sábado, 15 de julio de 2017

CAPITULO 40 (SEGUNDA HISTORIA)




Natalie está en mi rellano con una sonrisa taimada y un carísimo vestido de Vivienne Westwood.


¿Qué hace aquí? ¿Qué demonios hace aquí?


Instantáneamente lo comprendo todo. Pedro la ha llamado para que viniese. Está enfadado por lo que Sofia le dijo, y obviamente por lo de Teo, y quiere castigarme.


Es un hijo de puta.


A pesar de que no la invito a entrar, pasa a mi lado ignorándome por completo y llega hasta Pedro. Él ni siquiera la mira. Natalie le coloca la mano en el hombro y se inclina grácil para darle un beso en la mejilla. Después se vuelve para asegurarse de que lo he visto y, antes de tomar asiento,
otra vez sin que nadie la haya invitado, le tiende la mano a Teo y se presenta.


Yo observo toda la escena con un nudo en el estómago. 


Ahora mismo sólo quiero tirarme en mi cama y llorar hasta que haya pasado una semana. ¿Cómo ha sido capaz? 


Aprieto los labios y lucho por contener las lágrimas. No pienso dejar que me vea llorar y tampoco pienso darle el gusto a ella.


Camino decidida hasta mi escritorio, anoto mi teléfono en un papel y regreso a la mesa.


—Teo —lo llamo a la vez que me coloco frente a él—, te agradezco que hayas venido. Me siento muy halagada, pero me duele un poco la cabeza y creo que voy a irme a dormir.


Él asiente y se levanta. Supongo que la situación tampoco está siendo nada cómoda para él.


—Pero, si todavía lo quieres —continúo tendiéndole el trozo de papel—, aquí tienes mi teléfono. Llámame cuando quieras. Te prometo una cita más normal.


Noto la mirada de Pedro fulminándome la nuca y toda mi piel se eriza. Por un microsegundo soy plenamente consciente del lío en el que acabo de meterme, pero no me importa absolutamente nada.


Teo sonríe y coge mi número.


—Te tomo la palabra —me advierte divertido.


—Eso espero —respondo dedicándole una sonrisa inmensa, rezando porque, si alguna vez por un extraño fenómeno de la naturaleza voy a convertirme en la reina del coqueteo, sea ésta.


Asiente de nuevo y durante unos segundos le mantengo la mirada sin dejar de sonreír. Una reacción completamente opuesta a toda la tristeza y la rabia que siento por dentro.


—Si me perdonáis —me disculpo sin dejar de mirar a Teo—, lo acompañaré hasta la puerta.


Rescata su cazadora de la espalda de su silla y me sigue hasta el recibidor. Nos despedimos con un par más de frases tontas y cierro la puerta. El sonido de la madera encajando en el marco me devasta por dentro. ¿Qué he hecho? ¿En qué clase de persona me estoy convirtiendo? He jugado con las esperanzas de ese chico. Nunca podría estar con él. Sólo me he comportado así para estar a la altura del mezquino juego de Pedro.


Estoy a punto de girar sobre mis pasos y pedirle a los dos que se marchen cuando el ruido de una silla arrastrándose suavemente por el parqué me distrae. Me vuelvo despacio y, atónita y confusa y herida y triste, sobre todo, muy triste, veo cómo Pedro se levanta, le tiende la mano a Natalie y se la lleva hacia mi habitación. Hipnotizada por algo que en el fondo no quiero ver, los sigo con la mirada.


Entran en la estancia y la puerta está a punto de cerrarse pero Pedro la mantiene abierta para asegurarse de que vea todo lo que pasa. Eso es lo que quiere. Éste es su castigo. 


Gira a Natalie entre sus brazos sin ninguna delicadeza y le desabrocha el vestido que inmediatamente cae a sus pies. 


Cae a sus pies a la vez que una lágrima resbala por mi mejilla; pero no aparto la mirada. Soy fuerte y pienso demostrárselo.


Pedro Alfonso se ha acabado para mí.


Sus manos recorren su cuerpo. Siento náuseas. Vuelve a girarla. Sus dedos se pierden en su pelo y tira fuertemente de él. Pedro se inclina sobre ella y la besa…


La besa.


Me llevo la palma de la mano a la boca para ahogar un suspiro triste y lleno de dolor mientras no puedo contener más mis lágrimas y comienzo a llorar. La ha besado. Le ha dado lo único que no me ha dado a mí.


No puedo más, no quiero saber más, y salgo disparada del apartamento. Bajo las escaleras como una exhalación y comienzo a caminar hacia la boca de metro, pero en realidad no sé adónde ir. Se ha levantado un viento helado y hace muchísimo frío. Es sorprendente cómo puede cambiar el tiempo en unas horas. El tiempo y todo lo demás, tu propia vida.


Giro por Broadway y sigo caminando, caminando y llorando. 


La ha besado. La ha besado para castigarme. Puede regalarle sus besos a cualquier chica y negármelos a mí. 


Todo este tiempo he pensando que le dolía no poder besarme, que en el fondo estaba deseando romper su estúpida regla, y no podría haber estado más equivocada. 


Soy tan idiota...


Estoy a unos metros de la estación cuando oigo pasos acelerados a mi espalda. Inmediatamente acelero el ritmo y, antes siquiera de que el pensamiento cristalice en mi mente, estoy corriendo.


—¡Paula! —grita Pedro a mi espalda—. ¡Paula!


Cada vez suena más cerca, pero no me detengo. No quiero.


¡No se lo merece!


—Paula —me llama a la vez que me coge del brazo y tira de mí obligándome a girarme.


—¡Suéltame!


Me zafo y echo a correr de nuevo. ¡Ni siquiera quiero estar cerca de él!


—¿Adónde demonios vas? —pregunta casi en un grito agarrándome otra vez.


—Déjame en paz —siseo volviéndome—. No quiero verte. No quiero hablar contigo.


Lo miro y sencillamente creo que es el mayor error que puedo cometer. Está tan guapo que duele.


En realidad, como siempre lo ha estado. Sería injusto decir que su belleza me cegó, pero no es ninguna tontería admitir que me puso las cosas complicadas. Su magnetismo es absolutamente perturbador. El hombre dominante y controlador, el de los exquisitos modales y la boca sucia, el dios del sexo y ese otro atento que en raras ocasiones deja salir, es una mezcla que puede dejar KO a cualquier mujer. 


¿Por qué tuvo que elegirme a mí?


Pedro, me marcho.


—No —ruge.


—¿Y qué quieres que haga? —prácticamente grito exasperada—. ¿Que me siente a mi mesa a disfrutar de mi cena mientras te tiras a otra mujer en mi cama?


Ya no aguanto más. Mi pobre corazoncito ya no aguanta más.


—¿Te haces una idea de cómo me he sentido?


—Paula —me reprende con la mirada entornada y la voz endurecida.


—No pienso volver.


—Yo no te he pedido que lo hagas —ruge sin liberarme de sus ojos verdes.


—¿Y qué quieres de mí?


Mi intención era preguntarlo, pero casi lo he suplicado. Estoy desesperada. No puedo con todo esto. No soy capaz. Queda tan poco de mí que a duras penas me reconozco.


—Todo esto ha sido por tu culpa —masculla ignorando absolutamente a propósito mi pregunta.


—¿Por qué? ¿Por cruzar otra estúpida línea imaginaria? Las parejas normales hablan, PedroNo se castigan.


Me devuelve una sonrisa llena de sarcasmo, pero también parece herido, con la rabia, el dolor y el miedo brillando en su mirada.


—Y me lo dice la que era toda sonrisas mientras le daba su teléfono a otro tío.


Trago saliva. No puedo negar que tiene razón, pero es injusto que empiece a contar desde ahí.


—¡Sólo lo hice porque tú trajiste a Natalie!


—¡Te estaba esperando en tu maldita puerta, Paula!


Por primera desde que lo conozco, su control empieza a resquebrajarse.


Exhala brusco todo el aire de sus pulmones y se pasa las manos por el pelo.


—Esta mañana te llamé…


—Y Sofia te cogió el teléfono —lo interrumpo con los ojos llenos de lágrimas—. Yo estaba allí. Todo lo que te dijo era mentira. Sólo quería llamar tu atención —sentencio y las lágrimas vuelven a caer y, aunque es lo último que quiero, rompo a llorar de nuevo.


Ahora el que traga saliva es él, al tiempo que sus ojos se llenan de arrepentimiento. A veces me cuesta creer la poca empatía que tiene o que demuestra. ¿De verdad no pensó cómo me sentiría viéndolo con Natalie?


—Podrías haberme parado —gruñe en clara referencia a lo que acaba de pasar en mi propio apartamento.


—La besaste, Pedro —musito llena de rabia, de dolor.


—Quería hacerte daño —confiesa con la voz apagada.


Ya no hay soberbia en sus palabras. Ahora sólo hay dolor, como en las mías.


—Pues… felicidades. Lo has conseguido.


Sin más, me alejo y él me deja que lo haga. Cruzo a la acera de enfrente y me detengo sin saber adónde ir. No quiero volver a mi apartamento. Esta noche no.


Pedro me observa. No va a marcharse. Suspiro con fuerza tratando de pensar, pero no soy capaz.


Veo un taxi a un puñado de metros y, antes de que un pensamiento cristalice en mi mente, alzo la mano para pararlo. Sin embargo, en cuanto el vehículo amarillo se detiene, Pedro cruza la calzada de un par de zancadas y se asoma a la ventanilla del chófer.


—Se ha equivocado. No quiere un taxi —le informa.


Yo ahogo un suspiro sorprendida y también enfadada y me agacho para poder verle la cara al conductor a través del cristal abierto del copiloto.


—No le haga caso —replico—. Sí quiero un taxi.


Estoy a punto de abrir la puerta cuando Pedro resopla, se mete la mano en el bolsillo y saca un billete de cien.


—La señorita no necesita ningún taxi —le informa mientras le entrega el dinero.


El conductor lo mira, me mira, y finalmente chasquea la lengua un par de veces a la vez que niega con la cabeza y coge el billete justo antes de marcharse suavemente.


Yo fulmino a Pedro con la mirada y me alejo un par de pasos. Él se mantiene a distancia. Tiene claro que no quiero tenerlo cerca, pero no piensa permitir que otra persona cuide de mí de la manera que sea, ni siquiera un taxista cualquiera.


Recuerdo que tengo el iPhone en el bolsillo. Lo saco bajo su atenta mirada buscando a quién llamar. No puedo pedir otro taxi, Pedro se desharía de él igual que de Sofia o Victoria. Lo pienso un instante… Ya sé a quién llamar. La única persona con la que Pedro no intervendría.


Pasamos los quince minutos siguientes en silencio, cada uno en una acera. Yo, tratando de ignorar que él y yo compartimos siquiera continente. Él, observándome, con sus ojos verdes clavados en mí.


Entre la maraña de coches que desafían el tráfico de la Avenida Broadway, creo que los dos distinguimos el SUV de Alejandro a la vez. Pedro tensa su mandíbula y atrapa mi mirada una vez más, pero yo la aparto rápidamente.


—Pequeña, ¿estás bien? —me saluda Ale en cuanto abro la puerta.


Asiento y sin quererlo vuelvo a mirar a Pedro. Tiene los puños apretados con fuerza y rabia junto a sus costados. Está a punto de mandarlo todo al diablo, cargarme sobre su hombro y sacarme de aquí delante de su hermano.


No puedo dejar que lo haga.


—Sí —me obligo a responder montándome—. Sólo me he dejado las llaves dentro. Mañana le pediré la copia de repuesto a Sofia.


Él niega con la cabeza divertido como reproche a mi despiste y arranca el coche. En el segundo que tarda en incorporarse al tráfico, todo me da vueltas. Vuelvo a mirar a Pedro. Él continúa mirándome a mí. ¿Éste es el final de lo que sea que tuviésemos? ¿Las cosas van a acabar así? 


Suspiro hondo y frunzo los labios luchando por no llorar.


Estoy furiosa, pero, a pesar de eso, de lo que ha hecho, de que yo haya elegido marcharme, el dolor se hace un hueco y sencillamente es sobrehumano.


Llegamos al apartamento que Ale tiene en la ciudad, en Gramercy Park. Me presta uno de sus pijamas y, aunque me gano una charla por no cenar, me encierro directamente en su cuarto de invitados.


A solas en la habitación, me tumbo en la cama y, abrazada a la almohada, comienzo a llorar como una idiota. Trato de convencerme de que sólo es toda la tensión; tensión por el trabajo, por el proyecto, por Teo, por Natalie, pero es obvio que hay algo más, aunque me niegue incluso a pronunciar su nombre.




1 comentario:

  1. Uyyyyyy, cuántas complicaciones y cuánta tristeza. Pobre Pau lo que está sufriendo!!!!

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