miércoles, 12 de julio de 2017

CAPITULO 31 (SEGUNDA HISTORIA)




Me despierta un sonido repetitivo y brusco. Abro los ojos con dificultad y miro el despertador.


Son las dos de la mañana. El ruido regresa. Es la puerta principal. Confusa, y también algo asustada, me levanto y voy hasta el recibidor. Echo de menos tener un bate de béisbol de aluminio. El ruido se intensifica. Todo mi cuerpo se tensa. ¿Quién puede ser a esta hora? Voy a abrir, pero, francamente, no me atrevo.


—Paula, soy yo. Abre.


La voz de Pedro vuelve a sobresaltarme, pero al mismo tiempo se lleva todos mis miedos de golpe. Antes de que abra la puerta del todo, entra brusco, cerrando de un portazo. Me toma por las caderas. Apoya su frente en la mía.


Nuestras respiraciones aceleradas se entremezclan. Me obliga a caminar hacia atrás, hasta llegar a la isla de la cocina. Sus manos vuelan por mi cuerpo. Me acarician.


Otra vez no puede esperar para tocarme. Otra vez estoy en el paraíso.


—Estoy muy cabreado, Paula. No te haces una maldita idea —pronuncia en un ronco susurro.


Se aparta de mí lo suficiente como para que sus salvajes ojos verdes atrapen los míos, pero el gesto dura poco y, a la vez que sus manos se hacen más posesivas en mis mejillas y en mi pelo, vuelve a inclinarse sobre mí. Yo lo recibo encantada. Inconscientemente entreabro los labios deseando recibir los suyos, pero él se aparta. En el mismo instante, pronuncia un «joder» entre dientes y vuelve a inclinarse, a casi besarme. Cierra los ojos. Casi puedo sentir su beso. Pero vuelve a separarse, apartando sus manos de mí, alejando su cuerpo del mío.


—Joder —gruñe pasándose las dos manos por el pelo.


Está furioso, frustrado, desesperado.


Yo lo miro sin saber qué hacer o decir.


—¿Estás tan enfadado por lo que pasó en tu oficina? —musito.


—Claro que estoy tan enfadado por lo que paso en mi oficina —ruge—. Te largaste.


—No soy tu muñequita —protesto.


Tiene que entenderlo de una maldita vez.


—Claro que lo eres —replica caminando hasta mí, cogiéndome de la muñeca y acercándome a él.


Mi cuerpo traidor cae presa de su contacto, pero no le permito verlo. He aprendido que no puedo mostrar mis cartas a las primeras de cambio.


—¿Por qué tienes que ser tan duro conmigo? —protesto.


—¿Y por qué iba a ser de otra forma?


—Porque…


¿De verdad quiero seguir?


—¿Follamos? —termina la frase por mí—. Cada vez que te embisto, hay placer, no amor, y, cuando sientes que vas a partirte en dos, sigue siendo placer, Ratoncita.


Ahora mismo le odio.


Me zafo con rabia de su mano y coloco la isla de la cocina entre los dos, aunque soy plenamente consciente de que él me ha consentido esa huida.


—Quizá el problema lo tengas tú y no seas capaz de sentir nada. ¿No puedes follar con alguien estando enamorado? —pregunto con desdén y, sobre todo, con algo de dolor. Si no es capaz de querer a ninguna mujer, quiero saberlo ahora.


—Supongo que podría, pero tú quieres que sea Christian quien sienta eso, ¿no?


Ahora el que está hablando con desdén es él. Pero ¿por qué? ¿Por qué le molestaría, si ese fuese el caso, que sólo quisiese sentir eso con Christian? Fue él quien puso las reglas, el que esta misma mañana se ha enfadado porque me he presentado en su despacho sin avisar.


—Claro —respondo furiosa.


—Claro —repite él de igual forma.


La rabia entre los dos es tan intensa que puede llegar a ahogar y, a la vez, nuestra relación parece volverse un poco más enfermiza, casi insana, y el deseo lentamente va inundándolo todo.


—Ve a la habitación y desnúdate —me ordena exigente, brusco, sexy.


Todo mi cuerpo reacciona y una ola de placer anticipado me recorre dejando clavados mis pies en el suelo.


—Paula, lo que quiera, cuando quiera. No me hagas repetirlo. Y ahora desnúdate, ponte de rodillas sobre la cama y agárrate al cabecero —ruge—. No pienso tener piedad contigo.


No me convencen sus palabras, ni su voz, me convence el deseo que veo en sus ojos y ahora mismo lo odio más que nunca por eso. Hubiese preferido, casi suplicado, porque me agarrase de la muñeca, me llevase contra la pared y me hiciese suya embestida a embestida. Ahora me está dando a elegir y sé perfectamente por qué lo está haciendo. Yo elegí marcharme de su oficina esta mañana y yo tengo que elegir entrar en esa habitación. Tomé el control y ahora tengo que devolverlo. Si no, tendría que pedirle que se marchara, y eso ni siquiera es una opción.


—Paula —vuelve a llamarme cuando estoy a punto de entrar en la habitación—, lo que ves es lo que hay. Nada más.


Quiero creerlo. Daría todo lo que tengo por poder creerlo.



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