viernes, 4 de agosto de 2017
CAPITULO 51 (TERCERA HISTORIA)
Llamo a la puerta impaciente. Pedro no tarda en abrirme. Al verme completamente empapada, su expresión cambia en décimas de segundo y otra vez tengo la sensación de que todo su cuerpo se pone en guardia.
—¿Estás bien? —pregunta con la voz endurecida, pero, sobre todo, cargada de urgencia.
Yo frunzo el ceño. ¡Claro que no lo estoy! Y no entiendo por qué lo pregunta. ¿A él qué le importa? Ya dejó bastante claro cuánto significo para él.
—Dime si estás bien —me ordena un poco más acelerado, un poco más inquieto.
—¿Y a ti qué te importa?
—¡Contéstame!
—¡No lo estoy!
Los dos sonamos desesperados y al borde de un límite lleno de demasiado dolor. Nos miramos en silencio, desafiándonos, y yo empiezo a dudar de que la distancia que ha marcado entre los dos sea lo que realmente quiere.
Pedro me agarra de la muñeca y tira de mí. Mis tacones repiquetean contra el parqué frente al silencio de sus pies descalzos. Me obliga a entrar en su piso y cierra a mi espalda. El gesto es brusco, casi salvaje, y mi cuerpo despierta llamándolo tan rápido como mi enfado regresa. Lo quiero y lo odio, y todo lo que siento por él acabará destruyéndome, nunca lo he tenido tan claro.
—Hoy tenía una reunión con Richard Bessett. Tenía un plan para salvar Cunningham Media y a Hernan; todo lo que tenía que hacer era traicionarte y no he sido capaz. He dejado que todo por lo que he luchado se vaya al diablo por ti y tú ni siquiera soportas tenerme cerca —sentencio con rabia.
Y no entiendo por qué no puedo dejar de quererte, por qué no puedo olvidarme de ti.
—¿Cuál era tu plan? —inquiere distante.
—¿Eso es lo único que te importa? —pregunto a mi vez.
Él no contesta y ésa es la mayor respuesta de todas.
Cuéntaselo, Bluebird, y acaba con todo esto.
—Había convencido a Bessett de comprar Cunningham Media adelantándose a tu comprador. Sólo tenía que decirle que tú te encargarías de la operación.
No necesito hablar de la Oficina del ejercicio bursátil ni decir nada más. Él sabe lo que habría ocurrido.
La mirada de Pedro se transforma y por un momento no soy capaz de leer en ella. Si le duele, no me importa. Si está furioso, no me importa, porque yo lo estoy mucho más.
¡Hernan va a perderlo todo!
—Pero de todas formas ya da igual —añado con todo lo que siento inundando mi voz—. No he sido capaz. Al final he acabado convirtiéndome en la tonta enamorada y tú te has cansado de mí.
—Yo no me he cansado de ti —sisea.
—Claro que sí, porque tú eres así —replico con desdén.
Recuerdo cada vez que he pronunciado esas palabras. Él siempre me ha replicado tratando de esconder esa obviedad y yo siempre he sido tan estúpida de creerlo.
—Lo más triste de todo —mi voz se entrecorta. Siento tanta rabia dentro, tanta impotencia—, lo que más me enfada, es que pensaba que lo que teníamos era diferente.
Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente. No quiero que me vea llorar. Eso también se acabó.
—Era diferente —replica manteniéndome la mirada, haciendo énfasis en cada letra.
—No —musito.
—Joder, claro que sí —ruge.
—Y, entonces, ¿por qué todo ha tenido que acabar así? —pregunto dolida, exasperada.
—¡Porque tú lo quisiste! —grita sintiendo lo mismo.
—¡Yo nunca te pedí que me echaras de tu vida! ¡Ni que te comportaras como un auténtico cabrón conmigo! ¿Por qué no has dejado que al menos fuésemos amigos?
—¡Porque no me vale con eso!
Sus palabras nos silencian a ambos porque dicen mucho más. A mí tampoco me vale con eso, pero la alternativa duele demasiado.
—Pedro —murmuro sin saber cómo continuar.
—Quiero volverte completamente loca —me interrumpe dando un paso hacia mí, quedándose muy cerca—. Quiero que sólo puedas pensar en mí, en esto, en lo que yo puedo darte. Quiero que no puedas trabajar, dormir. Quiero que, cada vez que puedas coger aire y respirar, sea un gemido y me pertenezca a mí. Y, si tú no quieres lo mismo, sal de aquí, porque no voy a darte nada.
No hay piedad en sus palabras y lo arrollan todo dentro de mí. Quiere estar conmigo y yo quiero estar con él, pero la situación es mucho más complicada. No puede pedirme que salte al vacío otra vez, que sea feliz con él. No puedo hacerle eso a Macarena.
—Pedro —repito sobrepasada.
Y él decide por los dos. Atraviesa la distancia que nos separa, toma mi cara entre sus manos, me besa con fuerza y me acorrala contra la pared. Yo lo empujo, trato de separarme, huir, pero su olor me sacude y su cuerpo contra el mío me recuerda demasiadas cosas. Pedro atrapa mis manos y las sostiene por encima de mi cabeza. Es como luchar una batalla que ya sabes que está perdida y, aun así, lo intentas una y otra vez, cayéndote cada vez, sintiendo dolor cada vez, viviendo cada vez.
Me rindo. Lo beso. Lo quiero.
Me acaricia la cara desde la sien a la mejilla con su mano libre y deja caer su frente en la mía con los ojos cerrados.
—Te necesito, Paula —susurra contra mi boca—. Necesito tocarte. Joder, lo necesito más que respirar.
Me besa de nuevo, devorándome, y yo claudico porque también lo necesito a él, porque también necesito que me toque, que me haga sentir especial. Necesito saber que lo que tenemos es real. Necesito que me deje quererlo.
Me obliga a rodear su cintura con mis piernas y me levanta a pulso para cruzar el apartamento sin separarnos un solo centímetro, sin dejar de besarnos. No soy consciente de dónde me lleva hasta que siento el chorro de agua tibia primero y caliente después caer sobre nosotros. Estamos en su lujosa ducha vestidos, mojándonos. No nos importa.
Su mano acaricia mi cadera y se aferra a ella. Nerviosa, alzo las manos y, torpe, comienzo a desabotonar su camisa mientras nuestros besos se vuelven más desbocados. Sus dedos se ciñen a mi piel un poco más cuando desabrocho el último botón y la prenda se abre delante de mí. Acaricio su pecho.
Pedro atrapa mi mano con la suya y la aprieta contra la piel de su corazón. Sus latidos vibran contra mi palma y me siento más cerca de él que nunca.
Me besa con fuerza una vez más y se separa despacio. Yo abro los ojos confusa. Los suyos ya me esperaban. Lentamente separa su mano de la mía, llamando mi atención con el movimiento a pesar de que sigue mirándome a mí. Yo también muevo mi mano, poco a poco, y creo que dejo de respirar y una lágrima cae por mi mejilla cuando veo un precioso bluebird emprendiendo el vuelo tatuado en su pectoral izquierdo, en la piel de su corazón.
—Pedro —murmuro acariciándolo con las puntas de los dedos—, soy yo.
Deja caer su frente contra la mía y vuelve a atrapar mi mano, entrelazando nuestros dedos.
—Siempre serás tú, Paula —sentencia.
Ahora sé que no podría quererlo más.
Despacio, vuelve a dejarse caer sobre mí y me besa otra vez, reclamándome, borrando cada recuerdo triste desde que nos despedimos en una calle del West Side. Su cuerpo contra el mío, nuestros gemidos, la cálida sensación de que he vuelto al único lugar donde quiero estar se entremezclan, haciéndome subir más y más alto. Nunca he podido olvidarlo, porque sencillamente es imposible olvidar cómo me hace sentir.
Me desnuda despacio a pesar del agua, acariciándome, besándome. Yo pierdo mis manos en sus hombros y me aferro a ellos con fuerza, arañándolo suavemente, arrancándole gruñidos de placer que se unen a mis gemidos.
—Pedro...
Su nombre se evapora en mis labios cuando me embiste deslizándome contra la pared de azulejos.
—Pedro —repito inconexa.
Él comienza a moverse duro, implacable, y al mismo tiempo girando las caderas, llegando más y más lejos, diciéndome sin palabras que vamos a tomarnos todo el tiempo del mundo.
Sus manos vuelan por mi cuerpo hasta aferrarse a mis caderas. Gimo. Grito. Su boca se pierde en mis pechos, en mi cuello.
Todo mi cuerpo le pertenece.
—Pedro —jadeo cuando el placer se arremolina en mi sexo.
—Dámelo todo —me ordena contra mi piel, haciéndola vibrar con su voz más ronca.
Y obedezco. No tengo alternativa. El placer más increíble se alía con todo mi deseo y salgo disparada al paraíso de pecado que ha construido para mí embestida a embestida.
—Joder, Paula —ruge.
Nuestros cuerpos resbaladizos por el agua chocan una y otra vez, acoplándose a la perfección. Me recreo en el placer. Pedro lo alimenta para mí hasta que todo vuelve a empezar. Siento la tensión, el deseo, el fuego... su sexo llenándome entera, volviéndome insaciable, haciéndome explotar entre sus habilidosas manos, su polla, su lengua y todo mi placer.
Su cuerpo se tensa. Su agarre en mis caderas se hace más fuerte. Me hace daño. Me gusta. ¡Me corro!
Y él lo hace en mi interior con un masculino alarido.
Santo cielo, el mejor sexo de mi vida lleva el nombre de Pedro Alfonso.
Me besa de nuevo y se queda muy cerca, con su cuerpo contra el mío y nuestros jadeos entremezclándose entre nuestras bocas. Ni siquiera siento el agua. De su piel emana calor y éste cubre la mía por completo. Alzo las manos haciendo un enorme esfuerzo y las sumerjo en su pelo castaño.
Observo cada centímetro de su cara y acabo perdiéndome en sus ojos, que a esta distancia son aún más azules.
—Te quiero —pronuncio dejando que todo lo que siento por él hable por mí.
Pedro aprieta la mandíbula sin liberar mi mirada.
—Paula —susurra y, aunque sólo es mi nombre, tengo la sensación de que esa única palabra vale por muchas otras.
Su polla se endurece de nuevo dentro de mí y el placer se reactiva, encendiéndome como si estuviese fabricada de pólvora negra y fuegos artificiales.
Se mueve con más fuerza que antes, sus manos atrapan las mías, las lleva por encima de mi cabeza y las sujeta con brusquedad contra la pared.
El clímax regresa. Lo inunda todo. Mi cuerpo se arquea.
—No puedo más —jadeo.
—Sí, sí que puedes, Niña Buena —replica sin compasión, embistiéndome con más fuerza.
—¡Pedro! —grito.
Recuerdo cada beso, cada abrazo, cada sonrisa. Lo siento a él.
Un tercer orgasmo me parte en dos y juraría que también parte la ducha, el suelo, la Quinta Avenida y llega al centro de la Tierra, calentándome a la temperatura de la lava hirviendo, llevándome al paraíso, haciéndome explotar, rompiéndome en millones de pedazos, llenándome del placer más puro.
Pedro no deja de moverse ni siquiera ahora. Mi cuerpo tiembla. ¡Es maravilloso! Y se pierde dentro de mí alargando mi orgasmo todavía más.
Poco a poco nuestras respiraciones se calman y consigo bajar de mi propia nube.
—Ha sido increíble —digo con la voz enronquecida por los gritos y gemidos.
Pedro sonríe satisfecho y muy muy sexy y acaricia mi nariz con la suya suavemente antes de salir de mí y dejarme despacio en el suelo.
Cierra la ducha, tira de mi cuerpo lánguido y relajado y me envuelve con una mullida toalla blanca de algodón.
—Voy a buscar algo de beber —dice colocándose una del mismo color, más pequeña, alrededor de su cintura.
Yo asiento y lo sigo a unos pasos sin perderme un mísero detalle. En la habitación se deshace de la toalla, recupera unos vaqueros que estaban exquisitamente doblados sobre la cama y se los pone, ajustándoselos con un par de saltitos.
El espectáculo es increíble, como siempre, pero ahora lo es un poco más con ese pájaro azul tatuado en su pecho.
—Estás disfrutando, ¿verdad, Chaves? —pregunta burlón.
Finjo un bufido tratando de disimular que efectivamente me estoy deleitando y aparto la mirada.
—Te lo tienes demasiado creído, Alfonso —lo reto, llevando mi vista hacia él de nuevo y centrándome exclusivamente en su cara.
El espectáculo sigue siendo increíble, pero, al menos, parezco menos culpable.
—Y cuánto te gusta —sentencia engreído, entrando en el vestidor y tirando de la primera camiseta que ve en una de las baldas.
Yo lo miro boquiabierta, absolutamente escandaliza. Él me dedica su sonrisa made in Pedro Alfonso y sale de la habitación. No tengo más remedio que sonreír. Es un auténtico sinvergüenza.
Ya a solas, miro a mi alrededor y vuelvo a sonreír como una idiota. Estoy feliz, aunque no he olvidado nuestra situación.
Si Pedro y yo volvemos a estar juntos, tengo que hablar con Macarena. Debo explicarle cómo son las cosas y que lo sepa por mí y por nadie más.
Regreso al baño y busco mi bolso con la mirada. Suspiro aliviada al encontrarlo en el suelo. Por un momento me temí que estuviera en un rincón de la ducha, donde, por ejemplo, sí están mis zapatos.
Tuerzo el gesto, pero soy incapaz de mantener la expresión un segundo completo. Si el precio por tener este sexo maravilloso son unas bonitas sandalias, gustosa lo pagaré todos los días.
Con el bolso en mis manos, saco el móvil. Le mandaré un mensaje a Macarena y cenaremos juntas esta noche, así podré hablar con ella. Sin embargo, cuando desbloqueo el teléfono, ya hay un whatsapp suyo esperándome.
Automáticamente recuerdo su visita al médico y cómo le insistí para que me explicara cómo había ido cuando hubiesen salido. Espero que no sea nada más serio que una gripe. Abro el mensaje y en el mismo instante mi corazón se parte en pedazos y mis dedos dejan caer mi BlackBerry al suelo.
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