miércoles, 12 de julio de 2017

CAPITULO 30 (SEGUNDA HISTORIA)




—No vas a salir con Marcos Pharrell.


—No es asunto tuyo.


Pedro ríe entre dientes.


—Claro que lo es y ese gilipollas no va a ponerte un solo dedo encima.


Nunca hay rastro de duda en sus actos o en su voz, pero ahora menos que nunca. Ese pequeño detalle me intimida y al mismo tiempo me hace pensar algo peligroso y absolutamente estúpido: ¿está celoso? ¿Está celoso de Marcos Pharrell y ayer lo estaba de Octavio?


Estoy a punto de preguntar cuando unos pasos a la espalda de Pedro me distraen.


—Cariño, tengo que marcharme —se despide Elisa tocando el hombro de su hijo para que se gire y pueda darle un beso en la mejilla.


—Te acompaño al ascensor —se ofrece saliendo tras ella.


—Paula, tesoro, te esperaré abajo —me informa.


Lanza un beso al aire y yo asiento a pesar de ser consciente de que no puede verme. Los sigo con la mirada mientras la acompaña hasta la salida de Alfonso, Fitzgerald y Brent y, después, por todo el pasillo enmoquetado hasta el ascensor.


Al regresar, su mirada atrapa la mía a través de las paredes de cristal. Está furioso y yo sigo inmóvil, en la pecera, viendo cómo el tren de mercancías viene directo hacia mí. Se detiene en el mostrador de Eva apenas unos segundos. No acierto a oír lo que dice, pero ella asiente y sale inmediatamente de la oficina.


Pedro está a punto de alcanzar la puerta de la pecera cuando en un acto reflejo echo el pestillo y doy un paso atrás. Al intentar abrir y no poder, frunce el ceño y pasa del enfado a la ira termonuclear.


—Abre —ruge.


No grita, ni siquiera alza la voz, y resulta más intimidante que diez hombres de dos metros armados hasta los dientes. Pero yo también estoy muy enfadada. Es un maldito malnacido que hace y dice lo que quiere y después se comporta como un cavernícola decidiendo con quién puedo salir y con quién no.


No pienso abrir.


Automáticamente tengo un déjà vu a base de extintores volando y paredes de cristal haciéndose añicos; también de exquisitos polvos contra paredes de despacho.


No te desconcentres, Chaves.


Entonces, en mitad de esa neblina de rabia y excitación, lo veo claro. Él mismo lo dijo. Al final todo se reduce al control. Tengo que conseguir que él lo pierda o ganarlo yo; una de las dos cosas.


Antes de que el pensamiento cristalice en mi mente, apoyo mis manos en el borde del lateral de la mesa y me siento en ella. Pedro, literalmente hirviendo de rabia, frunce el ceño un poco más y pone toda su atención en mi movimiento.


Cojo el borde de mi falda de Stella McCartney y empiezo a subirla despacio, dejando mis muslos y el encaje de mis medias al descubierto. Su pecho se hincha y se vacía lentamente. Sonrío. Lo estoy consiguiendo. Espero a que su mirada recorra todo mi cuerpo y llegue hasta mis ojos para transformar mi sonrisa en una suave, y espero que sexy, y deslizo mi mano desde mi rodilla hasta el interior de mi muslo.


Mi respiración también se acelera. La sensualidad que trato de construir para él me envuelve, pillándome por sorpresa. Entreabro los labios y escondo una mano bajo la tela húmeda de mis bragas.


Su ronco gruñido atraviesa el cristal y vibra por todo mi cuerpo. Me dejo caer en la mesa. La cabeza me cuelga ligeramente, pero no me importa. Sus ojos, la forma en que me mira, su propia presencia al otro lado de la puerta me hacen sentirme sexy y no necesito más. Imagino que son sus dedos los que me tocan y ya sí que no necesito más.


Levanto una de mis rodillas hasta que mi tacón rojo se apoya en la mesa. Soy consciente de mis gemidos escapando de mis labios, llenando la habitación. Mis dedos se mueven más rápido... aprendiendo del recuerdo de los suyos.


Me revuelvo sobre la mesa. Pellizco mi clítoris mientras mi mano abandona mi pecho para bajar y unirse a la otra. Diez dedos no son comparables a uno de los suyos, cien tampoco.


Mis gemidos se transforman en gritos.


Todo mi cuerpo se tensa, se arquea separándose de la mesa.


Cierro los ojos. Siento su cuerpo, su mirada, sus manos.


Su voz.


Y un orgasmo líquido, húmedo, caliente, un orgasmo que escribe su nombre a fuego en cada uno de mis huesos aunque él ni siquiera me haya tocado, inunda mi cuerpo.


Tomo una bocanada de aire en busca del preciado oxígeno y abro los ojos a la vez que giro la cabeza para poder mirarlo. 


Todo su cuerpo está apoyado contra la puerta de cristal, con una mano sujetando el picaporte con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos y la otra sobre el cristal por encima de su cabeza. Pedro me observa tenso, como el pura sangre que tienen encerrado entre vallas de madera cuando él sólo quiere correr. Sus ojos verdes están hambrientos, ansiosos. 


Ni siquiera el haber llegado al orgasmo hace unos escasos minutos me hace inmune a esa mirada y todo mi cuerpo se enciende, se excita y lo desea como si llevara años sin dejar que me tocara. Sin embargo, tengo muy claro que ahora no puedo ceder a la tentación, aunque me muera de ganas.


Me incorporo y me bajo de la mesa rezando porque mis piernas me mantengan. Me arreglo la falda y me meto un mechón de pelo tras la oreja antes de empezar a caminar.


Pedro sólo se aparta del cristal cuando agarro el pomo y alzo la otra mano para girar el pestillo. Nuestras miradas se encuentran al instante. El corazón me late con fuerza.


—Elisa me está esperando —balbuceo al pasar junto a él y, haciendo un esfuerzo titánico, sigo camino de los ascensores.


De reojo puede ver cómo su expresión cambia y todo el deseo se estremezca con un cristalino enfado.


Mi cuerpo me grita estúpida de cien maneras diferentes y lucha para que vuelva con él, para que le deje hacerme, o incluso le suplique por hacerme, todo lo que quiera. Sin embargo, estoy muy cerca de ganar esta batalla y no voy a claudicar ahora.


Salgo de sus oficinas sin volver a mirarlo, la tentación es demasiado grande, y al fin me monto en el ascensor. Por un momento me preocupa que la dicha postorgásmica y toda la intensidad del momento me estén nublando el juicio y llevando de cabeza a un lío tremendo, pero la idea de haberle hecho probar un poco de su propia medicina sienta demasiado bien como para fijarme en otros detalles.


Me despido de Elisa tratando de aparentar una normalidad que no siento y prácticamente corro hasta la parada de metro de la Séptima.


Al cerrar la puerta de mi apartamento, me apoyo contra ella y respiro hondo. ¿Qué he hecho? Esa oficina tiene las paredes de cristal, ¡podría haberme visto cualquiera! Me llevo la palma de la mano a la frente por mi falta de juicio y cabeceo. 


No puedo dejar que la situación se descontrole de esta manera. Sin embargo, una parte de mí está feliz. Me he comportado como una chica de veintiún años y todo gracias a Pedro. Él consigue que deje de pensar, que simplemente sienta.


Me paso lo que queda de día revisando informes y me voy pronto a la cama. El día ha sido más que intenso.




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