jueves, 22 de junio de 2017
CAPITULO 34 (PRIMERA HISTORIA)
Humm… necesito ir al baño. Cambio de postura y me acurruco, la solución universal para evitar levantarse de la cama, pero no funciona.
Necesito ir al baño urgentemente. Abro los ojos malhumorada y me levanto de prisa. Al hacerlo, me doy cuenta de que Pedro no está a mi lado. Frunzo el ceño y corro al baño. Cuando vuelva, me ocuparé de eso.
Después de lavarme las manos, bebo un poco de agua directamente del grifo y regreso a la habitación. Vuelvo a mirar la cama. ¿Dónde estará?
De inmediato llevo mi vista hacia la puerta e, inconscientemente, se me encoge un poco el corazón.
Recojo su camisa del borde de la cama, me la pongo y me dirijo al salón con paso sigiloso. No necesito abrir la puerta del todo para ver a Pedro otra vez sentado en el suelo, otra vez con la espalda apoyada en el sofá, otra vez con un vaso de whisky y la mirada perdida en el inmenso ventanal.
Se toca los mismos sitios: el costado, el brazo, el hombro y la cicatriz sobre la ceja. Vuelve a pronunciar algo con cada movimiento, pero no logro entenderlo. Creo que está hablando en alemán.
Parece tan furioso, tan triste, tan solo.
Abro la puerta por completo y doy un paso hacia el salón.
Probablemente me cueste una pelea y un «no te metas en mis asuntos, Pecosa», pero no puedo darme media vuelta sin más. Necesito saber que está bien.
Avanzo un segundo paso, pero el teléfono fijo comienza a sonar, sobresaltándome. Pedro se gira y yo cierro inmediatamente la puerta.
Sin embargo, no lo coge. El teléfono sigue sonando. Con el ceño fruncido, rodeo el pomo despacio y aún más lentamente abro la puerta.
Pedro está de pie junto al teléfono, observándolo sonar. ¿Por qué no responde?
Cuando el aparato calla, se acaba su whisky de un trago y deja el vaso sobre la mesita, todo sin levantar sus ojos del teléfono. Se pasa las dos manos por el pelo y las deja un segundo en su nuca, parece agotado.
Pedro resopla y se dirige a la habitación al tiempo que deja caer sus brazos junto a sus costados. Yo me aparto de la puerta y rápida vuelvo a la cama. Mierda, no me da tiempo a quitarme la camisa. Sus pasos se oyen muy cerca. ¡Me va a pillar! ¡Torpe, torpe, torpe!
Abre la puerta y no se me ocurre otra cosa que bostezar fingiéndome cansadísima.
—¿Qué haces despierta, Pecosa? —pregunta con el ceño fruncido y la voz endurecida.
Está claro que no le ha hecho la más mínima gracia.
—He oído el teléfono —me disculpo —. Iba a cogerlo pero ha parado y, entonces, me he dado cuenta de que no estabas.
Pedro, que ha escuchado atentamente mi explicación, asiente y da un paso hacia mí. No podría jurarlo, pero creo que durante un solo segundo sus ojos se han inundado de alivio, como si le preocupase que le hubiera visto sentado en el suelo.
—¿Quién era? —pregunto en un murmuro.
—Nada importante —responde arisco.
—¿Cómo lo sabes? —vuelvo a inquirir, esforzándome en hacerlo en el tono más amable posible para que no parezca un interrogatorio—. No lo has cogido. Nadie llama a las… —me giro para ver el reloj de su mesita. Son las cuatro de la madrugada. ¡Es tardísimo!—… cuatro de la mañana si no es importante. Quizá alguien esté en el hospital. ¿No te preocupa?
Resopla. Esta situación está empezando a cansarle.
—No es importante —repite clavando sus ojos en los míos.
Sólo hay un motivo por el que puede tenerlo tan claro. Sabe
perfectamente quién ha llamado, aunque no lo haya cogido. Algo me dice que siempre es la misma persona la que llama y no responde. Y algo me dice también que él es plenamente consciente de ello.
—Sabes quién era, ¿verdad?
Pedro da un paso más hacia mí. Su mirada se endurece y al mismo tiempo se llena de arrogancia.
—No te confundas, Pecosa, yo no tengo que darte explicaciones.
Le mantengo la mirada, aunque la suya consigue intimidarme. Tiene razón y yo ya sabía que esta situación terminaría así.
Pedro frunce el ceño imperceptiblemente y su mirada cambia. No quiere seguir con esta conversación. Se acerca un paso más y con su descaro habitual me mira de arriba abajo.
—Quítate mi camisa —me ordena.
Sus ojos siguen sobre los míos, pero yo rompo el contacto de nuestras miradas y me centro en mis pies descalzos sobre el parqué. Creo que estoy enfadada, aunque soy plenamente consciente de que no tengo ningún derecho a estarlo.
Pedro se inclina ligeramente sobre mí.
—No voy a repetírtelo.
No es una orden. No me está diciendo que, si no lo hago, me cargará sobre su hombro y me llevará con él. Es una advertencia. Me está dejando claro que, si no me quito su camisa, me arrepentiré porque perderé una oportunidad de entrar en el paraíso del que sólo él tiene la llave.
Me humedezco el labio a la vez que alzo la cabeza y suspiro
suavemente. Me llevo las manos a la camisa y, despacio, comienzo a desabrocharla. Con el primer botón que atraviesa el ojal, Pedro sonríe sexy y satisfecho. Da el último paso que nos separa, agarra la camisa y la abre de golpe, haciendo que los botones salgan disparados por toda la habitación mientras me besa con fuerza.
—Buena chica —susurra con la voz ronca contra mis labios a la vez que me levanta del suelo y de dos zancadas nos lleva hasta la cama.
Su cuerpo sobre el mío es mi recompensa por desinhibirme y obedecer, y pienso aprovecharla.
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