martes, 18 de julio de 2017

CAPITULO 47 (SEGUNDA HISTORIA)




Abro los ojos y miro a mi alrededor desorientada. Estoy en el sofá de la sala de descanso. ¿Cómo he llegado hasta aquí? 


Me incorporo y me paso las manos por los brazos asegurándome de que no tengo ninguna herida. He tenido suerte. Lo último que recuerdo es salir de mi despacho, así que debí desmayarme en pleno departamento y ese lugar está lleno de mesas con las que podría haberme dado de bruces.


—¿Ya se ha despertado?


Me incorporo y veo a Luciano entrar en la sala de descanso con dos botellitas de agua y varios paquetes de patatas. Mi estómago ruge. Estoy hambrienta.



—¿Qué tal está?


—Bien —murmuro obligándome a sonreír.


Me siento avergonzada. Entre mis funciones como jefa no está sufrir un ataque de pánico en mitad de la oficina y que uno de mis empleados tenga que cargar conmigo hasta la sala de descanso.


—Imagino que querrá comer algo —dice tendiéndome un paquete de Cheez-It.


Asiento y cojo la bolsa. De pronto caigo en la cuenta de algo. 


¿Cómo sabe que estaría hambrienta? ¿Y por qué me ha traído aquí en vez de llamar a una ambulancia? Lo miro confusa y él sonríe adivinando lo que estoy pensando.


—Mi mujer sufría ataques de pánico. En cuanto vi cómo se desmayaba, supe que usted también.


—Entonces he tenido suerte.


Su sonrisa se ensancha y mueve una silla hasta colocarla frente a mí y tomar asiento.


—Supongo que sí. Siempre me preocupaba que le pasase algo cuando no estábamos juntos, pero ella sabía cuidarse muy bien sola.


Me dedica una mirada cómplice. Cuando sufres esta clase de ataques, al final aprendes a reconocer los síntomas y a tener cuidado, aunque a veces te pille por sorpresa.


—¿Ya no sufre ataques? —inquiero apurando la bolsa.


—Mi mujer murió en el atentado de las Torres Gemelas. Trabajaba en la torre norte.


Se me encoge el corazón. ¿Cómo no he podido darme cuenta?


—Lo siento mucho, Luciano.


Sus ojos se llenan de tristeza y asiente. Han pasado catorce años. Debía de quererla muchísimo.


—No pasa nada —dice quitándome el paquete vacío de las manos y dándome uno nuevo de Lay’s.


Yo sonrío suavemente y lo acepto encantada. Luciano me observa durante un segundo.


—¿Está bien, Paula?


—Sí —me apresuro a responder. Me gano una mirada perspicaz. Es obvio que no me ha creído—. He estado mejor, pero no es nada.


Luciano suspira sin levantar sus ojos de mí.


—No se ofenda por lo que voy a decirle, pero desde hace unos días no es usted la misma.


Sonrío fugaz. Tiene razón.


—Algunas cosas han cambiado —me atrevo a decir.


—¿Es por la pelea con el señor Sutherland, porque no quiso denunciar a Alfonso, Fitzgerald y Brent? Debería estarle agradecido. No tienen pinta de ser de los que se toman las denuncias falsas demasiado bien.


Mi sonrisa se ensancha. Si el señor Sutherland los hubiese denunciado, Pedro habría acabado con él.


—No se trata de eso o por lo menos no sólo de eso… no lo sé —claudicó al fin—. ¿Alguna vez ha estado tan confuso que incluso las cosas que tenía más claras de repente ya no tienen sentido?


—Muchas veces —responde con la voz llena de sabiduría.


—Yo tenía claro a qué quería dedicarme y tenía claro con quién quería estar, incluso tenía una prueba que me aseguraba que era el hombre correcto.


—¿Una prueba? —inquiere confuso.


—Sí —respondo avergonzada —Un beso. Ya sé que suena estúpido…


—No lo es —me interrumpe.


La dulce mirada que me dedica me da ánimos para continuar y desembuchar toda la historia.


—Un chico, Christian, me besó en Atlantic City. Fue mi primer beso de verdad. Sentí tantas cosas que di por hecho que quería estar con él, pero después conocí a Pedro y desde ese momento todo mi mundo está patas arriba.


—Por eso no lo denunció, ¿verdad?


Asiento.


—Sé que no dice mucho de mi ética profesional, pero no podía hacerlo.


—¿Y ese Christian es Christian Harlow? ¿El asesor ejecutivo de Silver Grant?


Asiento de nuevo.


—Y a él sí lo denunció cuando detectó las malversaciones en su empresa.


—Tenía que hacerlo —me defiendo.


—Quizá me estoy metiendo donde no me llaman, pero puede que ese beso no significara tanto como usted cree o, a lo mejor, todo lo que vino después significó todavía más.


Lo miro asimilando sus palabras. No soy ninguna idiota. Sé que me he estado autoengañando, repitiéndome que la ruptura con Pedro era lo que tenía que pasar, pero sí tengo claro que estar juntos sería demasiado complicado. Además, lo que sentí con aquel beso fue real.


Dios, estoy hecha un completo lío.


—No lo sé —me sincero al fin.


—Pues tendrá que averiguarlo —responde con una nueva sonrisa.


Seguimos charlando. Me cuenta cosas de su mujer, de cuánto le gustaba a ella su apartamento en el Lower Manhattan. Nunca consintió mudarse, ni siquiera cuando él se convirtió en ejecutivo de bolsa. También hablamos de Lehman Brothers, de lo culpable que se sintió durante meses a pesar de que no hizo nada y de cómo tuvo que soportar que lo miraran como si fuese un ladrón. Me disculpo por haber hecho precisamente eso el día que empezó a trabajar y él lo hace por haberme mirado como mira a su hija Maisie cuando cree que se está comportando como una cría. Se llama como su madre. Me cuenta que volvió a trabajar porque quería volver a sentirse útil y, sobre todo, porque
echaba de menos a su mujer. Me consuela saber que no soy la única idiota del planeta que echa de menos algo que sabe que nunca va a poder volver a tener. Acabamos tomando unos perritos calientes en un puesto junto a la bolsa y, caballeroso, me acompaña hasta la boca de metro. Lo último que me dice es que se alegra de haber vuelto a trabajar. Según él, cada uno de nosotros estamos donde tenemos que estar cuando tenemos que estar.


Ya en mi cama, con la luz apagada y la mirada perdida en los rascacielos que se asoman a mi ventana, pienso en todo lo que ha ocurrido hoy y en todo lo que he hablado con Luciano. Si cada uno estamos donde tenemos que estar cuando tenemos que estar, yo tenía que estar en Atlantic City aquella noche; lo que tengo que averiguar es si fue para que Christian me besara o para que ese beso desembocara en todo lo demás.




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