miércoles, 12 de julio de 2017

CAPITULO 29 (SEGUNDA HISTORIA)





Exactamente a las seis y media apago el despertador de un manotazo y me acurruco contra el otro lado pensando que, si cierro con mucha fuerza los ojos, conseguiré burlar las leyes del universo y haré que mágicamente sea domingo. No funciona. Diez minutos después estoy sentada en uno de los taburetes de la barra de mi cocina con una taza de café entre las manos, el pelo hecho un desastre y cara de pocos amigos.


Después de estar en su casa, Pedro me trajo a mi apartamento. No permitió que cogiera un taxi, pero tampoco me dijo que me quedara a dormir. Habría aceptado. Creo que por eso esta mañana estoy de un humor peor de lo habitual, porque en el fondo sé la pésima idea que hubiese sido eso.


Tras resoplar una decena de veces, y suspirar unas cuantas, y obligarme a dejar de pensar en Pedro, me doy una ducha y me preparo para ir a trabajar.


En la oficina el día pasa de lo más tranquilo. Mucho trabajo, pero lo agradezco. Me ayuda a tener la mente concentrada y a dejar de darle vueltas a las cosas. Como con Victoria y, aunque lo estoy deseando y necesito urgentemente consejo y una opinión objetiva, no le cuento nada de lo que está pasando con Pedro.


A eso de las tres recibo una llamada de Elisa preguntándome si me apetece tomar un café con ella.


Significaría salir antes, pero esta mañana he sido tan eficiente que, a pesar de ser jueves, he terminado con el trabajo de toda la semana e incluso he adelantado parte del de la que viene. Acepto y quedamos en vernos en una hora en el Carnegie Hall.


Sonrío cuando la veo doblar la esquina de la 57 con la Séptima con una caja de cartón de Balthazar Bakery, una de las pastelerías francesas más famosas de toda la ciudad.


—¿Has ido hasta el SoHo a comprar pasteles? —pregunto divertida.


Elisa esquiva a un grupo de turistas con ganas de fotografiarlo todo, incluidos a los neoyorquinos, y llega hasta mí.


—He ido hasta el SoHo a comprar la tarta de cerezas preferida de mi pequeña y cruasanes de mantequilla para un gruñón que yo me sé.


Frunzo el ceño mientras Elisa continúa caminando.


—¿Hemos quedado con Alejandro?


—No —responde sorteando el bordillo de la acera y mirando a ambos lados antes de cruzar la calzada—. Tengo dos hijos y a los dos les encantan los cruasanes de mantequilla. ¿Qué puedo hacer?


No puede ser.


—¿Vamos a ver a Pedro? —inquiero saliendo tras ella, con la voz muy aguda por la sorpresa y carraspeando inmediatamente para disimular.


Elisa asiente.


—Si él no viene a verme, tendré que ir a verlo yo —responde como si fuera obvio —. La mejor forma de cazarlo es su despacho. Los dulces son para acallar los «mamá, estoy trabajando» o, mi preferido, «mamá, tendrías que haber llamado», que es la manera elegante de decir «déjame tiempo para que piense una excusa».


Tiene razón, pero, aun así, no me parece una buena idea que yo la acompañe. No voy a negar que tengo curiosidad y mucha, casi insana, por saber lo que hace Pedro cuando está solo, pero no puedo presentarme en su despacho sin más… o quizá sí. La curiosidad está ganando enteros. ¿Y si está con una chica? Si está con una chica, definitivamente quiero saberlo.


Antes de que me dé cuenta, estamos delante de su edificio y Elisa cruza decidida las puertas de metal y cristal. Yo respiro hondo. No debería subir, pero mis pies parecen tener vida propia y siguen a Elisa.


Llegamos a Alfonso, Fitzgerald y Brent, saludamos a Eva y nos encaminamos al despacho de Pedro. Elisa saluda a Claire, su secretaria, y le hace un gesto para que no se levante, indicándole que ella se encarga de llamar. La pobre mujer la mira con cara de susto a ella y después a mí. Yo me encojo de hombros forzando una sonrisa. También sé que a Pedro no le va hacer ninguna gracia la interrupción.


Elisa llama y abre la puerta prácticamente a la vez.


—Hola, cariño —lo saluda con su voz más adorable.


Si Pedro estuviese con una chica en su despacho, ella aún tendría el vestido remangado por las caderas y él se estaría abrochando los pantalones. No le daría tiempo de hacer creer a nadie que era una reunión de negocios. Sonrío con malicia ante esa idea e inmediatamente me pongo los ojos en blanco. ¿Por qué tengo que dar por hecho que se está tirando a otra? ¿Y qué me importa si lo está haciendo?


Entro en la oficina con el paso titubeante. Pedro repara en mí automáticamente y casi a la misma velocidad frunce el ceño. No lleva chaqueta ni corbata y se ha remangado las mangas hasta el antebrazo. Sólo hace eso cuando tiene un día duro o está de mal humor.


—Hola —me apresuro a saludarlo.


Él no responde. Está claro que no le hace la más mínima gracia verme aquí.


—Te hemos traído unos dulces deliciosos —dice Elisa mostrándole la caja y sentándose en el elegante sofá de piel de su despacho—. Humm… cruasanes de mantequilla añade al ver que Pedro no colabora—. Tú sólo tienes que traer el café.


Deja la caja sobre la pequeña mesa de centro, la abre y empieza a sacar los dulces. Al instante, un suave olor a mantequilla y a cerezas se mezcla con el de la masa recién horneada y llenan la inmensa habitación. Sin embargo, Pedro sigue mirándome a mí e imagino que preguntándose qué demonios hago aquí.


—Claro —responde al fin dando un paso hacia su madre—. Paula, acompáñame a buscar los cafés —me ordena con una voz suave, demasiado suave.


Antes de que pueda decir nada, camina hasta mí, me toma del codo y nos hace salir. Al verlo aparecer, Claire se levanta de un salto, pero él le hace un levísimo gesto con la mano que le queda libre para que vuelva a sentarse.


—¿Qué haces aquí? —masculla en cuanto cierra la puerta de la pequeña sala de descanso.


La habitación no debe tener más de diez metros cuadrados. Entre ese detalle y los muebles, estamos cerca, muy cerca.


—No ha sido idea mía —me defiendo malhumorada. Está exagerando las cosas—. Ni siquiera sabía que Elisa tenía intención de venir aquí.


—Me da exactamente igual. No puedes aparecer aquí cuando te dé la gana.


Está muy enfadado y eso hace que automáticamente yo lo esté más.


—¿Por qué? ¿Te preocupa que te pille con otra chica?


No sé por qué demonios lo digo, pero las palabras salen a borbotones antes de que pueda pensar.


Pedro aparta su mirada de la mía y ahoga un frustrado suspiro en una sonrisa mordaz a la vez que se pasa las dos manos por el pelo. Cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, los suyos se han endurecido.


—Exacto —replica arisco—. No quiero que me pilles tirándome a otra en la mesa de mi despacho y me montes una escena.


¡Qué capullo!


—No te preocupes, no te montaría ninguna escena —contesto furiosa, manteniéndole la mirada—. Sé de sobra lo cabronazo que puedes llegar a ser.


—Y más te vale no olvidarlo —sentencia.


Sin darme oportunidad a responder, sale de la sala de descanso dejándome con la palabra en la boca y la rabia recorriéndome entera.


Lo sigo de vuelta a su oficina; no puedo largarme sin levantar las suspicaces sospechas de Elisa, pero las ganas de asesinarlo y enterrar su cadáver bajo el hormigón de algún edificio en obras son cada vez más latentes.


—Tres cafés —prácticamente le ladra a Claire cuando pasa junto a su mesa.


Entro en su despacho y automáticamente me hago consciente de dónde está: sentado en un extremo del sofá con las piernas cruzadas de una forma muy masculina, el codo apoyado en el brazo de piel y el reverso de los dedos tapando su boca y su mandíbula tensa, mirándome.


Si él está furioso, yo también lo estoy… pero ¿por qué está tan enfadado?


—Paula, tesoro —dice Elisa señalando suavemente el pequeño sillón a su lado—, ¿no nos acompañas?


Asiento y me acomodo ignorando que esos ojos verdes me están abrasando cada centímetro de piel donde se posan. En ese instante entra Claire con una bandeja y tres bonitas tazas de porcelana china en ella. Las deja con cuidado sobre la mesa y sale cerrando a su paso. Elisa, feliz de poder pasar un rato con su hijo pródigo, le da un sorbo a su café y lo deja con suma elegancia sobre el pequeño platito.


—Esta mañana me he encontrado con Louise Pharrell —nos cuenta—. Su hijo Marcos está en la ciudad.


Me doy cuenta de que en realidad me lo está contando a mí. Elisa está deseando que encuentre a alguien y no duda en intentar emparejarme con los hijos de sus amigas. Lleva haciéndolo desde que volví de la universidad. Yo la miro y ella me sonríe cómplice. Pedro se revuelve visiblemente incómodo en su asiento, pero no dice nada. De pronto mi sonrisa se llena de malicia. Pienso devolvérsela.


—Hace muchísimo tiempo que no veo a Marcos —le explico.
Más de un año y, en realidad, nunca hemos sido amigos, ni siquiera me cae bien, pero quiero torturar a Pedro. Se lo merece después de insinuar que tirarse a mujeres en la mesa de su despacho es algo de lo más cotidiano para él.


—Yo creo que ese chico siempre estuvo colado por ti —comenta encantada.


—Es muy guapo —añado.


Pedro me fulmina con la mirada. Ya no sólo su mandíbula está tensa, sino todo su cuerpo.


Tengo la sensación de que, si ahora mismo pudiese traer a Marcos Pharrell y darle una paliza, lo haría.


Mejor. Así es como me siento yo el noventa y nueve por ciento del tiempo.


—Podríais quedar para tomar un café —propone Elisa, pero en ese mismo instante cae en la cuenta de algo y sonríe emocionada—. Quizá podría acompañarte a la fiesta en la Sociedad Histórica.


—En realidad, había pensado en otra persona para que me acompañe a esa fiesta —respondo con una sonrisa.


Elisa me mira curiosa mientras los labios de Pedro se elevan despacio.


—Christian Harlow —añado mordiéndome el labio inferior.


Su expresión cambia por completo y suelta un bufido entre dientes.


Donde las dan, las toman, Alfonso.


Elisa da una palmada feliz y comienza a enumerar todas las virtudes de Christian. Pedro se humedece el labio inferior y su mirada verde brilla dura, intensa e intimidante. Quiere castigarme. Lo tengo clarísimo. La idea me excita y todos los músculos de mi cuerpo se contraen deliciosamente.


¡Céntrate, Chaves!


Me estoy vengando. No puede permitir que diga lo que quiera o, lo que es peor aún, que lo haga.


Cuando dije que no quería follarme indirectamente a todas las mujeres con las que él se revuelca era verdad y no es una cuestión de celos.


«No te lo crees ni tú.»


—De todas formas —insiste pizpireta—, deberías quedar con Marcos Pharrell y tomarte un café. Puede que salten chispas. Tienes veintiún años. Tienes que divertirte.


Me dedica una dulce sonrisa y yo se la devuelvo sin dudar a la vez que asiento. Por un momento pierdo la perspectiva y no sé si estoy haciendo esto por Pedro, por mí o por ella. Sólo necesito devolverle la mirada a un Alfonso en particular un segundo para obtener mi respuesta.


—Me tomaré ese café encantada —me reafirmo.


Si tú puedes tirarte a mujeres encima de tu escritorio, yo puedo tomar café con todos los Marcos Pharrell del mundo.


Me levanto muy satisfecha conmigo misma y me sacudo suavemente la falda. ¡No soy ninguna ratoncita de biblioteca, maldita sea!


—Si me perdonáis —me excuso—. Tengo que hacer una llamada.


Salgo del despacho y camino hasta la pecera. Dejo el bolso sobre el escritorio y comienzo a buscar el teléfono. 


Obviamente no lo encuentro. Qué novedad. No llevo más de un par de minutos en esta pequeña habitación cuando lo siento detenerse tras de mí, poner su mano sobre la mía hasta hacerme soltar el bolso y girarme brusco, consiguiendo que su olor, su calidez y todo su enfado me sacudan en cuanto quedamos frente a frente.



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