miércoles, 12 de julio de 2017

CAPITULO 27 (SEGUNDA HISTORIA)




Saludo a Eva y a Karen y voy hasta el despacho de Pedro.


Apenas tengo tiempo de cerrar la puerta tras de mí cuando recorre la estancia, me levanta a pulso y me embiste contra su carísima biblioteca. No me da un segundo. No comprueba que esté lista. Algo me dice que sabe perfectamente que me moría por esto desde que he abierto los ojos esta mañana.


—Tienes unos libros increíbles —digo admirada, arrodillada delante de su librería.


Llevo su elegante camisa blanca y nada más. Huele a él y ese simple detalle hace que, involuntariamente, sonría cada diez segundos. Pedro está a mi lado, en el suelo de su despacho, apoyado sobre un codo y gloriosamente desnudo.


Alzo la mano y la paso por los libros susurrando los títulos. 


Hay obras de Deegan, David Konzevik o Shirin Ebadi. Tiene Las consecuencias económicas de la paz, de John Maynard Keynes, el fundador del Fondo Monetario Internacional. Es mi favorito. Finalmente me decanto por Edmund Deegan y saco uno de sus libros. Lo abro y comienzo a ojearlo.


—¿Lees a Deegan? —inquiere.


—Sí. Es uno de mis autores preferidos.


Pedro sonríe. Imagino que no necesitaba añadir esa frase. 


La mirada fascinada con la que he cogido el ejemplar lo ha dicho todo.


—Lo recuerdo perfectamente. Ese viejo es un engreído al que le encanta ser la inspiración de jovencitas —comenta, y su sonrisa se llena de cierta malicia.


—¿Deegan te dio clase? —pregunto admirada.


Vuelve a sonreír y su mirada se vuelve más suave, más cálida.


—Sí, primero en la Northwestern y después un semestre en Oxford.


El currículo académico de Pedro es sencillamente brillante. Summa cum laude en Derecho y Económicas por la Northwestern y segundo de su promoción en uno de los másteres más perversos y complicados de todo Oxford. El primero debía de ser un robot disfrazado de alumno de intercambio coreano.


—Con una alumna como tú, se habría vuelto loco.


—No soy tan inteligente y sólo he leído dos de sus libros.


—Sí que eres tan inteligente y, además, eres preciosa.


Me ruborizo y clavo mi vista en la página treinta y siete.


—¿Cómo es posible que no te des cuenta del efecto que tienes en los hombres? —pregunta, pero tengo la sensación de que no espera una respuesta, es más una conversación consigo mismo—. Aunque imagino que eso es lo que te hace tan irresistible, por eso siempre consigues que acabe pensado en cosas en las que ni siquiera debería pensar.


Sus palabras me hacen alzar la mirada de nuevo y buscar la suya. Pedro no se esconde, nunca lo hace, e inmediatamente atrapa mis curiosos ojos marrones con los suyos verdes.


—¿Qué cosas? —pregunto en un susurro.


Pedro sonríe, su gesto más arrogante y sexy, y rápidamente, tomándome por sorpresa, me agarra de las caderas y me sienta a horcajadas sobre él, que apoya la espalda en la librería para mantenerse.


Otra vez no me da un solo segundo y, rodeando mi cintura, me levanta para insertarme lentamente sobre su polla. Yo gimo y todo mi cuerpo se estremece.


—Pedro, necesito un momento —balbuceo mientras comienza a mover sus caderas a un endiablado ritmo constante.


—Ni hablar.


Marca un delirante círculo con sus muslos y creo que voy a perder el conocimiento embargada en una nube de placer.


—Voy a correrme… ya —gimo o más bien suplico.


Mi cuerpo, apenas recuperado del encuentro anterior, no da para más. El placer satura cada centímetro de mi piel.


En ese preciso instante, Pedro me tumba en el suelo y él lo hace inmediatamente sobre mí, embistiéndome de nuevo. 


Apoya sus manos en el parqué a ambos lados de mi cabeza, sosteniendo el peso de su perfecto cuerpo. Me observa desde arriba sin dejar de moverse. Está calmado, sereno, controlado, y yo sencillamente a punto de perder el sentido común.


Entra con fuerza.


Grito.


¡Joder!


Es lo mejor que he probado nunca y al mismo tiempo tengo la sensación de que va a partirme en pedazos.


Pedro se deja caer sobre mí un poco más. Sus labios calientan los míos, pero no me besa. Nunca me besa.


—Te voy a follar hasta que pierdas el sentido cada maldito día —susurra con su voz más ronca—, así que ya puedes aprender a controlarte.


Me retuerzo bajo él. Todo da vueltas. Va a volverme completamente loca…


La semana siguiente es exactamente así y yo me convierto en adicta a Pedro Alfonso. Hay algo casi enfermizo en nuestra relación que hace que no podamos apartar las manos del otro un solo segundo. Su oficina. Mi oficina. Su ático. Mi apartamento. El Archetype. Su coche. ¡Por Dios, el parque! Incluso un callejón de la 52 Este. No sé exactamente qué estoy aprendiendo, pero tengo claro que, sea lo que sea, quiero seguir.


Eso sí, jamás incumplimos las normas. Nunca hay cenas, ni dormimos juntos. Sólo sexo y largas charlas sobre nosotros, sobre el trabajo, sobre los libros que nos encanta leer, y eso es casi tan bueno como sentirlo encima de mí… sólo casi.






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