sábado, 22 de julio de 2017

CAPITULO 7 (TERCERA HISTORIA)





Cuadro los hombros y salgo de la estancia mientras observo su media sonrisa de autosuficiencia, a pesar de que él ya no me está mirando a mí.


Bajo las escaleras más de prisa de lo que debería, incluso me sorprende no acabar rodando por ellas.


«Sí, definitivamente lo que necesitas para que empiece a tomarte en serio.»


Resoplo malhumorada y al fin salgo a la planta principal. La atravieso como una exhalación y llego hasta mi despacho. Cuando Amelia entra y cierra con cuidado tras de sí, ya estoy dando cortos e inconexos paseos. No sé qué hacer, ¡y yo siempre sé qué hacer!


—¿Qué te ha hecho ese desgraciado de Pedro Alfonso? ¿Tengo que subir y darle una paliza?


—No sé qué hacer —me sincero—. Y yo siempre sé qué hacer. Ése es mi superpoder.


Amelia suelta un bufido y niega con la cabeza.


—De eso nada. Si tuvieras un superpoder, sería el de pedir siempre la ensalada que ya se ha terminado en el restaurante o, mejor aún, el de ser tan responsable —se burla alargando todas las vocales de las dos últimas palabras.


—Ey —me quejo.


Ella sonríe encantada con su propia broma. Tengo una amiga horrible.


—Volviendo a lo importante —conviene—. ¿Con qué no sabes qué hacer?


—Con Alfonso. Me ha ofrecido la posibilidad de trabajar juntos para salvar Cunningham Media.


—Y no sabes si puedes fiarte de él.


Me toco la nariz con el índice. Has dado en el clavo, amiga.


—Cuando lo conocí, quise asesinarlo... y el plan malévolo sigue en pie —me apresuro a aclarar—, pero ahora no sé si debería pasar a ser el plan B.


—¿Sabes que, si aceptas, tendrás que trabajar con él, codo con codo?


—Lo sé.


—¿Que tendrás que contarle todos los secretos de la empresa y dejar que tome decisiones?


—Lo sé.


—Decisiones importantes —especifica.


—Lo sé.


—¿Confías en él?


Lo pienso un instante.


—No —respondo veloz, y algo dentro de mí me dice que no debería haberlo dicho tan de prisa.


Estoy hecha un lío.


Amelia me observa unos segundos y da un paso hacia mí, con el índice en alto.


—Vámonos de aquí. Necesitas una copa y dejar de pensar para tomar la mejor decisión.


—¿Cómo voy a dejar de pensar para tomar la mejor decisión? —clamo alzando los brazos—. Es absurdo.


—No pongas en tela de juicio mi sabiduría, pequeña.


Lo dice tan convencida que no tengo más remedio que sonreír.


—De todas formas, no puedo —continúo—. Tengo que...


—Ya me he encargado de eso. He llamado a Gustavo.


—¿Qué? —¿En serio?—. ¿Has llamado a Gustavo?


Nunca pensé que viviría para ver esto.


—Desde que te vi salir de tu despacho para hablar con Alfonso, supe que acabarías necesitando una copa y... ya sé que Gustavo se ha comportado como un auténtico imbécil los últimos diez años —se adelanta a cualquier cosa que pensara decir —, pero a veces cumple y hoy, mira por dónde, ha cumplido.


—No sé si es una buena idea... aunque supongo que es lo mejor —recapacito al cabo de un momento.


Amelia asiente y yo mentalmente también. Puede que Gustavo, por fin, haya decidido cambiar.


Miro mi reloj y después mi teléfono.


—Quizá debería llamar —sigo con voz culpable agitando mi BlackBerry—. Sólo para hablar con él.


—Quizá, no —responde con una sonrisa, cruzándose de brazos.


Maldita sea, tiene razón, pero es más complicado de lo que parece. Finalmente asiento de nuevo y también sonrío, dejando escapar toda la tensión.


—Coge tu bolso y vámonos al Goose.


—Amelia Harley, siempre sabes lo que me conviene —me burlo obedeciendo y saliendo tras ella.


—Por supuesto, pequeña. Ése y mi increíble capacidad para la moda son mis superpoderes.


Dos horas después aún seguimos en el Goose, nuestro pub favorito, en nuestra tercera ronda de daiquiris de fresa, nuestro cóctel favorito.


—¿Te has dado cuenta de lo bueno que está Pedro Alfonso? —pregunta Amelia—. Es tan atractivo que incluso llega a ser un poco ridículo... el Guapísimo Gilipollas.


Asiento. No le falta razón. Es ridículamente atractivo y también muy inteligente. Ya lo sospechaba, pero, la cantidad de asuntos que trató con su secretaría esta tarde, terminó de confirmármelo.


Amelia abre los ojos con una mezcla de puro deleite y expectación, y se inclina sobre la mesa.


—Hay leyendas urbanas sobre él.


—¿Cuáles? —me apresuro a preguntar curiosa, inclinándome yo también.


—El máximo tiempo que ha estado sin sonreír han sido diez segundos. Es in-cre-í-ble en la cama. Y nunca le ha dicho que no a una mujer.


Suena Animals, de Maroon 5, y definitivamente no ayuda a hacer más pequeño el mito.


—¿Con cuántas mujeres crees que se ha acostado? —inquiero acariciando la base de mi copa de cóctel.


—No lo sé... ¿Un millón?


—¡Eso es imposible! —replico.


—Es verdad... —recapacita jugueteando con la sombrillita de su combinado—... ¿dos millones?


—Nadie puede acostarse con dos millones de personas... ni con un millón.


—Si alguien pudiera, sería él —sentencia.


Y de pronto las dos nos echamos a reír. Mantener conversaciones profundas con un daiquiri de fresa en la mano resulta muy complicado.


—¿Sabes lo que te ayudaría a tomar la mejor decisión? —dice de pronto, increíblemente convencida —, conocer la guarida del lobo.


Lo pienso un instante.


—¿Los lobos tienen guarida?


—Sí, porque viven en manadas.


—No viven en manadas, idiota —me quejo—. Son nómadas.


Amelia niega con la cabeza y a continuación asiente.


—Estás confundiendo nómada con monógamo.


—¿Los lobos son monógamos? Qué romántico —añado con la sonrisa más idiota del mundo, que inmediatamente se contagia en los labios de mi amiga.


—Como los pingüinos.


Vuelvo a pensarlo unos segundos.


—Creo que no —estoy ciento por ciento segura… o eso creo tras tres daiquiris—, porque los pingüinos no viven en guaridas como los lobos.


Asiento. Asiente. Nos miramos y, antes de darnos cuenta, estallamos en risas otra vez.


—Céntrate —me pide cuando nuestras carcajadas se calman—. Estoy hablando de Pedro, de conocer la guarida del Guapísimo Gilipollas.


—¿Ése es su mote oficial? —le pregunto al ver que lo ha repetido dos veces en la misma conversación.


—Por supuesto.


Sonrío. Le va como anillo al dedo.


—Sabemos que su oficina está enfrente de la del hermano de Hernan —continúa—. Si le decimos al guardia de seguridad que vamos a ver a un Cunningham de parte del otro Cunningham, seguro que nos deja pasar.


Sopeso sus palabras. La verdad es que estaría bien ver su oficina, quizá curiosear algún papel. Si tiene su despacho lleno de las cabezas de los ejecutivos cuyas empresas ha desguazado colgadas en la pared, es mejor saberlo ahora.


—Decídete —me apremia.


—Lo estoy pensando. Las cosas hay que estudiarlas para tomar la mejor decisión.


—¿Ves? Ahí está otra vez tu superpoder —se burla.


Entorno la mirada. Soy responsable, pero serlo es lo lógico.


—He decidido que vamos a hacerlo —la informo—. Necesito saber a qué me enfrento.




No hay comentarios:

Publicar un comentario