martes, 18 de julio de 2017
CAPITULO 49 (SEGUNDA HISTORIA)
Me despierto en el suelo del salón. Tengo muchísimo frío.
Me levanto desorientada y algo mareada. Todavía es de noche. Voy hasta la habitación, me quito el vestido que aún sigue húmedo sobre mi piel y me seco con una toalla, pero sigo teniendo frío, me ha calado hasta los huesos.
Me doy una ducha rápida con el agua casi hirviendo y me pongo un chándal gris, la ropa más abrigada que encuentro. Me meto en la cama y, antes siquiera de que pueda verlo venir, mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas. Todo ha sido demasiado triste.
Trato de dormir, pero no lo consigo. Debería levantarme, comer algo, pero ahora mismo quedarme en la cama me parece la única opción posible. Repaso mentalmente la conversación una decena de veces, repaso sus expresiones, sus miradas. Acababa de decirme que estaba enamorado de
mí. Me llevo los antebrazos a los ojos y trato de olvidarme de todo, de concentrarme sólo en la sensación de ser feliz, en él.
¿Por qué ha tenido que dejar que todo terminara así?
No sé cuánto tiempo pasa cuando llaman a la puerta. Mi devastado corazón da por hecho que es él, que se lo ha pensado mejor y viene a buscarme. Corro hasta la puerta y la abro de par en par con una sonrisa de oreja a oreja, pero, en lugar de a Pedro, me encuentro a un repartidor vestido con chaqueta y gorra de FedEx Urgente.
—¿Señorita Chaves? —pregunta mirando el nombre en los papeles sujetos a una carpeta de plástico que lleva entre las manos.
—Sí, soy yo —musito aturdida.
El chico asiente y me tiende la carpeta y un bolígrafo para que firme. Frunzo el ceño cuando leo Alfonso, Fitzgerald y Brent en el remitente.
El repartidor me entrega una caja, sonríe y se marcha.
La dejo sobre la isla de la cocina. ¿Qué será? En la parte superior aparece escrito de nuevo Alfonso, Fitzgerald y Brent y su dirección en la Sexta Avenida, como si fuese algo profesional, un envío de oficina. Tiro de la cinta adhesiva y abro la caja. Tuerzo el gesto y aguanto un sollozo al ver todos los archivos del proyecto, todos los dosieres, las tablas de inversión y, justo sobre ellos, el contrato de inversión firmado por Adrian Monroe. Suspiro con fuerza y una vez más hago un esfuerzo titánico por contener las lágrimas.
Saco todas las carpetas tratando de ser profesional, de pensar única y exclusivamente en el trabajo, pero todo cambia cuando distingo una bolsa de papel al fondo. Tiro de ella y, al abrirla, mi mundo se viene un poco más bajo.
Pedro me ha enviado de la manera más impersonal posible mi rebeca roja, mi carnet de la biblioteca y mi libro de Deegan, las pocas cosas que olvidé en su casa o, lo que es lo mismo, todo lo que podría recordarle a mí.
¿Tan fácil es para él?
Ha tomado una decisión y la lleva a cabo hasta las últimas consecuencias, sin dudar. Siempre he sabido que puede llegar a ser increíblemente frío, pero con este envío se ha superado a sí mismo.
¿Tan poco le importa? Ni siquiera soy capaz de entenderlo.
Cierro la caja con rabia, me seco las lágrimas con el reverso de los dedos y salgo disparada del apartamento. No pienso dejar que esto termine así. No voy a consentirle que hasta el último momento él decida cómo son las cosas. Maldita sea, ¡no me lo merezco!
Atravieso la ciudad en taxi y prácticamente corro hasta el ascensor del edificio de oficinas. Estoy demasiada enfadada, furiosa, herida. No luchó por mí y ahora se deshace de lo poco que queda entre los dos sin ni siquiera pensárselo dos veces.
Empujo la enorme puerta de cristal, lanzo un lacónico saludo al aire para Eva y cruzo el vestíbulo.
—Paula —me llama saliendo a mi encuentro—, señorita Chaves —rectifica.
Yo me detengo y la miro esperando a que continúe. Sé que no le he dedicado un saludo muy efusivo, pero tengo mis motivos.
—Lo siento mucho —se disculpa y realmente suena compungida, como si no quisiese decirme lo que tiene que decir. Me preocupo al instante—. No puede pasar.
—¿Qué?
—El señor Alfonso ha dado orden de que no le permita pasar a las oficinas.
—¿Qué? —repito.
No soy capaz de decir otra cosa. Han tirado de la alfombra bajo mis pies.
—Eva, todo esto tiene que ser error —trato de hacerla entender casi desesperada.
Es imposible que haya hecho algo así. No puedo creerlo. No quiero creerlo.
—Lo siento.
—Tú no lo entiendes. Tengo que hablar con Pedro.
Ella me mira con sus enormes ojos marrones llenos de compasión. Siempre he odiado que me miren así, consiguen que de un plumazo vuelva a tener siete años.
En ese preciso instante la puerta de la sala de reuniones se abre y Pedro sale de ella seguido de Octavio y Damian.
Nuestras miradas se encuentran. La suya está llena de rabia, de dolor, del mismo vacío infinito que siento yo.
—Pedro —murmuro.
Pero él aparta su vista. Continúa caminando con los ojos clavados al frente y pasa junto a mí, sin dudar, sin detenerse. ¿Cómo puede ser tan frío, tan arrogante, incluso ahora? ¡Él también está sufriendo!
—Pedro —susurro de nuevo con la vista fija en cómo se aleja.
Octavio, Damian y Eva se convierten en espectadores accidentales de toda la situación, de cómo la pobre ratoncita de biblioteca ya no existe para él.
La rabia lo inunda todo. Nunca en mi vida me había sentido tan dolida.
—¡Pedro Alfonso, eres un cobarde! —grito con la voz tomada por las lágrimas, por todo mi enfado.
Él se detiene en mitad del pasillo. Durante unos segundos eternos permanece inmóvil con la mirada clavada al frente mientras cada músculo de su cuerpo se endurece preso de una tensión indecible. Yo lo observo con el corazón dividido entre las ganas que tengo de correr a abrazarlo y todo el dolor. Sin embargo, Pedro decide una vez más lo que tenemos que sentir y continúa caminando sin mirar atrás.
Antes de que pueda controlarlo, rompo a llorar de nuevo.
Ayer me dijo que estaba enamorado de mí, ¿ya lo ha olvidado? ¿Ya no significo nada para él? Me ha borrado de su vida sin pestañear y ni siquiera se ha bajado de su pedestal para hacerlo.
Damian sale disparado tras Pedro y Octavio se acerca a mí. Coloca sus manos en mis hombros y se inclina hasta que nuestras miradas se encuentran.
—Paula, será mejor que nos vayamos —susurra lleno de dulzura.
—Octavio… —murmuro entre lágrimas.
Ni siquiera sé cómo seguir. Estoy avergonzada. Estoy montando una escena patética. Yo no soy así, pero no puedo dejar de llorar.
—Vamos —me ordena suavemente, guiándome hasta la salida.
Octavio intenta consolarme, pero eso no es lo que necesito ni tampoco lo que quiero. Sólo quiero entender lo que está pasando. ¿Por qué Pedro se está comportando así?
—Puedo pedirle al chófer que te lleve a casa —me ofrece lleno de una sincera preocupación.
—No, gracias —respondo con la mirada clavada en las puertas del ascensor, suplicando porque se abran y pueda marcharme de aquí.
—Todo esto es una jodida estupidez —murmura molesto.
Sus palabras hacen que inmediatamente lo mire.
—¿Qué quieres decir? —inquiero.
Sueno desesperada, pero no me importa porque lo estoy.
Necesito que alguien diga algo, lo que sea, que me haga entenderlo todo. Octavio adivina lo que estoy pensando y su mirada cambia al instante llenándose de nuevo de dulzura y también de una sincera preocupación e incluso algo de admiración.
—Paula Chaves, eres una chica muy valiente.
Sé que no habla de mi vida en general, ni siquiera de este momento. Él se refiere a Pedro, a que, a pesar de todo, quiera comprenderlo, poder seguir queriéndolo.
Las puertas del ascensor se abren, pero ya no tengo ninguna prisa por entrar, quiero seguir hablando.
—Octavio…
—Paula —me interrumpe—, a veces hacemos lo que es mejor para otra persona, no lo que nos gustaría hacer. Conozco a Pedro desde que teníamos diecisiete años y nunca le he visto renunciar a algo porque pensase que era lo correcto.
Esa frase me despierta de demasiadas maneras. Al final los Alfonso son su familia, sus padres, su hermano, y Pedro sólo está haciendo lo mejor para ellos, aunque eso implique perderme a mí. Al fin y al cabo tiene una lista interminable de chicas dispuestas a tirarse a sus pies.
—Supongo que no significo para él tanto como creía.
—O quizá signifiques todavía más.
Otra vez un puñado de palabras que lo arrasan todo dentro de mí. Entonces, ¿lo está haciendo por mí? Por Dios, ya no sé qué creer.
Hundida, entro en el ascensor y pulso el botón del vestíbulo.
—Lo siento mucho, Paula.
Me obligo a sonreír una vez más. Un gesto triste y vacío que no convence a nadie.
—Yo también lo siento.
Octavio me devuelve la sonrisa, pero no le llega a los ojos.
Cuando las puertas del ascensor se cierran, rompo a llorar de nuevo.
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Pero qué terco que es este Pedro, muy buenos los 3 caps.
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