martes, 18 de julio de 2017

CAPITULO 48 (SEGUNDA HISTORIA)



El sábado me levanto pronto, meto en mi mochila todo lo necesario para la fiesta de esta noche y me voy al apartamento de Victoria. Pasaremos la tarde viendo películas de los ochenta y bebiendo Cosmos y nos prepararemos juntas para, según Sofia, dejarlos boquiabiertos en cuanto pongamos nuestros delicados pies en el edificio de la Sociedad Histórica. También me llevo un libro, en concreto un ensayo sobre la relectura que Ronald Myles Dworkin hizo del código civil americano.


Sofia me mira mal y amenaza con tirarme el libro por la ventana en cuanto me descuide. No me asusta. No es la primera vez que oigo esa amenaza.


A las ocho estamos entrando en la Sociedad Histórica.


Adoro este edificio. Es muy sencillo pero precioso, como si le gritara al mundo que no necesita tener cien plantas para robarle el corazón a los neoyorquinos, como la chica tímida que se queda con el chico guapo. Además, tiene unas vistas inmejorables de Central Park; con eso no se puede competir.


Sofia le da un beso a la estatua de Abraham Lincoln al inicio de las escaleras y subimos entre risas. Ya desde el último peldaño puede oírse la suave música francesa del interior; sin duda, es una elección de Elisa.


En mitad del inmenso salón nos mezclamos con los demás invitados. Todo está sencillamente precioso y la jet set neoyorquina se pasea luciendo sus mejores esmóquines y sus trajes más caros.


—Hola —me saluda alguien a mi espalda.


Es Christian.


—Hola —saludo girándome—. ¿Qué tal estás?


Está tan guapo como siempre, con un impecable esmoquin y su pelo perfectamente peinado.


—Muy bien, ¿y tú?


—Muy bien —me apresuro a responder.


Nos miramos durante un momento, pero él aparta su mirada y sonríe incómodo. Yo lo observo con el ojo científico con el que lo haría Sofia. A veces me cuesta trabajo creer que es el mismo hombre que me sacó con esa seguridad y decisión de la pista de baile en Atlantic City. Christian no es brusco, ni arrogante; en una palabra, no es indomable. No es como… me niego a pensar su nombre y cabeceo rápido y discreta.


—La fiesta es genial. La sala ha quedado realmente bonita.


Quizá sólo esté nervioso.


—Sí —comenta mirando a su alrededor.


Volvemos a quedarnos en silencio.


Las cosas pueden ser más sencillas, más directas.


Tal vez necesite algo de tiempo. Todos necesitamos algo de tiempo alguna vez. Inspiro hondo e, imitándolo, pierdo mi mirada entre la multitud. Sin ningún motivo en especial, llevo mi vista a la puerta y suspiro y me rindo ante la evidencia al ver entrar a Pedro increíblemente guapo, increíblemente atractivo, increíblemente todo… y solo.


—Ha venido solo —murmuro.


Pensé que traería a alguna de las chicas con pinta de supermodelo que lo miran como si estuviese recubierto de chocolate fundido.


Baja las escaleras hasta la sala principal derrochando elegancia. Cuando sus pies tocan el último escalón, se mete una mano en el bolsillo de sus pantalones de esmoquin y echa a andar llamando la atención de todas las mujeres de la fiesta.


Oigo que me llaman, pero no presto atención.


—Paula.


Todo mi cuerpo se ha despertado queriéndolo y deseándolo a partes iguales.


—Paula.


Me obligo a atender el sonido y me encuentro con la mirada de Christian.


—Perdona, me había distraído —me excuso incómoda.


—No te preocupes —me disculpa—. Te preguntaba qué tal el trabajo.


—Muy bien —respondo mecánica—. ¿Y tú? ¿Qué tal por Atlanta?


Christian comienza a explicarme en qué consiste exactamente su trabajo, cuántos clientes potenciales conoció… o algo parecido, porque lo cierto es que no le presto atención. Una mujer guapísima acaba de acercarse a Pedro. Le habla toda sonrisas y, aunque él no se molesta en saludarla, sigue ahí, mirándola con toda esa frialdad, consiguiendo, sin ni siquiera proponérselo, que ella pierda la cabeza por él.


No quiero ver esto.


—Perdóname, Christian. En seguida vuelvo.


Sin esperar respuesta por su parte, me pierdo entre la multitud buscando sin éxito algún lugar donde esconderme, donde huir de Pedro. Como si eso fuese posible. Diviso las puertas de la terraza. La temperatura ha bajado varios grados en estos días. No habrá nadie allí.


Acelero el paso y, sólo cuando mis tacones alcanzan el suelo de piedra, siento el huracán que me arrolla por dentro apagarse mínimamente. Camino hasta la baranda y me asomo disfrutando de la arboleda que nos rodea, respirando hondo. No tendría que haber venido.


—Paula.


Cada vez que he escuchado mi nombre en sus labios, he tenido la sensación de que lo ha inventado sólo para mí.


Me giro y mi respiración se evapora cuando veo a Pedro a un puñado de pasos. Sus ojos verdes se clavan en los míos y, como siempre, consigue que caiga hechizada.


—Hola —murmuro.


—¿Qué estás haciendo aquí? —susurra ignorando mi saludo—. ¿Por qué no estás en la fiesta?


Me llevo un labio sobre otro. No quiero tener que admitirlo, pero a estas altura de la película no tiene sentido mentir. Además, Pedro siempre ha sido sincero, aunque doliese, ¿por qué no iba a serlo yo?


—No estoy preparada para verte con otra mujer.


—Ninguna de ellas me interesa lo más mínimo —prácticamente me interrumpe, lleno de una seguridad atronadora.


Lo miro dispuesta a decir algo, pero no sé el qué. Ha dicho exactamente lo que yo quería escuchar. No quiero que le interese ninguna otra mujer. No quiero que esté con ellas. Soy mezquina y miserable. Hace menos de cinco minutos estaba charlando con Christian. Tratando de encontrarlo interesante. Maldita sea. ¿Por qué no puedo decir lo que quiero? ¿Por qué tengo tanto miedo a luchar
por Pedro? ¿Por qué no puede él luchar por mí?


—¿Por qué no me besaste tú en Atlantic City? —murmuro.


Pedro sonríe pero no le llega a los ojos y se acerca hasta quedar a unos centímetros de mí. Tira de mi muñeca y me estrecha contra su cuerpo. Suspiro y me pierdo en la suave sensación de que después de tres días de infierno todo el dolor sencillamente se esfuma. Antes de que pueda decir nada, Pedro rodea mi cintura con sus manos y comenzamos a bailar, suavemente, al ritmo que él y una delicada voz en francés nos marcan.


Sus ojos verdes siguen sobre los míos mientras siento sus manos agarrar con fuerza, casi con desesperación, mi piel. Estoy en el paraíso. Cada vez estamos más cerca. Le deseo. Le deseo sin medida. Y le quiero.


—Sólo quiero que seas feliz —susurra.


Desliza su mano por mi cadera hasta separarse por completo y se aleja de mí entrando al salón y mezclándose con las decenas de parejas que continúan bailando. 


Mientras, la ensordecedora sensación de que sólo podré ser feliz con él se instala en mi estómago y tira de él. ¿Por qué las cosas tienen que ser de esta manera? ¿Por qué tengo que sentirme así con él? ¿Por qué tiene que conseguir que todo, sencillamente, cobre sentido?


Debería volver dentro, pero no quiero. Sin embargo, la climatología de Nueva York no piensa lo mismo y un par de gotas me caen en el hombro. Miro hacia arriba y tuerzo el gesto. ¿En serio? Es lo último que necesitaba.


Entro en el salón y prácticamente en ese mismo instante un haz de luz atraviesa el cielo y comienza a llover sin ninguna piedad.


Me alejo de la terraza y, al alzar la vista, veo a Christian a unos pasos de mí. Me sonríe con una copa de champagne en la mano y yo me tomo un momento para observarlo. 


Estoy cansada de sentirme así, de toda esta confusión. 


Quería sentir de verdad la pasión, la electricidad, el amor...
entonces, ¿por qué estoy eligiendo a Christian? ¿Por qué estoy optando por lo más fácil? ¡Yo no quiero algo fácil!


Con esta especie de revelación, camino hasta él.


—¿Por qué me besaste en Atlantic City? —suelto de un tirón, como si la pregunta me quemara en la garganta.


Christian abre mucho los ojos y su expresión se llena de sorpresa y confusión a partes iguales.


—Sé que ahora mismo piensas que estoy loca —me explico—, pero necesito saberlo. En la fiesta de disfraces en el club del Borgata me besaste, hiciste que me diera cuenta de cómo tenían que ser las cosas y quiero saber por qué.


—Yo no te besé en Atlantic City, Paula.


¿Qué?


No puede ser.


El teléfono de Christian comienza a sonar. Él lo saca del bolsillo interior de su chaqueta sin levantar su mirada de mí.


—A lo mejor no sabías que era yo —trato de hacerle entender—. Llevábamos máscaras.


—Paula, estoy seguro de que no te besé en Atlantic City porque no besé a ninguna chica en Atlantic City… ¿Diga? —inquiere descolgando su smartphone.


No. No. No.


Entonces, ¿quién me besó? Miro a mi alrededor intentando poner algo de lógica en toda esta locura. Recuerdo sus ojos verdes. Aquella noche me parecieron los ojos verdes más espectaculares que había visto nunca. Involuntariamente sonrío. Son como los de… Pedro. ¡Dios mío!


Lo busco con la mirada y no tardo en encontrarlo. Está atravesando la estancia, dispuesto a salir del edificio sin importarle que ahora mismo esté diluviando.


—Lo siento. Tengo que marcharme —murmuro.


—Paula, espera —me llama Christian.


A regañadientes, me giro. Tengo que hablar con Pedro.


—¿Tu oficina ha denunciado a mi empresa? —inquiere realmente atónito.


—No he tenido más remedio. Tu jefe ha malversado once millones de dólares.


Christian me mira boquiabierto, casi al borde del infarto de miocardio.


—Veo que no estabas implicado, así que no tendrás nada por lo que preocuparte.


Doy un paso hacia él y lo beso en la mejilla.


—Gracias por los emails. —Sonrío—. Ahora tengo que marcharme.


Atravieso la sala como una exhalación. No me importa llamar la atención de todos los invitados.


Me recojo el vestido y bajo las escaleras aún más de prisa.


Llueve muchísimo, apenas puedo ver nada.


¿Dónde está?


—Paula.


Reconocería su voz en cualquier parte.


—¿Por qué no me dijiste que fuiste tú quien me besó en Atlantic City? —protesto enfadada, girándome. ¡Tenía derecho a saberlo!—. Dejaste que creyese que había sido Christian, que era con él con quien tenía que estar.


—Y tienes que estar con él, Paula —sentencia sin asomo de duda.


—¿Por qué?


No lo entiendo. ¿Por qué siempre trata de apartarme?


—Contéstame, Pedro, ¿por qué?


—¡Porque es lo mejor! —grita furioso—. ¿Por qué no puedes entenderlo?


La lluvia se hace más fuerte. Las gotas de agua resbalan por mis mejillas, por mis labios.


—Todo esto es por Natalie, ¿verdad?


—No.


—Porque la prefieres a ella.


¡No soy ninguna niña! ¡No tiene por qué mentirme!


–Contéstame.


—¡No! —sentencia furioso.


Su única palabra nos silencia a los dos.


—Si sigo con ella —continúa con la voz más calmada pero en absoluto serena— es porque es lo único que me queda para convencerme…


Pedro se interrumpe a sí mismo.


—¿De qué? —inquiero acelerada, nerviosa, desesperada.


No quiere hablar, pero yo necesito saberlo. Ya no puedo más. Me estoy muriendo por dentro.


—¡Pedro, ¿de qué?! —le suplico.


—¡De que no estoy enamorado de ti!


Nos mantenemos la mirada. Mis ojos se llenan de lágrimas y sé que él puede distinguirlas de cada gota de lluvia.


—¿Y ha funcionado? —murmuro.


Pedro exhala todo el aire de sus pulmones.


—No, joder, claro que no.


Cruza la distancia que nos separa, toma mi cara entre sus manos. ¡Me besa! Una corriente eléctrica me recorre por dentro. Está llena de deseo, de intimidad, pero, sobre todo, de amor. Es mucho más que un beso. Es el momento más feliz de mi vida.


Los dos sonreímos extasiados, felices, y vuelve a besarme. 


Nunca, nada, nadie, me había hecho sentir tan bien.


—¿Qué coño estáis haciendo?


La voz de Alejandro cruza el ambiente y lo ensordece todo. 


Nos giramos y prácticamente nos separamos en el mismo movimiento. Pedro tira de mi muñeca y me coloca a su espalda, protegiéndome.


—Alejandro, no es asunto tuyo —ruge.


—¿Cómo que no? —prácticamente grita—. Es mi hermana.


—¡Pero no es la mía! —sentencia Pedro.


—No podéis estar juntos.


—Sí, sí que podemos, y más te vale entenderlo, Alejandro, porque no pienso permitir que nada me aparte de ella.


Deslizo mi mano en su agarre, que se vuelve más posesivo al principio pero cede después, y entrelazo nuestros dedos. Quiero que sepa que yo tampoco estoy dispuesta a alejarme de él por nada del mundo.


Ale resopla y se pasa las dos manos por el pelo. Está nervioso, angustiado. Me duele verlo así, pero no puedo renunciar al hombre al que quiero.


Pedro, por el amor de Dios, no va a salir bien, ¿puedes tú entender eso? —Trata de que su voz suene calmada, serena, como si hablara con dos animalillos deslumbrados por los faros de un coche que pueden salir huyendo en cualquier momento—. ¿Crees que papá y mamá lo entenderán? Tú estás acostumbrado a estar solo y lo respeto, pero vas a conseguir que ella pierda a sus padres, otra vez... ¿de verdad eres tan hijo de puta como para hacerle volver a pasar por eso?


Trago saliva y mi corazón se encoge un poco más. No quiero perder a Ernesto y a Elisa, ni tampoco a Alejandro, pero lo que piden a cambio es demasiado injusto.


Pedro permanece callado, en silencio, como si ni siquiera sintiese ya la lluvia. Su cuerpo se tensa. Un fiel reflejo de la lucha titánica que sufre por dentro.


—Vete con él, Paula —me ordena.


Su voz ha sonado más ronca que ninguna otra vez, más salvaje, más triste.


—No —replico rodeándolo, buscando su mirada.


No puede pedirme que me vaya. No puede alejarme de él.


—Márchate —repite.


Pedro, por favor.


Tensa la mandíbula. Está al límite en todos los sentidos. Él tampoco quiere que me vaya. Lo sé.


—Paula, es lo mejor —trata de convencerme Allen.


—¡No, no lo es! —le interrumpo—. Yo no necesito que cuiden de mí, Alejandro. Sólo necesito que me quieran —continúo mirando de nuevo a Pedro—: por favor —le suplico.


Su mirada, toda su expresión, se llenan de un cristalino y cortante dolor.


—Alejandro tiene razón.


No. No. No.


—No —protesto entre sollozos.


Pedro da un paso hacia mí y toma mi cara entre sus manos.


—Eres más fuerte de lo que piensas —me dice atrapando una vez más mi mirada—. Nunca permitas que nadie te haga creer lo contrario.


Se está despidiendo de mí. No quiero que lo haga. Lloro con más fuerza, con más dolor.


—Las cosas no tienen por qué ser así —trato de convencerlo—. Puede salir bien. Podemos tener una oportunidad —le suplico cubriendo sus manos aún en mis mejillas con las mías. Sólo tienen que dejarnos tener una oportunidad—.Tú y yo…


—Yo acabaré jodiéndola —sentencia.


Me besa con fuerza. Mi cuerpo, mi mente, mi corazón saben que es el último beso que va a darme.


No quiero que se acabe. No puedo.


—Todo lo que he construido no vale nada sin ti, Paula —susurra contra mis labios—. Tú das sentido a todo mi mundo.


Sin darme tiempo a reaccionar, se marcha, alejándose de mí.


—Pedro—lo llamo.


Trato de salir tras él, pero Ale me toma por la cintura, reteniéndome.


—Déjame, por favor —le suplico entre lágrimas, tratando de zafarme.


Sueno desesperada. Estoy desesperada. Le he perdido. 


Lloro como no lo hacía desde hace catorce años y otra vez lo hago bajo la lluvia.


—¡Pedro!


Se ha acabado. Todo se ha acabado.


—Es lo mejor, pequeña —murmura Alejandro.


No es verdad. No lo es.


Me zafo de su agarre y me separo un paso de él.


—Me voy a casa —murmuro.


—Te llevaré.


Niego con la cabeza. Es mi hermano y le quiero. Sé que todo lo que ha hecho ha sido por mi bien, pero ahora mismo no quiero tenerlo cerca.


—Me iré en taxi.


Desoyendo todas las veces que me llama, comienzo a caminar. Los dos primeros taxis que pasan ni siquiera se detienen. No les culpo. Debo de tener una pinta horrible. Al fin un taxista checoslovaco llamado Ales se apiada de mí y me lleva a casa.


Pago el taxi, camino hasta mi portal, subo las escaleras y entro en mi apartamento. Todos gestos mecánicos, vacíos, pero, entonces, me veo sola en mitad de mi salón. Pedro no quiso luchar por nosotros, no quiso darnos una oportunidad.


Me siento más sola que nunca.


Rompo a llorar de nuevo. Mis sollozos se entremezclan con mi respiración acelerada.


Todo mi cuerpo se tensa.


El corazón me late de prisa.


La habitación da vueltas.


Todo está en silencio.






No hay comentarios:

Publicar un comentario