sábado, 15 de julio de 2017

CAPITULO 39 (SEGUNDA HISTORIA)




Apenas he puesto un pie en la oficina cuando la alerta de mensajes de mi móvil me avisa de que he recibido un nuevo email. Es de Pedro.


De: Pedro Alfonso Enviado: 29/09/2015 14.12
Para: Paula Chaves
Asunto: Reunión importante


Tenemos que hablar del proyecto. Ven a mi despacho cuando termines en tu oficina.


Leo esas catorce palabras alrededor de cien veces, buscando mensajes subliminares o el doble sentido a alguna frase. Teniendo en cuenta que en el email sólo hay dos, tampoco hay mucho que hacer. Hubiese agradecido un «he hablado con tu amiga y ahora estoy tan celoso que quiero que vengas para besarte y jurarte amor eterno». Supongo que, tratándose de Pedro, eso es mucho pedir.


Después de haberle dado aproximadamente un millón quinientas ochenta y siete mil doscientas cuarenta y tres vueltas, a las cinco en punto, bajo las escaleras de la boca de metro de Rector Street y voy hasta el centro de la ciudad.


—¿Aún aquí? —saludo a Eva, a la vez que empujo la pesada puerta de cristal.


—Aún aquí —responde ella tan divertida como resignada—. Hoy hemos tenido un día complicado —continúa en un susurro, como si estuviese confiándome el lugar donde desembarcarán los aliados el día D—; reuniones, reuniones y más reuniones.


Sonrío. Puede que parezca una empresa pequeña porque sólo trabajan siete personas en sus oficinas centrales, pero Alfonso, Fitzgerald, Brent es un auténtico hervidero de negocios.


—No me puedo creer que le hayas regalado un puto gato.


Reconozco esa voz. Es Damian y está más que enfadado. Me giro y lo veo entrar en el vestíbulo tras Lola, la amiga de Karen que trabaja en las oficinas de enfrente.


—Estás muerta —la amenaza sin ningún arrepentimiento.


—Y tú, condenado —replica ella sin achantarse lo más mínimo.


Damian bufa indignado y se lleva las manos a las caderas a la vez que da un paso hacia ella.


—¿Qué es lo que quieres? —Más que una pregunta, es una amenaza.


Empiezo a pensar que debería marcharme y no estar aquí espiando, pero la escena es hipnótica.


Estos dos podrían acabar en un enfrentamiento termonuclear en cualquier momento.


—Mi familia irá a tu boda, tal y como Karen quiere —responde Lola, cruzándose de brazos y dando también un paso hacia él. Desde luego, esta mujer no se amilana.


—Ni hablar —ruge sin asomo de dudas—. No quiero que mi boda se convierta en un reencuentro de sin papeles bebiendo mate.


Lola ahoga una risa escandalizada en un suspiro aún más escandalizado.


—Los argentinos beben mate —responde indignada—. Yo soy mexicana.


—Oh, siento la confusión —replica mordaz—. Lo dices como si me importara lo más mínimo.


Los dos se fulminan con la mirada. Ella acaba frunciendo los labios, girando sobre sus tacones de infarto y echando a andar dejando que su espesa melena negra se bambolee sobre su ceñido vestido rojo.


—Suerte librándote de ese gato, señor Alfonso —se despide—. Pendejo.


Me sonríe al pasar a mi lado y se marcha a su oficina.


Damian suelta un juramento ininteligible y se dirige a su despacho.


Sonrío. La cosa está animada por aquí.


Voy hasta el despacho de Pedro y llamo suavemente a la puerta, pero, antes de que pueda darme paso, mi curiosidad, y otras cosas que no me atrevo a reconocer, ganan la batalla y entro.


—Hola —lo saludo.


Él alza la mirada y me recorre entera, desde mis peep toes nude con plataforma hasta mi blusa color champagne, pasando por mi falda lápiz gris perla.


—Tenemos que hablar —me informa.


En un solo segundo, una decena de posibilidades cruza mi mente. ¿Quiere hablar de lo que pasó ayer? ¿De nosotros? ¿De nuestro trato?


—Claro —respondo invitándolo a que continúe.


—Nadine Belamy sabe que el señor Sutherland ya no subvencionará el proyecto.


Tuerzo el gesto. ¿Cómo ha podido enterarse? Confiaba en contárselo yo misma cuando ya tuviésemos firmados los contratos con Adrian Monroe y los otros inversores.


—Eso nos perjudica, ¿verdad?


Me siento culpable. Tengo la sensación de que, con todo lo que ha pasado, no le he prestado la suficiente atención al proyecto.


Pero él niega con la cabeza y ese simple gesto me llena de alivio. Pedro Alfonso siempre consigue todo lo que se quiere.


—Paula, ¿con quién has comido hoy? —pregunta dejándose caer en su sillón de ejecutivo.


Frunzo el ceño imperceptiblemente y tengo que contenerme para no sonreír. ¿Está celoso?


—Con Sofia —respondo lacónica.


Entrelazo las manos a la espalda y me muerdo el labio inferior fingiéndome nerviosa.


Pedro se pasa la mano por el pelo malhumorado y asiente tratando de que no note que está inquieto. ¡Está celoso!


—¿Sólo con Sofia?


—Sí.


Si quieres más detalles, tendrás que suplicar por ellos, Alfonso.


El despacho se llena de un sepulcral silencio mientras sigue observándome.


—¿Eso es todo? —pregunto con aire inocente pero también con cierta insolencia—. Me gustaría irme a la pecera. Hay mucho que hacer en el proyecto.


Pedro se humedece el labio inferior despacio, estudiándome, y finalmente asiente. De pronto me da pánico que pueda averiguar que le estoy mintiendo sólo con clavar sus ojos en los míos, así que doy un paso atrás y señalo la puerta muy torpe, muy nerviosa, y con un cartel de culpable iluminándose en mi frente.


Huyo sin mirar atrás y me instalo en la pecera. Estoy revisando los contratos de Adrian Monroe cuando Pedro aparece en mi puerta.


—Vámonos. —Más que decirlo, lo ordena.


Su única palabra me saca de la fotografía mental que le estaba haciendo.


—Aún me queda mucho por hacer —trato de explicarle.


—Tienes dos minutos. Te espero abajo —replica sin más.


Se da media vuelta y camina hasta los ascensores bajo mi atenta mirada. Este hombre nunca acepta un no.


«Y cuánto te gusta eso.»


Me pongo los ojos en blanco con una sonrisa, despejo la mesa y salgo de la pecera. Después de las sesenta plantas en el ascensor, atravieso el vestíbulo del edificio de oficinas y estoy a punto de perder el pie cuando alzo la mirada y veo a Pedro al otro lado de las puertas de cristal. Está apoyado en su precioso coche de colección. El perfecto complemento para su perfecto traje a medida negro. Agarra la puerta suavemente pero lo suficiente para que sus brazos y su pecho se tensen armónicos bajo su impecable camisa blanca. Tiene la mirada perdida en la Sexta y, cuando vuelve a mirarme a mí, sus ojos verdes me cortan la respiración. 


¿Siempre va a ser así? ¿Siempre voy a sentir todo esto cada vez que lo vea?


Me obligo a echar a andar, y, de paso, a no tropezar como una boba y darme de bruces contra el suelo, y llego hasta él. Pedro me abre la puerta y rodea el coche para tomar asiento.


La noche es agradable y una suave brisa acaricia el ambiente. Pedro va muy concentrado en la carretera y yo disfruto de mi ciudad favorita montada en un Ferrari de 1961.


—¿Adónde vamos? —pregunto sorprendida cuando lo veo girar hacia la parte baja de la ciudad.


Di por hecho que iríamos a su casa.


Pedro no responde y acelera el coche pensativo. ¿Seguirá dándole vueltas a lo de Sofia? Me gusta la idea de que esté celoso, no voy a negarlo, pero no quiero que esté así, más hermético de lo normal. Suspiro mentalmente. Si hubiese un manual de instrucciones sobre Pedro Alfonso, pagaría una buena fortuna por tenerlo.


Unos minutos después aparca el coche a un par de manzanas de mi apartamento. Me abre la puerta y comenzamos a caminar despacio, dando algo parecido a un paseo. Lleva las manos en los bolsillos y yo agarro el asa de mi bolso con las dos mías, sólo para tenerlas ocupadas. 


Ahora mismo me gustaría preguntarle muchas cosas: ¿qué hacemos aquí?, ¿va a quedarse a dormir otra vez aunque sólo sea un rato? y ¿por qué se marchó anoche?


Estamos cruzamos la calle Church. El semáforo cambia de color cuando nos faltan unos metros para alcanzar la acera. 


Sin que pueda prepararme, Pedro se saca la mano del bolsillo, la coloca en la parte baja de mi espalda y me obliga a acelerar suavemente el paso. El contacto me deja devastada y echa abajo todas mis defensas. No sabía cuánto necesitaba que me tocase hasta que lo ha hecho.


Nuestras miradas se encuentran con el primer pie que ponemos en la acera, pero Pedro no permite esa muestra de intimidad, retira su mano y continúa caminando. ¿Qué le pasa? ¿En que está pensado? Estoy completamente perdida.


A unos pasos de mi portal, me freno en seco y frunzo el ceño absolutamente confusa. Verlo es lo último que me esperaba.


—Teo, ¿qué haces aquí? —pregunto.


Al oír mis palabras, Pedro alza la cabeza y repara en Teo. Su mirada inmediatamente se recrudece. No dice nada, pero la arrogancia inunda cada centímetro de su cuerpo.


Teo observa a Pedro y traga saliva. Lo entiendo perfectamente, esos ojos verdes y esa cara de perdonavidas intimidarían a cualquiera. Se levanta nervioso y cuadra los hombros antes de dar un paso hacia mí.


—No me tomes por un loco —empieza a explicarse—, pero necesitaba volver a verte, así que hablé con Sofia. No me quiso dar tu teléfono, pero conseguí sonsacarle tu dirección.


Sonrío incómoda y miro a Pedro con muchísima cautela. 


Sigue callado, observando la situación y, sin embargo, tiene todo el control.


Vuelvo la vista hacia Teo sin saber muy bien cómo reaccionar. Maldita sea, ni siquiera tengo la más remota idea de qué decir.


—Será mejor que me vaya —claudica Teo.


Yo doy un paso hacia él dispuesta a despedirme. Me siento muy halagada, un chico nunca me había esperado en mi portal, pero lo mejor es que se marche. Mi vida ya es demasiado complicada.


Llega hasta mí y me tiende la mano con una sonrisa.


—No tienes por qué irte —comenta Pedro sorprendiéndonos a los dos, impidiendo el contacto de nuestras manos sólo con su voz y toda su seguridad—. Sube a cenar.


Sin esperar respuesta o reacción por nuestra parte, pasa a nuestro lado destilando una fuerza atronadora, sube el único escalón de mi portal y entra. Yo lo observo hasta perderse camino de las escaleras. ¿Qué pretende?


—¿Tú quieres que suba? —inquiere Teo sacándome de mis pensamientos.


Lo observo aturdida un segundo.


—Sí —respondo inquieta—. Claro que sí —añado obligándome a sonreír.


Echo a andar y, cuando subo el escalón, le hago una señal con la mano para que me siga.


Pedro nos espera junto a mi puerta, apoyado en la pared con las manos a la espalda. Otra vez una actitud aparentemente calmada que esconde una arrogancia y un control inmensos.


Nerviosa, me acerco a la puerta y, bajo la atenta mirada de los dos, la abro. Estoy tan acelerada que necesito varios intentos para poder meter la llave en la cerradura y conseguir girarla. Cuando al fin lo logro, entro y los dos me siguen. Teo, nervioso como yo; Pedro, en silencio, observándolo todo, resultado increíblemente intimidante.


Me quito el abrigo y lo dejo sobre la espalda del sofá. Como no tengo la más remota idea de qué decir, huyo a la cocina con la excusa de preparar la cena. Abro el frigorífico y observo cada balda; en parte, porque no sé qué cocinar y, en parte, porque, cuanto más tiempo tenga la cabeza aquí metida, menos tendré que estar fuera. Ahora mismo me arrepiento muchísimo de no vivir en una casa con la cocina independiente y, a poder ser, blindada. Finalmente saco la bandeja de pollo fileteado y todas las verduras que encuentro. Prepararé mi plato estrella: pollo con verduras y fideos chinos. La cocina no se me da mal, pero tampoco soy ningún chef en potencia.


Mientras troceo los calabacines, observo cómo Pedro se quita la chaqueta, la deja con cuidado sobre uno de los taburetes y, remangándose las mangas de la camina, se gira hacia mí. Atrapa mi mirada, pero no me permite ver nada ella. Esos ojos verdes son inexpugnables.


—Yo también ayudaré —comenta Teo.


Sin que nadie diga nada, pelamos y cortamos todas las verduras. La situación no podría ser más violenta. Voy a sufrir un infarto en cualquier momento.


Mientras cocino el pollo, Teo pone la mesa y Pedro abre la botella de vino que compré siguiendo las instrucciones de una aplicación de enología de mi iPhone.


Todo está siendo muy civilizado y por ese motivo también increíblemente incómodo. Además, que Pedro esté tan extrañamente calmado me pone los pelos de punta. Todavía recuerdo cómo reaccionó ante la posibilidad de que tuviera una cita con Marcos Pharrell.


Lo sigo con la mirada por mi salón mientras sirve el vino en las copas que Teo acaba de poner sobre la mesa. Después toma una y la deja junto a mi mano en la encimera. Dios, es como la calma que precede a la tormenta. Va a volverme loca.


—¿Qué estás haciendo? —susurro para que Teo no pueda oírnos—. Esto es un sinsentido. Ni siquiera sé qué hacer.


—Piensa en lo que vas a comer, Ratoncita —replica arisco pero también exigente—. Yo lo hago.


Maldita sea, ha sido una advertencia en toda regla.


Lo observo alejarse aún más confusa que antes. Mi mente está trabajando a mil kilómetros por hora, pero no estoy consiguiendo sacar ninguna conclusión.


Termino de cocinar y sirvo tres platos, pero no quiero moverme de la cocina. La isla es mi trinchera.


Ánimo, Chaves. Tú puedes.


—Tiene una pinta deliciosa —comenta Teo tomando asiento.


Pedro aparta la silla a su lado y, una vez que me siento, me empuja suavemente. Da igual la surrealista situación en la que nos encontremos, sus buenos modales nunca le abandonan.


—Gracias —murmuro.


Los observo a los dos, pero inmediatamente bajo la mirada y la clavo en mi plato. Por mucho valor que me haya autoinfundido, todavía no estoy preparada para charlar del tiempo y esas cosas.


Tomo mi copa de vino y estoy a punto de darle un sorbo cuando llaman a la puerta. Miro hacia el recibidor extrañada. ¿Quién puede ser? La verdad es que me vendría de perlas que fueran Sofia o Victoria. Se pondrían a contar chistes malos y a hablar de Adam Levine y acabarían con toda la tensión en un santiamén.


—Ya voy yo —me excuso levantándome.


Por un segundo mi mirada se encuentra con la de Pedro y un escalofrío helado me recorre la columna. Algo dentro de mí no para de gritar que debería salir huyendo sin mirar atrás.


Abro la puerta y, al alzar la cabeza, todos los miedos y las dudas vuelven de golpe




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