto es para que dejes de mentirme —responde sin ningún interés en sonar amable—. Vas a seguir trabajando para mí y vas a ir a la universidad.
¿Piensa pagarme la universidad? No puedo creerlo. No puedo creerlo y tampoco puedo aceptarlo.
—Te lo agradezco, muchísimo —le digo con la clara intención de que no haya dudas a ese respecto. Además, volver a la universidad sería maravilloso—, pero no puedo, Pedro. No puedo tener dos trabajos e ir a la universidad.
—¿He dicho yo dos trabajos? —pregunta impaciente y arisco.
—No.
—Vas a dejar el trabajo en el restaurante —me dice, casi me advierte —. No lo necesitas.
—Sí lo necesito. Ya te lo he explicado.
¿Es que este hombre no escucha?
—He cancelado todas tus deudas.
¡¿Qué?!
«¡¿Qué?!»
—¿Qué? —No me lo puedo creer—. No puedes hacer eso.
No puede entrar en mi vida como un ciclón y hacer ese tipo de cosas sin ni siquiera consultarme. No voy a permitirlo.
—Joder, Pecosa —se queja exasperado—. ¿Siempre pones las cosas tan complicadas?
—¿Pero qué tipo de persona crees que soy? —Ahora la que suena exasperada soy yo—. No voy a dejar que me pagues los créditos, la universidad y encima me des trabajo. Y está conversación se ha terminado. No pienso cambiar de opinión.
Con el propósito de dejarlo lo más claro posible, me levanto dispuesta a encontrar mi ropa de una maldita vez y marcharme, pero Pedro se levanta, me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Sé perfectamente la clase de persona que eres. Así que no tienes que hacerte la ofendida.
Otra vez no hay la más mínima amabilidad en sus palabras.
—No me estoy haciendo la ofendida —me defiendo molesta.
¿Acaso cree que es una pose? Eso me enfada aún más.
—Tú no sabes nada de mí —añado.
—Sé que eres capaz de trabajar catorce horas diarias y estudiar contabilidad por las noches para no decepcionarme.
Dios, ¿cómo puede ser tan presuntuoso? Suspiro brusca. Lo peor es que, en el fondo, tiene algo de razón.
—No lo hice por ti. —No pienso reconocerlo jamás.
—Claro que no —replica arrogante y mirándome de esa manera que me dice que encima debería darle las gracias.
No aguanto más.
—Eres un imbécil engreído.
Quizá, si mi voz no hubiese sonado tan encandilada, presa del deseo que comienza a arremolinarse en mi vientre, mis palabras hubiesen tenido más valor; pero es que está demasiado cerca, es demasiado guapo y su mano aún sujeta mi muñeca.
—Puede que lo sea, pero en el fondo es lo que más te gusta de mí.
¡Qué imbécil! ¡Y cuánta razón tiene! ¿Por qué con él todo tiene que ser siempre tan frustrante?
—No pienso aceptar tu dinero —replico nerviosa.
—Me importa muy poco lo que pienses aceptar o no —susurra exigente, sin levantar esos espectaculares ojos de los míos.
Estoy furiosa y al mismo tiempo lo deseo como nunca he deseado nada en mi vida. Tengo ganas de darle una bofetada y también de desnudarlo.
Definitivamente esto no va a acabar bien para mí.
—Firma y no despediré a Lola.
¡Maldito bastardo!
—Lola no trabaja para ti —mascullo.
—Pero Miguel Seseña me debe muchos favores.
¿Sería capaz? Me sonríe arrogante y ésa es la mejor respuesta a mi silenciosa pregunta. Maldita sea, claro que sería capaz.
—Eso es juego sucio —protesto.
—Lo sé. —Y claramente no le importa lo más mínimo—. ¿Qué decides?
Aún más furiosa y dedicándole la peor de mis miradas, me arrodillo frente a la mesa de centro y firmo todos los formularios para entrar en Columbia.
Pedro se sienta en el sillón a mi lado. La tela de sus vaqueros roza mi brazo desnudo y todo mi cuerpo es consciente de ello. ¡Pero sigo furiosa, maldita sea!
«Recuérdatelo. Te vendrá bien cuando acabes en su cama.»
—Y vas a vivir aquí —añade como si fuera un hecho sin ninguna importancia.
Ahogo una risa nerviosa en un breve suspiro a la vez que me giro para mirarlo.
—No, de eso nada —replico como si fuera obvio, porque es obvio.
—Claro que sí —se reafirma—. Pillaste una neumonía por culpa de las ventanas de tu apartamento.
—No voy a vivir aquí. Es una locura. Apenas nos conocemos.
Tiene que entenderlo. Es una pésima idea.
«Acabarías en su cama antes de que tu ropa estuviera en las perchas.»
—Estuvimos a punto de acostarnos, Pedro.
—Eso no va a volver a pasar —replica muy seguro de sí mismo.
Por un momento no sé qué responder. Lo tiene muy claro.
Se supone que yo también debería tenerlo. Es lo que quiero, ¿o no?
—Por supuesto que no va a volver a pasar.
Si él lo tiene claro, yo lo tengo más.
—Pues, entonces, ¿qué problema hay? —inquiere con esa estúpida, odiosa y sexy sonrisa que me hace perder el hilo.
—No puede ser —me reafirmo nerviosa.
—Vas a venirte a vivir aquí y se acabó la discusión —me ordena convertido en la sensualidad personificada—, porque cada vez que discutimos me entran ganas de echarte un polvo y eso ya no puede ser, ¿verdad?
Ahogo una boba y extasiada sonrisa en un nuevo suspiro.
¡Deja de sonreír!
—Verdad —musito y casi tartamudeo.
—Pues todo arreglado.
Pedro se levanta y comienza a caminar hacia su habitación.
¡No está nada arreglado! Ahora mismo sólo quiero gritar. ¡Es la persona más frustrante que he conocido en mi vida!
«Y tú.»
Y yo.
A unos pasos de la puerta del dormitorio, se quita la camiseta y en mi cabeza la canción de los Rolling Stones Sympathy for the devil comienza a sonar. ¿Por qué no se ha quitado la maldita camiseta en su habitación? Tiene un torso increíble, con cada músculo armónicamente cincelado y los vaqueros cayéndole tan sexy, haciendo que toda mi atención se centre en el perfecto músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus Levi’s.
Finalmente desaparece en el dormitorio y yo me dejo caer en el sofá.
Ahora mismo la vida me parece de lo más injusta.
Me giro hacia la mesa y pierdo mi vista en los papeles. No puedo evitar sonreír. ¡Voy a volver a la universidad! La verdad es que estoy emocionada y aterrada al mismo tiempo, más emocionada que aterrada.
¡Va a ser genial!
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