lunes, 17 de julio de 2017
CAPITULO 42 (SEGUNDA HISTORIA)
A las diez menos diez estoy atravesando la desierta 50 Este.
Me pregunto si los dueños del Archetype eligieron esta calle por ser así de discreta o la volvieron de este modo cuando instalaron su club aquí.
El mismo portero de siempre me saluda lacónico y profesional con la cabeza y me abre la puerta.
Suspiro antes de entrar para tomar fuerzas. Lo necesito.
El ambiente sigue siendo exacto al de todos los días que he estado aquí, con la idea de que cualquier cosa que desees puede suceder flotando en el aire. Cruzo la estancia principal y tomo el pasillo. Mis tacones rojos resuenan contra el parqué.
Abro la puerta de la habitación privada de Pedro y entro concentrada en controlar los nervios que burbujean en la boca de mi estómago. Suspiro hondo por última vez y alzo la cabeza. Él ya me está esperando, tan condenadamente atractivo como siempre, mirándome, dominándome, haciéndome sentir deseada, anhelada, sexy, consiguiendo que cada parte de mi cuerpo, mi mente y mi corazón sientan que me mira a mí porque no quiere mirar a ninguna otra mujer, que le pertenezco.
Pedro se acerca a mí. Camina despacio, dejándome disfrutar del espectáculo de ver al animal más bello del mundo cercar a su presa. Se detiene apenas a unos centímetros. Mi respiración se acelera pensando en todo lo que vendrá. Me pierdo en sus ojos, que dicen sin palabras todo lo que quiere hacerme. El deseo y el placer se multiplican. Agacho la cabeza tratando de controlarme, controlar todo lo que él provoca en mí, pero es completamente inútil.
—Quítate los zapatos —me ordena con su voz más ronca.
Asiento y rápido me bajo de mis salones.
—Desnúdate.
El espacio entre los dos va cargándose de una suave sensualidad. Es la misma idea de «todo es posible» que crece y nos ata, lo vuelve perfecto para mí. Despacio, deslizo los tirantes de mi vestido por los hombros y la tela negra y brillante cae aún más lentamente hasta llegar a mis pies. Suspiro y el sonido se transforma en un gemido cuando noto su respiración acelerarse.
—Tengo que ser un gilipollas con demasiada suerte si puedo ver esto una vez más. —Traga saliva y devora el último paso que nos separa. Alza las manos y acaricia mis costados—. Todo —me advierte con la voz más sensual que he oído en toda mi vida.
Me observa deshacerme de mi sujetador y de mis bragas a un ritmo tan lento que casi resulta agónico, pero no tengo elección. Toda la sangre, la energía, la actividad de mi cuerpo está saturada de placer.
Vuelve a recorrer mi piel con sus largos y hábiles dedos.
Disfruto de su caricia y otro gemido se escapa de mi boca. Mi mente ya ha zarpado y mi libido está al mando.
—Te deseo, Paula. Joder, te deseo más y más cada día.
Desliza sus dedos y los pierde en mi interior. Todo mi cuerpo reacciona y por un momento creo que voy a desmoronarme sobre su mano. Yo también le deseo, le deseo más que a nada.
Mi sexo húmedo y caliente saborea sus dedos entrando y saliendo, girando, acariciándome, pellizcándome.
Cierro los ojos. Me pierdo en cada movimiento. Es placer, placer y más placer.
—Mírame —me ordena.
Abro los ojos sin dudar. Los suyos verdes ya me esperan. El deseo se hace más grande, más intenso, casi puede llegar a ahogar.
Grito.
Bombea en mi interior. Sus dedos se acompasan a la perfección y me rindo. Salto al vacío y caigo en un maravilloso orgasmo, una ola de placer arrasándolo todo.
Llenándome de él, por él, para él.
Una suave y sincera sonrisa inunda mis labios y los suyos imitan mi gesto. Ahora mismo estoy unida a él en todos los sentidos.
Sin embargo, el sonido de la puerta abriéndose me devuelve de la forma más cruel al mundo real.
Sé quien ha entrado.
Pedro se aleja un paso de mí, exhala todo el aire de sus pulmones furioso y frustrado y camina hasta el pequeño bar. En ese momento ella entra en mi campo de visión. Pedro se sirve una copa y se la bebe de un trago. Natalie se detiene a su espalda, pero él no se gira. Se quita el batín morado y deja al descubierto un espectacular conjunto de lencería negra con un elegante corsé también negro.
Sin embargo, no hay ningún pudor, ni siquiera expectación, para ella es un arma más. Deja el batín en el mueble, a la vista de Pedro, pero él sigue sin volverse.
—Siéntate —sisea.
Natalie obedece inmediatamente y toma asiento en el sofá de piel negra. Me observa y me dedica una sonrisa con cierta malicia, pero, sobre todo, con cierta condescendencia. Tiene más claro que yo cómo va a acabar esto y cuánto voy a sufrir.
«No estás preparada para esto, Chaves.»
Pedro se sirve una nueva copa y también se la bebe de un trago. Brusco, se quita la chaqueta y la corbata. Exhala todo el aire de sus pulmones y se desabrocha arisco, malhumorado, los botones de su impecable camisa blanca. La tensión, la rabia, le están carcomiendo por dentro. Se deshace de la prenda y camina hasta una especie de diván de un gris suave, muy suave, con forma de ola. Es un sillón tántrico.
—Aquí —ruge.
Sé que se dirige a mí y, nerviosa, echo a andar bajo las atentas miradas de los dos.
—Ponte de rodillas.
Miro el diván y obedezco. Pedro coloca la palma de su mano en el centro de mi espalda y me empuja hasta que mi mejilla toca la parte más alta del sillón.
—No te muevas.
Interiorizo su orden y lucho por controlar todo mi cuerpo.
Pedro se aleja un paso. No veo lo que hace, pero de pronto un chasquido rápido y fugaz corta el ambiente e inmediatamente comprendo que ha hecho que su cinturón de Cesare Paciotti se tense entre sus manos. Mi estómago se contrae expectante. Mi respiración se acelera hasta casi desaparecer.
Da un paso hacia mí.
Sé lo que va a hacer. Lo quiero.
Quiero que me tenga de la forma que desee.
Me azota.
Un suspiro atraviesa mi garganta. Mi mente se cortocircuita.
Una ola de dolor baña mi trasero. Un mar de placer, todo mi cuerpo.
Otro azote.
Gimo más fuerte.
Otro.
Más dolor. Más placer.
Otro.
No se trata de que me guste sentir dolor o que me peguen.
Se trata de que soy suya en todos los sentidos posibles, de que el control le pertenece.
Otro.
Otro.
Otro.
Lanza el cinturón al fondo de la habitación y me gira con brusquedad al tiempo que se inclina hasta apoyar sus manos a ambos lados de mi cabeza. Sus ojos verdes me observan, me estudian, me desean. La rabia no ha desaparecido de su mirada, se ha trasformado en otra cosa.
—¿Por qué no me tienes miedo? —me pregunta con la voz jadeante como si de verdad no pudiese entenderlo.
—Nunca podría tenerte miedo.
La respuesta sale clara y serena de mis labios. Es la pura verdad. Nunca podría tenerle miedo porque me hizo saltar al vacío, porque me hizo dejarme llevar, porque confío en él, porque… El último motivo está ahí, pero no logro atraparlo del todo o, a lo mejor, no quiero.
—Necesito sentir que sigues siendo mía.
Con esa simple frase acaba de entrelazar aún más todos nuestros sentimientos. Por eso me ha azotado y por eso yo me he sentido más cerca de él con cada golpe. No se trata del dolor, se trata de pertenecerle a alguien.
Pedro se incorpora, se deshace de sus pantalones y de sus bóxers y se sienta en la parte baja del diván. Vuelve a inclinarse sobre mí y comienza a repartir besos sobre mi estómago. Cortos, húmedos, calientes. Se pasea por toda mi cintura y baja al interior de mis mulos demorándose perversamente en cada centímetro de mi piel.
Su boca se mueve para encontrarse con mi sexo y se hunde en él.
Gimo y pierdo mis manos en su pelo. Pedro no me lo impide, no me ordena que las suba y me regala otra manera de disfrutar de él.
Nunca habíamos probado este sillón. La postura es increíble.
Me abre a él de más formas de las que pueda imaginar y a la vez todo es íntimo, nuestro.
Su lengua inunda mi sexo. Sus labios juegan conmigo. Estoy en el paraíso y, antes de que pueda evitarlo, un orgasmo delicioso y glotón tensa mi cuerpo, lo arquea contra su boca y me derrito entre sus brazos.
Pedro se levanta triunfal mientras mi respiración entrecortada lo inunda todo. Se deja caer sobre mi cuerpo y, otra vez sin mediar palabra, entra en mí. Mi hipersensibilizado sexo después de dos maravillosos orgasmos lo siente aún más grande, más duro. Se mueve. Me mueve. Las curvas del diván se adaptan a nuestros cuerpos a la perfección.
Gimo.
Grito.
El placer lo arrasa todo.
Soy plenamente consciente de que deberíamos hablar de todo lo que ha pasado, de cómo nos sentimos, pero me temo que, si uno de los dos abre la boca, diga lo que diga, esto se acabará y perderemos la última oportunidad de estar juntos. Pedro también lo sabe, por eso está enfadado, frustrado, y por eso me ha pedido que venga, por eso me toca brusco, salvaje, casi desesperado.
Tiene demasiado miedo a que lo nuestro se esfume y vuelva a dejarnos en el punto de partida.
—Me siento diferente cuando estoy contigo —murmuro absolutamente embargada de placer, tan bajito que ni siquiera sé si ha podido oírme—. Me siento mejor cuando estoy contigo.
Puede parecer una frase sencilla, pero los dos sabemos que no lo es. Nunca me he sentido bien conmigo misma.
Siempre he vivido como un animalillo asustado que no se siente seguro en ninguna parte, que siempre está frío y espantado, como si aún tuviese siete años y continuase lloviendo.
Pedro consigue que todo eso desaparezca. Lo sustituye por un sentimiento que no sé entender, pero que me llena por dentro y, cuando estamos así, los dos metidos en nuestra burbuja, sencillamente soy feliz.
Pedro me observa un momento con la mano perdida en mi pelo. Tiene la mirada fija en mi boca y ese simple detalle vuelve a aislarnos del mundo. Se inclina sobre mí, toma mi labio inferior entre sus dientes y tira de él. Nuestras respiraciones se aceleran aún más, caóticas, inundándolo todo. El dolor, el placer y todas las ganas de que me bese se entremezclan e incendian mi cuerpo.
No puedo más y sé que él tampoco.
—Bésame. Bésame, Pedro, por favor.
—Ojalá pudiese, Paula —susurra contra mi boca, con los ojos cerrados, luchando, conteniéndose —. Por Dios, lo daría todo por poder besarte.
Gimo. Sus palabras me llevan al paraíso una vez más.
Ágil, nos cambia de postura. Me hace disfrutar más y más de él, de mí.
Sus labios, sus manos, se pierden en cada centímetro de mi cuerpo.
Se sienta y, tomándome por las caderas, me inserta en su delirante sexo. Todo el placer entre los dos crece como si estuviese fabricado de brasas ardientes. Guía mis movimientos, los hace más lentos, más rápidos. Me domina. Nuestros cuerpos perlados de sudor se deslizan el uno contra el otro.
De pronto oigo un ruido.
—No se te ocurra moverte —ruge Pedro.
Llevo mi mirada a su espalda y veo a Natalie frenándose a unos pasos de nosotros y regresando al sofá. No le ha permitido acercarse y, aunque sé que es lo último en lo que debería pensar, algo dentro de mí brilla con fuerza. No quiere otras manos sobre mi cuerpo y tampoco sobre el suyo. Este momento es sólo de los dos.
Un fuerte azote en el trasero me devuelve al diván, a Pedro.
—Te estoy follando yo —me advierte—. Mírame a mí.
—Sí —susurro obedeciendo.
—Joder —ruge de nuevo.
Como si no pudiese más, se incorpora empujándonos hacia delante. Hace sus movimientos más intensos, casi violentos. ¡Dios! Me trasporta embestida a embestida al paraíso. Mi cuerpo cae por la parte baja del diván.
Todo se intensifica.
El deseo.
El placer.
El amor.
Le quiero.
Y un espectacular orgasmo me atraviesa.
Pedro continúa moviéndose implacable y también alcanza el clímax. Toma mi cuerpo inconexo rendido al placer y me incorpora hasta que volvemos a estar sentados el uno frente al otro, con mis piernas rodeando su cintura.
Me aparta el pelo de la cara y una vez más atrapa mi mirada.
Todo a nuestro alrededor se ha desvanecido. Me hace sentir deseada, consigue que cada parte de mi cuerpo, mi mente y mi corazón sientan que me mira a mí porque no quiere mirar a ninguna otra mujer, que le pertenezco, que me pertenece, que le quiero.
Pero no puedo quererle. Sólo me haría daño. Sus propias palabras retumban en mi cabeza.
«Tienes que alejarte de las personas que no son buenas para ti.» Él mismo me lo ha advertido. Tengo que protegerme.
Me levanto todo lo rápido que soy capaz y con el paso acelerado voy hasta la esquina de la habitación y abro la puerta oculta del baño. Pedro no me detiene. Los dos sabemos que no puede ser.
Corro hacia la ducha. Necesito pensar. Por Dios, necesito volver a ser práctica, entender que Pedro no me conviene, que no es bueno para mí… pero él tampoco va a concederme esta tregua.
Oigo la puerta del baño y un instante después aparece frente a mí. Me mira una décima de segundo y, sin dudarlo, devora la distancia que nos separa y me estrecha contra su cuerpo.
Le quiero. No puedo pensar en otra cosa. Le quiero mientras me levanta a pulso con las manos ancladas en mi trasero, mientras mis piernas rodean su cintura, mientras el agua caliente, casi hirviendo, cae sobre los dos.
Le quiero mientras me embiste una vez más, mientras volvemos a ser sólo él y yo.
—¿Qué me estás haciendo, Paula? —susurra contra mis labios—. Joder, no me vale sólo con esto. Necesito más. Lo quiero todo. Lo quiero todo contigo.
Sus palabras suenan desesperadas, llenas de rabia.
Realmente se siente como me siento yo, al borde de un abismo inmenso.
—Ven a vivir conmigo.
Todo me da vueltas.
No puedo irme a vivir con él. No puedo dejarle que me haga daño. He visto a chicas llorando por él desde los siete años. Tengo que protegerme. Tengo que proteger a mi pobre y enamorado corazón.
Es una presa demasiado fácil.
—No puedo, Pedro.
—Paula, necesito verte todos los putos días. Necesito que duermas en mi cama. Tocarte. Follarte. Paula, te necesito a ti.
El agua cae, pero no la siento.
Salta al vacío, Chaves.
Sé feliz.
—Te quiero —susurro.
Pedro se detiene dentro de mí. Un sinfín de emociones atraviesan sus ojos verdes, pero, en lugar de dejarlas salir, de expresarlas, comienza a moverse más brusco, entrando y saliendo de mí cada vez con más fuerza, uniéndonos más a los dos. Rodeo su cuello con mis brazos y me aferro a todo lo que los dos sentimos.
El placer esta vez es diferente. Después de hoy, Pedro Alfonso y yo somos diferentes.
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