miércoles, 12 de julio de 2017

CAPITULO 28 (SEGUNDA HISTORIA)




—¿Y cómo van los preparativos de la boda? —le pregunto a Karen.


Estamos sentados en una de las mesas de la sala principal del Archetype. Karen, entre Damian y Octavio, y yo enfrente, junto a Pedro. Lo suficientemente cerca como para que su traje color carbón roce mi rodilla desnuda, aunque no hay ningún otro contacto entre nosotros.


Una chica sentada en un taburete en el centro del escenario canta Moon River únicamente acompañada por su ukelele.


—Un poco estresante —responde encogiéndose de hombros—, pero estoy muy contenta.


Sonrío. Se la ve realmente feliz.


—Y hablando de eso —continúa—, tengo que elegir quién me llevará hasta el altar y he pensado que, si quieres, podrías ser tú, Pedro.


Al oír su nombre, lo miro casi boquiabierta y después miro a Karen. ¿En serio quiere que la maldad personificada sea quien la lleve hasta el altar?


Él sonríe suavemente y se lleva su copa de Glenlivet, nunca es otra marca ni otro licor, a los labios. El muy cabronazo se está haciendo de rogar.


—Sé que Octavio y tú sois los padrinos de Damian—se apresura a aclara Karen—, y te aseguro que una cosa no interferirá en la otra.


—¿Quién te ha dicho que estos dos malnacidos van a ser mis padrinos? —la interrumpe Damian acomodándose en el mullido sillón negro—. Quiero a alguien tan guapo como yo para esperarte en el altar.


—Los monos del zoo no pueden hacer de padrinos —replica Octavio socarrón.


—¿Y los irlandeses paletos sí? —contraataca divertido.


—Normalmente no —contesta conteniendo una sonrisa, apurando su vaso de whisky—, pero se nos permite hacer la excepción con nazis venidos a menos.


Damian se humedece el labio inferior y, como si ya no pudiesen aguantarlo más, sonríen sinceramente. Karen, que los observaba, pone los ojos en blanco antes de sonreír también y finalmente cruza los brazos sobre la mesa y se inclina hacia delante.


—¿Qué me dices? —desafía a Pedro.


El móvil de Octavio empieza a sonar. Mira la pantalla y, tras disculparse, se levanta para atender la llamada.


—Será un placer —responde al fin—. Así le daré un poco de protagonismo a miss Alemania antes de entrar contigo del brazo.


Damian le enseña el dedo corazón y todos sonreímos.
Karen da unas palmaditas encantada y Pedro sonríe mientras observa cómo Damian la acerca a él y le da un beso casi interminable. Ella es la única chica a la que trata como a una amiga, incluso es cariñoso con ella. Hasta la primera vez que los vi juntos, habría dicho que Pedro Alfonso era incapaz de ser amigo de una mujer.


—¿Y qué hay de tu familia? —le pregunto a Damian.


Su expresión cambia por completo en un microsegundo. Se acaba su copa de un trago y se levanta. Tira de la mano de Karen y la incorpora estrechándola de inmediato contra su cuerpo. La mira directamente a los ojos y ella cae hechizada prácticamente al instante. No la culpo. Esos ojos a medio camino entre el azul y el verde robarían la atención de cualquiera.


—Si nos perdonáis —dice hablándonos a nosotros pero sin levantar su vista de ella—. Pecosa y yo tenemos cosas que hacer.


Comienza a caminar tirando de Karen y, sin más, se pierden por el entramado de pasillos que conduce a las habitaciones privadas.


Los observo hasta que desaparecen sintiéndome muy incómoda. Está claro que Damian se ha marchado por mi comentario. ¿Por qué le habrá molestado tanto? Pedro me mira, pero no dice nada. Imagino que él sí lo sabe, pero obviamente no va a contármelo.


—Necesito ir al baño —me excuso.


Me levanto y atravieso el local. Apenas tardo unos minutos.


De regreso a la mesa, oigo una voz que me llama desde la barra. Alzo la cabeza. Es Octavio.


—Paula Chaves —me saluda divertido cuando me acerco a él.


—¿En qué puedo ayudarlo, señor Fitzgerald? —pregunto socarrona.


—Humm... señor Fitzgerald; cuanto menos, tentador.


No puedo evitar sonreír y él lo hace conmigo.


—Verás, resulta que ayer me levantaron una chica en esta misma barra —me explica.


—Debiste de sufrir muchísimo —replico fingidamente apenada.


—Me rompió el corazón —responde imitando mi estado de ánimo y llevándose la mano al pecho —. El cabronazo le hizo un truco de magia. —Sonrío. ¿Un truco de magia? ¿Aún funcionan esas cosas?—. Y lo peor es que ni siquiera le salió bien.


Su indignación vuelve a hacerme sonreír.


—Era un truco absurdo —continúa—, pero soy muy competitivo; lo he buscado en Internet y he aprendido a hacerlo. Ahora necesito a una chica inocente para que sea mi conejillo de Indias.


—¿Y por qué no se lo has pedido a la camarera? —inquiero señalando con la cabeza a la guapísima chica vestida de pin-up.


—Esa mujer me tiene calado, conoce demasiado bien mi cara de póquer. Además, tiene más de veinticinco. Este truco tiene otro público objetivo —concluye con una sonrisa.


La mía se ensancha. ¿Se puede ser más sinvergüenza?


—Si pillas el truco, te deberé una —me anima.


—Está bien —respondo sin que la sonrisa me abandone, apoyándome en la barra y echándome hacia delante para concentrarme en sus manos.


—Es complicado —me informa—, así que deja de sonreír, que me desconcentras.


Pero, involuntariamente, sonrío de nuevo. La culpa es sólo suya.


—¿Sabes? Yo también tengo curiosidad por ver ese truco.


La voz de Pedro a unos pasos de mí me sobresalta, pero al mismo tiempo me sumerge en una sensación suave y cálida, peligrosamente suave y cálida. Su tono ha sido divertido, pero su actitud parece decir algo completamente diferente. Si no fuera una absoluta estupidez, diría que está marcando su territorio.


Octavio sonríe nervioso y Pedro se humedece el labio inferior apoyando su espalda en la barra, justo entre su amigo y yo.


Empieza el juego de manos. Cada segundo se muere de risa por tener que llevar a cabo esta especie de truco para ligar con su amigo Pedro. Él no le quita ojo y no puede evitar que se le escape alguna que otra sonrisa. La situación es de lo más absurda, pero también de lo más divertida.


—Como al final en esa carta aparezca tu número de teléfono, te juro por Dios que te pego un tiro —lo amenaza Pedro.


Octavio estalla en carcajadas y se guarda la última carta.


—Joder —protesta al borde la risa—, estás fatal.


—Por lo menos, después del numerito que te he montado, me invitarás a cenar, ¿no?


—No puedo. Me llevo a Paula.


¿Qué?


Pedro se incorpora lleno de elegancia mientras yo sigo observándolo con cara de idiota. ¿Nos vamos a cenar? 


Nosotros nunca vamos a cenar.


Sin decir nada más, me toma de la muñeca y atravesamos el Archetype hasta salir del club. Sólo nos hemos alejado unos pasos de la puerta cuando Pedro me suelta y se pasa la mano por el pelo como si no supiera qué hacer con ella. La separación ha sido tan brusca que tengo la sensación de que ha recibido una corriente eléctrica.


—¿Por qué has hecho eso? —le pregunto.


No entiendo por qué le ha mentido a Octavio. No quiere llevarme a cenar. Es más que obvio.


—No tengo por qué darte explicaciones —me recuerda.


—No pienso dar un paso más, Pedro —replico frenándome en seco.


Su sonrisa cambia por completo. El volver a esta situación, la de pelea abierta, parece jugar a su favor, como si fuese el terreno que mejor conoce, en el que mejor se desenvuelve cuando no estamos desnudos. Atrapa mi mirada con la suya y me hago aún más consciente de esa idea.


—Estás deseando que te lleve a cenar —sentencia aún más arrogante si cabe.


Frunzo los labios. Me muero de ganas, aunque sepa que no deba, pero no pienso permitir que él lo dé por hecho.


«Él lo tiene clarísimo.»


—Deberías dejar de tenértelo tan estúpidamente creído.


—¿Acaso no quieres? —pregunta exigente, incluso un poco cortante.


El cambio de tono me pilla por sorpresa. ¿Le molesta la posibilidad de que no quiera? ¡Él tampoco debería querer! Resoplo mentalmente agotada. Todo esto es un sinsentido.


—Claro que quiero —respondo exasperada.


Me dedica su media sonrisa y me doy cuenta de que he caído por completo en su trampa. Con esas tres palabras ha conseguido que admita mucho más de lo que quería admitir.


—¿Por qué a Damian le ha molestado que le pregunte por su familia? —inquiero para cambiar de tema. Prefiero que la conversación sea sobre él y no sobre mí.


Pedro se humedece el labio inferior sin levantar sus ojos verdes de los míos. No sé si hacer preguntas sobre sus amigos entra dentro de nuestro trato.


—Porque no tiene. Su madre murió.


Frunzo el ceño.


—¿Y su padre?


—Su padre es un hijo de puta que no se merece siquiera respirar el mismo aire que él. —Sus palabras son duras, pero no hay la más mínima emoción en su voz—. Damian tuvo una infancia muy jodida, Ratoncita. Aunque las superes, hay cosas que te asustan toda la vida.


¿Traumas de la infancia? Podría escribir un maldito libro.


Sin embargo, su respuesta me hace llegar a otra conclusión. 


Una sobre él mismo. Siempre he pensado que Pedro no podía sentir nada por nadie, que por ese motivo para él no suponía un problema no volver a casa en Navidad o pasarse meses sin ver a su familia. Ahora me doy cuenta de lo equivocada que estaba. Pedro elige a quien quiere, elige quien es importante para él. Sus hermanos son Damian y Octavio, por ellos haría cualquier cosa y por eso es cariñoso con Karen, por eso le permite ser su amiga. Ella forma parte de la vida de Damian, así que inmediatamente pasó a formar parte de la suya.


—Entiendo a Damian muy bien —comento reconduciendo mis pensamientos.


—Sí, supongo. Estoy rodeado de niños rotos —sentencia sin ni siquiera darle importancia a lo que está diciendo.


Automáticamente entorno la mirada. Joder, se ha superado incluso tratándose de él.


—Perdona si no todos pudimos tener una extraordinaria infancia con los Alfonso —replico sardónica—. Eres un gilipollas, Pedro.


Sin esperar respuesta por su parte, echo a andar hacia el fondo de la calle y me apoyo en la valla ornada de acero negro que delimita esta cara de Manhattan. Al otro lado, el East River y, en la otra orilla, los rascacielos de Hunters Point en la costa de Queens.


A veces puede llegar a ser tan rematadamente frío… aunque no sé de qué me sorprendo.


—Pero tú sí la tuviste —pronuncia a mi espalda—. Viviste con mis padres desde los siete años y, aun así, te dan miedos los desconocidos, los lugares extraños y te comportas como una ratoncita, ¿por qué?


Sonrío mordaz. Ahora mismo sólo quiero tirarlo al río y saludarlo mientras se hunde. Doy media vuelta dispuesta a marcharme, pero Pedro me agarra de la muñeca y me frena en seco.


—Suéltame —siseo tratando de zafarme.


—Quiero saberlo —susurra exigente.


Su voz suena increíblemente ronca. Esa voz es la mayor de mis desgracias.


—Pues no pienso contártelo —replico furiosa.


No pienso hacerlo. Nunca lo haría. Pedro sólo lo utilizaría para reírse de mí y, si no lo hiciese… Si no lo hiciese, yo estaría en un lío aún mayor. Pedro es la última persona que quiero que me mire con compasión y también la última que quiero que me consuele.


Él me observa de nuevo tratando de leer en mí. Tras unos segundos que se me hacen eternos, exhala con fuerza todo el aire de sus pulmones.


—¿Tan malo fue? —inquiere.


Su pregunta me pilla fuera de juego. Siento como si me hubiese dejado al borde de un precipicio y me obligara a mirar hacia abajo.


—No te haces una idea —murmuro.


—Sólo tenías siete años —susurra tratando de comprenderlo.


Despacio, su mano va liberando mi muñeca, deslizándose hacia abajo y entrelazando nuestros dedos en un gesto completamente diferente.


—Hay cosas que te asustan toda la vida —repito sus palabras, pero en mis labios suenan llenas de un cristalino dolor.


La atmósfera entre los dos comienza a cambiar, a llenarse de intimidad. Siempre he pensado que todas las personas construyen a su alrededor un muro y dentro guardan todo lo que les asusta, lo que les frena, lo que les hace seguir caminando, lo que aman. Yo acabo de dejar entrar a Pedro Alfonso y estoy muerta de miedo.


—Vámonos —susurra.


—¿A cenar? —pregunto obligándome a sonreír.


Pedro niega con la cabeza.


—Quiero llevarte a mi cama.


Asiento. Él sabe qué es lo que puede hacer por mí. 


Consigue que me olvide del mundo y ahora mismo es lo que más necesito, y eso Pedro también lo sabe.




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