jueves, 6 de julio de 2017

CAPITULO 9 (SEGUNDA HISTORIA)






—Sube tu culo aquí, chica —grita mi amiga asomándose por la ventanilla del viejo Doc—. Glen Cove nos espera y, no sé tú, pero yo pienso salir de allí con un novio tan viejo como rico.


Sonrío y rodeo el coche para subirme al asiento del copiloto.


—¿Lo llevas todo?


Suena Lush life,de Zara Larsson.


—Sí.


Me quito los tacones y apoyo los pies en el salpicadero al tiempo que busco el móvil en mi bolso.


¿Por qué, independientemente del tamaño del bolso, nunca consigo encontrarlo a la primera?


—¿Por qué no te has pintado las uñas? —me pregunta sorprendida con la vista posada negligentemente en mis dedos de los pies.


—No tuve tiempo —contesto encogiéndome de hombros.
No creo que tenga la menor importancia.


—¿Qué chica de veintiún años no tiene tiempo de pintarse las uñas? —protesta.


—Llevo zapatos cerrados.


—¿Y si un hombre quiere quitarte los zapatos?


—Sofia —gimoteo apoyando la cabeza contra el sillón y ladeándola fingiendo mi mejor cara de pena.


No quiero tener esta conversación otra vez.


—Eres guapa, tienes un tipo genial y unas buenas piernas que enseñar.


—No podría ser más común —contraataco—. Ojos marrones, pelo castaño, estatura y peso medios. Soy un metro sesenta de pura normalidad.


—Disculpa… eres guapa. Puede que no seas Gisele Bündchen, pero eres guapa —repite a modo de sentencia—. Tú no te das cuenta, pero los chicos sí lo hacen y, cuando eso pasa, es normal que quieran quitarte los zapatos.


—Si me pinto las uñas ahora mismo, ¿me dejarás en paz? —comento fingidamente hostil, disimulando una sonrisa.


Asiente entusiasmada.


—Tengo laca de uñas en el bolso —me informa—. ¿Qué color?


—No lo sé —dudo—. ¿Rojo?


—¿De qué color es tu vestido?


La respuesta no va a gustarle nada.


—No lo sé. Elisa compró el vestido que llevaré. Aún no lo he visto.


Sofia cabecea mientras chista una y otra vez.


—Paula Chaves, eres un desastre.


Yo finjo no oírla y opto por el rosa pálido, un color que pega con el noventa por ciento de los colores restantes. Ante todo soy una chica práctica.


Unos cuarenta minutos después dejamos aparcado a Doc en el garaje de la mansión y rodeamos la enorme casa de ladrillo visto hasta la puerta principal. Hemos acordado que, en cuanto vea a Alejandro, trataré de sonsacarle discretamente información sobre Christian y su viaje a Atlantic City. Según Sofia, la palabra clave es discretamente… y Ale, esa siempre es su palabra clave.


—Aquí está mi chica —comenta Alejandro orgulloso bajando las escaleras.


Me acerco a él y me da su patentado abrazo de oso.


—¿Todo listo para la fiesta, capitán? —pregunto fingidamente seria.


—Hasta el último cabo atado —responde con una sonrisa.


—¿No os parece raro que siempre estéis usando símiles náuticos cuando ninguno de los dos se ha montado en un barco en su vida? —inquiere Sofia.


—Lo importante no es la veracidad, sino el estilo que nos da —replica Ale divertido.


—Lo mismo digo —añado contagiada de su humor.


Alejandro se despide de las dos con un gesto de mano y cruza el vestíbulo hacia el ala oeste de la mansión.


—Algún día será mío —comenta sin perder la sonrisa con la vista aún fija en el camino que ha tomado Ale.


Mi sonrisa se ensancha y, divertida, pongo los ojos en blanco. Alejandro es su amor platónico desde que lo conoció hace cuatro años.


Ella me mira y me hace un gesto acelerado y exigente con las dos manos indicándome que vaya tras él. Echo a andar, casi a correr, y lo alcanzo antes de que llegue al comedor principal, donde las chicas del servicio están terminando de preparar la casi interminable mesa.


—Alejandro, ¿podemos hablar?


Una de las criadas deja caer una copa y el sonido nos distrae a los dos.


—Claro, peque —responde volviendo a la conversación.


Mi hermano me observa tratando de discernir qué me pasa. Le encanta hacer de hermano mayor, especialmente las partes que a mí no me hacen tanta gracia, como la sobreprotección y el ser un auténtico metomentodo. Yo, dispuesta a parecer lo más inocente posible, le dedico mi mejor sonrisa.


—Sólo quería preguntarte qué tal tu fin de semana —comento fingiéndome indiferente—. Me llegaron rumores de que te fuiste a Atlantic City.


Arqueo las cejas perspicaz y él se echa a reír. Ha bajado la guardia. Una buena noticia para mí.


—¿Cómo lo sabes? —inquiere entre risas.


¡Mierda!


Piensa,Chaves.


—Elisa.


Ale me mira confuso.


¡Di algo más, idiota!


—Sabes que tiene espías en los lugares más insospechados —me explico misteriosa.


Mi hermano me mira unos segundos que se me hacen eternos y finalmente, como si ya no pudiese disimularlo más, sus labios se curvan en una sonrisa.


Uff… Me he librado de milagro.


—Iba a ir con algunos amigos —me cuenta—, pero no pude escaparme del trabajo a tiempo.


—Seguro que te perdiste una buena juerga.


Puede que sea una completa negada en cuanto a habilidades sociales y que casi me haya descubierto a mí misma hace menos de dos minutos, pero durante mi adolescencia me convertí en una experta en preguntar y obtener información sobre Christian Harlow sin que se notase.


—Ninguno ha contado nada interesante, así que imagino que no hubo artillería pesada —me explica.


—¿Así que nadie se quedó encerrado en la azotea, no robaron ningún tigre, ni los detuvo la poli? —bromeo tratando de disimular que no me ha dado la respuesta que esperaba.


—Parece que tienes muy claro lo que nos gusta hacer a los tíos en las fiestas.


Los dos nos echamos a reír y yo comienzo a andar de vuelta al vestíbulo.


—Ponte guapo, capitán —me despido ya a unos metros de él.


—Lo mismo digo, marinera —responde señalándome.


Alcanzo las escaleras y las subo veloz. Estoy molesta. Tenía claro que Alejandro no me diría que Christian regresó montando en una nube de pura felicidad, pero por lo menos esperaba un «conoció a alguien». El beso fue increíble. 


Estoy convencida de que también tuvo que significar algo para él.


Entro en la habitación y sonrío confusa al ver a Sofia pensativa delante de mi armario. Me coloco junto a ella y observo también el vestido azul klein que está colgado de la puerta del mueble.


—Es bonito, pero no me convence —le confieso.


—La verdad es que no.


Lo dejo caer sobre la cama y abro la puerta de madera de haya. Cada una por un extremo comenzamos a revisar prenda por prenda.


—Uau, Paula —me llama admirada Sofia—. ¿Por qué no te pones éste?


Miro confusa el extremo de gasa roja que sostiene. No sé a qué vestido se refiere. Elisa es una apasionada de la moda; hasta hace unos años trabajo para Vogue, y es ella quien se encarga de comprar mi ropa para este tipo de fiestas.


Sofia toma la percha, lo saca del armario y las dos nos quedamos asombradas. Es un vestido realmente espectacular. Mi sonrisa se ensancha. La verdad es que es perfecto. Dos tramos de gasa roja se cruzan y suben por los hombros delimitando la espalda hasta la frontera con el trasero, donde comienza el vuelo hasta los pies. No tiene escote, pero sí deja la espalda sensualmente al descubierto.


Es sencillamente precioso.


—Te comunico oficialmente que tienes que volver a pintarte las uñas —me informa Sofia entre risas.


Asiento entusiasmada. El vestido lo merece.


Una hora después estamos terminando de maquillarnos en el baño de mi habitación. Como esta mañana me sequé el pelo con el secador, puedo permitirme llevarlo suelto. Las ondas castañas caen hasta mis hombros y no negaré que me siento un poco sexy.


—Con todo el lío del vestido he olvidado preguntarte —se disculpa Sofia separándose el carmín grosella de los labios.


—Ale no sabe nada y estoy un poco molesta —me sincero concentrándome en guardar el rímel y sacar el colorete—. Christian no le ha contado nada, ni siquiera un mísero «conocí a alguien».


—Quizá no quiso contárselo precisamente a Ale —trata de animarme.


—O quizá no significó nada para él.


Al decirlo en voz alta suena todavía peor.


—Paula…


—Christian no es como yo. Él no se ha acostado sólo con una persona tres míseras veces y apuesto a que ha tenido más de una novia. Tiene experiencia… por eso nunca se encapricharía de alguien sólo por un beso.


Dejo con rabia el colorete sobre el neceser y suspiro con fuerza.


—Soy tan ridícula —sentencio.


Sofia me observa a través del espejo unos segundos, deja la barra de labios sobre el lavabo y gira todo su cuerpo para tenerme de frente. Yo finjo que no me está mirando. No quiero seguir hablando.


Me siento avergonzada.


—Paula —me reprende.


Paula, no está, gracias.


—Oye —continúa, obligándome a volverme—, Christian te besó y tú te has emocionado un poco.


No es tan horrible.


—Ni siquiera sé si me reconoció.


Sofia me observa un par de segundos más. Abre la boca dispuesta a decir algo, pero inmediatamente la cierra. Yo tuerzo el gesto y resoplo, todo a la vez. Verme a mí misma como a la persona más ridícula de la tierra es una cosa; que me vean así los demás, otra muy diferente.


—Seguro que te reconoció —vuelve a animarme.


—No lo sabes —replico.


—¿Eres una ratoncita de biblioteca o no? —pregunta de repente enérgica.


—Claro que no —me quejo.


—Pues entonces no te comportes como una. Un chico te besó y tú probablemente le dejaste clarísimo que era el mejor beso que te habían dado en tu vida. No pasa nada. Supéralo. ¿Sabes cuántas veces me ha ocurrido eso a mí?


Recapacito sobre sus palabras mientras jugueteo con el gloss. Supongo que el mundo no va a acabarse.


—Por lo menos yo llevaba máscara —comento burlona.


Sofia ríe mordaz y, sin previo aviso, me pellizca en el hombro. Yo me quejo entre risas y las dos seguimos maquillándonos.


—Cambiando de tema: ¿qué tal te fue con Pedro ayer? —inquiere.


Me encojo de hombros sin saber muy bien qué contestar. He estado bloqueando cualquier pensamiento mínimamente relacionado con Pedro desde ayer. Me niego a dedicarle un solo segundo de mi vida y, sobre todo, me niego a volver a tener que admitir que tampoco sé qué pensar.


Pedro Alfonso es un arrogante engreído que cree que todo el mundo está a su completa disposición —suelto esperando a que el desdén tape todo lo demás.


—Entonces bien, ¿no? —replica burlona.


—Es un auténtico tirano. Me tuvo en su oficina durante horas sólo para demostrarme que podía hacerlo y no perdió una sola oportunidad para reírse de mí. No lo soporto —concluyo.


Creo que ni siquiera me he parado a coger aire para pronunciar semejante retahíla. Resoplo y trato de tranquilizarme. Pedro Alfonso también puede conseguir que me hierva la sangre sin ni siquiera estar en la misma habitación.


—Pues yo he buscado fotos suyas en Google —me confiesa con una sonrisilla en absoluto arrepentida.


—¿Qué? —pregunto separándome el gloss de los labios.


—Fotos Pedro Alfonso Hot Desnudo —responde completamente en serio—. No he encontrado ninguna, pero había unas con un traje y camisa negros que casi consiguen que cayese desmayada delante del portátil.


Ya no puedo evitarlo y rompo a reír.


—No voy a negar que está como un tren, pero debajo de eso no hay nada más.


No me siento del todo cómoda con esa frase.


—¿Vendrá esta noche? —pregunta.


—No lo creo. No es muy familiar y normalmente no suele acudir a este tipo de cosas.


—Una lástima. Hubiera estado bien verlo de esmoquin —replica Sofia con una sonrisa.


En ese momento llaman a la puerta.


—¿Se puede? —pregunta Ale desde el pasillo.


—Claro —respondo saliendo del baño.


Entra concentrado en sus gemelos y, cuando alza la cabeza, sonríe sorprendidísimo.


—Enana, estás fantástica.


—Tú tampoco estás mal —replico.


Lo cierto es que está fabuloso con su esmoquin de tres piezas. Sofia se reúne con nosotros y Ale la saluda con una sonrisa que estoy segura que dará que hablar.


—Pues, si todos estamos ya guapísimos —sentencia Ale—, la fiesta nos espera.


Desde el pasillo ya puede oírse la música francesa tan suave y evocadora que Elisa hace sonar en todas las celebraciones. Giramos y quedamos a los pies de las inmensas escaleras. Alejandro me ofrece su brazo y yo lo tomo encantada con una sonrisa. Como siempre, Elisa no ha dejado un detalle al azar.


No es sólo la música, todo el salón está elegantemente decorado y lo más selecto de la jet set neoyorquina charla amigablemente.


Sofia se detiene para colocarse bien el vestido. Parados en mitad de la escalera, paseo mi vista por el salón y sencillamente no me lo puedo creer cuando, en el centro de la estancia, charlando con su padre y otros hombres con carísimos esmóquines, le veo a él, al mismísimo Pedro Alfonso.


Está espectacular.


—¿Qué hace aquí? —murmuro confusa sin poder dejar de mirarlo.


Pedro alza la cabeza y sus increíbles ojos verdes me atrapan por completo a pesar de que nos separan un puñado de metros y decenas de invitados. Su magnetismo parece haberse multiplicado por mil y ha vuelto a hechizarme en contra de mi voluntad.


—¿Seguimos? —me pregunta Ale sacándome de mi ensoñación.


—¿Qué? —Sacudo la cabeza suavemente—. Sí, claro.


Alejandro sonríe al tiempo que reemprendemos la marcha y yo me encojo de hombros a modo de disculpa.


La ratoncita de biblioteca sin ninguna habilidad social está aquí.


Nada más poner un pie en el suelo de mármol, Sofia se pierde con discreción. Estoy segura de que en busca de la chica que lleva las copas de champagne. Yo también me tomaría una ahora mismo, pero Alejandro me guía inexorablemente a través de los invitados hasta Ernesto, y, por tanto, hasta Pedro.


—Papá, mira a quién te traigo —le anuncia.


Todos se giran hacia mí y yo me siento algo intimidada. 


Pedro deja su copa sobre la bandeja de una de las camareras, que lo mira con cara de adoración, y se retira sin excusarse. ¿Por qué habrá venido? No lo recuerdo en uno solo de los cumpleaños de su padre.


Ernesto me sonríe orgulloso, una sonrisa idéntica a la que Alejandro me ha dedicado arriba.


—Mi pequeña —me llama acercándome a él—. Queda absolutamente prohibido que te pongas ese vestido fuera de estas cuatro paredes —continúa fingidamente serio.


Sonrío y me aliso la falda con el único motivo de hacer algo con mi mano.


—Feliz cumpleaños, señor Alfonso.


Me giro hacia la voz. La reconocería en cualquier parte. Es Christian.


—Gracias, hijo —le responde Ernesto estrechando la mano que le tiende.


Está guapísimo. Ese esmoquin acaba de unirse automáticamente a mi lista de fantasías, justo por encima de Christian en bañador en los Hamptons y detrás de Christian con un perfecto traje y los primeros botones de la camisa blanca desabrochados en la fiesta de Nochevieja de hace dos años.


—Ernesto nos ha contado que hoy te has reunido con Nadine Belamy —comenta uno de los hombres del corrillo, uno de los asociados del bufete de Ernesto—. Esa mujer es un hueso duro de roer —replica.


—Lo sé —respondo con una sonrisa—. Sólo espero que le guste mi proyecto y acepte llevarlo a cabo.


—Seguro que sí. Aunque sigo pensando que deberías dedicar todos esos esfuerzos a jugar en la bolsa y dejar de analizarla.


Sonrío de nuevo a la vez que niego con la cabeza. La bolsa no es para mí.


—Mi pequeña acabará trabajando en Naciones Unidas —dice Ernesto orgulloso volviendo a la conversación.


Mi sonrisa se ensancha y, disimuladamente, observo cómo Christian se pierde entre los invitados hasta que un hombre con el pelo canoso lo para y lo saluda.


Ernesto rodea mis hombros con su brazo y me obliga a caminar alejándonos también del grupo.


—Ahora, dime, ¿qué tal estás?, ¿cómo va esa casa?


—Muy bien —contesto entusiasmada—. Está quedando de maravilla.


Ernesto frunce el ceño malhumorado y permanece unos segundos en silencio. Aunque me apoyó cuando le dije que quería reformar el viejo apartamento de mis padres y mudarme a la ciudad para estar más cerca del trabajo, sé que le gustaría que me quedara a vivir en Glen Cove con Elisa y él en la mansión de los Alfonso.


—Sabes que puedes cambiar de opinión cuando quieras, ¿verdad? —me recuerda muy serio, esperando a que suelte el «sí» más rotundo de la historia.


—Y tú recuerdas que prometiste que me apoyarías, ¿verdad?


Se echa a reír.


—Serías una abogada excelente. Contraargumentas de fábula.


Como con la casa, aunque haya aceptado que quiero trabajar en la ONU, le encantaría que un día me presentase en su bufete pidiéndole un puesto de abogada júnior y siguiese sus pasos y los de Alejandro.


—¿Preparado para esta noche? —pregunto socarrona con el firme propósito de cambiar de tema —. No se cumplen sesenta y dos años todos los días. Quizá deberíamos tener en sobre aviso a una ambulancia.


—La ambulancia la hubiese necesitado todos estos días atrás. Elisa me ha vuelto completamente loco. Jamás habría pensado que una fiesta de cumpleaños daba tanto trabajo.


Los dos sonreímos. Elisa se toma las fiestas muy en serio y acaba consiguiendo que cualquier cosa que organice se convierta en un evento social. Ernesto siempre se queja entre risas, pero es más que obvio que está orgullosísimo de ella.


—Quería pedirte algo —le anuncio transformando mi sonrisa anterior en una de oreja a oreja para asegurarme un sí.


Ernesto asiente.


—¿Podríamos comer mañana en el club de campo?


—A ti no te gusta el club —me recuerda perspicaz.


—No especialmente —respondo encogiéndome de hombros.


—¿Entonces?


Es uno de los mejores abogados de Nueva York. No voy a conseguir engañarlo. Será mejor que sea sincera.


—Necesito que vayamos al club porque necesito que coincidamos casualmente con Adrian Monroe. Tengo que hablar con él de mi proyecto.


Ernesto rompe a reír sincero.


—No lo conozco, pero da por hecho esa comida.


Yo sonrío. Sabía que podía contar con él.


Ernesto me estudia unos segundos. Su expresión cambia suavemente.


—Estoy muy orgulloso de ti, pero no hay nada malo en pedir ayuda ni en volver a casa —me recuerda.


Yo suspiro resignada con la sonrisa todavía en los labios mientras me preparo para el discurso de siempre acerca de que soy una ratoncita de biblioteca que necesita dejar de leer libros y aprender a tratar con el resto de la humanidad.


—Me preocupa que no estés preparada.


—Estoy preparada —replico—. Puede que no se me dé muy bien desenvolverme, pero puedo hacerlo.


Ernesto sonríe lleno de ternura.


—Estoy seguro.


Conozco perfectamente ese tono de voz. Ha decidido concederme una tregua.


—¿Me acompañas? —inquiere en referencia al grupo de abogados con el que charlaba.


Niego con la cabeza con una sonrisa. Ernesto me la devuelve y echa a andar. Pierdo mi vista entre la sala abarrotada de hombres de negocios, políticos y alguna que otra estrella de cine cuando sencillamente creo que dejo de respirar. Christian está al otro lado del inmenso salón, ¡mirándome! Me sonríe y yo tengo que morderme el labio inferior para no hacerlo como una idiota.


Finalmente aparta su mirada y, ahora que no puede verme, suelto la sonrisa que engarrotaba mis labios. Es guapísimo, con un pelo rubio perfectamente peinado, los ojos verdes y un rostro absolutamente perfecto. Sus rasgos marcados y esbeltos me recuerdan los de un vikingo, sólo que sin esa fiereza. Supongo que me recuerda a un modelo fingiendo ser un vikingo.


En ese momento las chicas se acercan. Le doy un sorbo a la copa de champagne que Victoria me ofrece y trato de contener las mariposas que revolotean en mi estómago. Aún no he bajado el cristal de mis labios cuando mis ojos se encuentran con otros verdes, esta vez los de Pedro. Me mira por encima de su copa. No sonríe. Simplemente me observa y creo que puede leer en mí como si fuera un libro abierto. 


La sensación vuelve a abrumarme y las mariposas se multiplican por mil.


—No sé vosotras, pero creo que no he visto a nadie al que le quede tan bien un esmoquin — comenta Sofia como si hubiese decidido que ya no puede luchar más contra semejante evidencia.


—¿Hablas de Alejandro? —inquiere Victoria socarrona.


—Habla de Pedro —murmuro.


Aparto mi mirada sin llegar a entender del todo la suya y, cuando me armo de valor y vuelvo a alzarla, Pedro ya no está. Al devolver mi atención a las chicas, las dos me miran con el ceño fruncido. Automáticamente imito su gesto. ¿Por qué me miran así? ¿Qué es lo que he dicho? Cuando lo comprendo, mi confusión aumenta un poco más. ¿Por qué lo he hecho? Debería haber dicho Christian. Christian es el más guapo de esta fiesta.


—En cualquier caso, la chica con dislexia nominal de tíos buenos, ya que imagino que ella hablaba de Christian, tiene razón —continúa Sofia.


Le dedico mi mejor mohín tratando de disimular una sonrisa.


—El más bueno de esta reunión es Pedro Alfonso —añade—, y me apuesto los veintisiete dólares que llevo en el bolso a que ese esmoquin es de Valentino. Valentino —repite cayendo en la cuenta de algo—, ¿se puede tener más clase?


Las tres asentimos. Tiene razón. Puede que sea un auténtico imbécil, pero es evidente que desprende atractivo y clase a partes iguales. No me extraña que todas las mujeres lo contemplen embobadas y que mi subconsciente me haya traicionado.


—¿Con cuántas chicas creéis que se habrá acostado Pedro? —pregunta Victoria sin dejar de observarlo.


Involuntariamente vuelvo a llevar mi vista hacia él. Está de pie, con una mano en un bolsillo y la otra sosteniendo una copa de champagne. Está junto a Ale, pero no participa de la conversación. Es tan frío, tan arrogante, como si no hablase porque tuviese clarísimo que los pobres mortales no tienen derecho a oír sus palabras. Debería odiar esa actitud y, sin embargo, por un motivo que ni siquiera entiendo y absolutamente en contra de mi voluntad, me parece de lo más atractiva. Creo que es ese halo de inaccesibilidad que lo envuelve.


—No tengo ni idea —respondo indiferente, apartando mi mirada.


Mis ojos se cruzan con los de Sofia. Ella me observa perspicaz un par de segundos, pero no dice nada y finalmente le da un sorbo a su copa.


—Yo podría adivinarlo —comenta Sofia.


—¿Ah, sí? —la reta Victoria.


—Trabajo en el departamento de sociología de la Universidad de Columbia —replica cuadrando los hombros profesional—. Me gano la vida observando a la gente y sacando conclusiones sobre ello.


Sofia escruta la sala con más rigor científico que disimulo.


—Por ejemplo, tenemos a la chica del vestido rosa que mira a Pedro como si tuviera entre las manos al cachorrito más adorable del mundo y fuese a regalárselo con un lazo rojo gigante y bañado en algodón de azúcar. —Victoria y yo la buscamos con la mirada y asentimos—. Ella se acostó con él
no hace mucho, diría días, y todavía piensa que va a pedirle matrimonio en cualquier momento.


—Seguro que ya se ve de luna de miel en París —añade Victoria.


Sofia le devuelve una sonrisa algo amarga. Sabe tan bien como ella que es la pura verdad.


—Después tenemos a la rubia que charla con la señora Kendrick. —Intentando resultar mínimamente discretas, nos giramos para observarla—. Mira al cachorrito como si fuera suyo y asesina a la primera. Probablemente Pedro las simultaneó. Un claro conflicto de intereses.


Las tres asentimos como si las palabras de Sofia fueran una obviedad científica.


—A vuestra derecha.


Victoria y yo nos volvemos ya sin ningún disimulo.


—Chicas, control —se queja Sofia—. Ahora mismo somos como tres reporteras del National Geographic. Si somos bruscas, las gacelas dejarán de admirar al león y se marcharán.


Las dos nos disculpamos divertidas y Sofia se prepara para continuar.


—Como os decía, ahí tenemos a nuestro tercer objeto de estudio. La chica del vestido palabra de honor morado y el peinado griego. La que mira con odio a las otras dos jóvenes y se ha sacado un permiso de armas para matar al cachorrito con un fusil de mira telescópica.


Estoy a punto de soltar una carcajada, pero Sofia me advierte divertida con la mirada.


—Y por último, el ejemplar más interesante. La chica con el chal sobre los hombros que bebe con desgana el carísimo champagne francés. La que mira con amor y distancia al cachorrito, pero secretamente ha vendido el fusil y ha comprado una cachorrita para el cachorrito porque tiene la firme idea de que Pedro Alfonso sólo necesita tiempo y aventuras para darse cuenta de que ella es la única a la que ama.


Victoria y yo aplaudimos suavemente y Sofia nos hace una discreta reverencia.


—Veo que tu beca del departamento en Columbia es totalmente merecida —la felicito socarrona.


—Si todo fuera investigar la vida sexual de hombres como Pedro, mi vida sería mucho más interesante. Lo que debéis tener claro es que cualquiera puede ser la siguiente víctima —nos advierte divertida con aire misterioso—, incluso yo.


—¿Tú? —pregunta Victoria al borde de la risa.


—Sí. ¿A quién pretendo engañar? —continúa resignada—. No soy para nada su tipo. —Hace una pequeña pausa—. El cabrón arrogante puede permitirse hasta tener un tipo —concluye indignadísima.


No puedo más y estallo en risas junto a Victoria.


—Decidido. A partir de ahora me declaro miembro del equipo Ale —continúa mirándolo descaradamente.


—Como si alguna vez te hubieras bajado de ese barco —le recrimino burlona.


—Le dejaría utilizar todos los términos náuticos que quisiera conmigo —comenta absolutamente embelesada.


Victoria y yo volvemos a reír por su franqueza. Sofia nunca ha sido el colmo de la discreción, pero, cuando se trata de Alejandro, se desata.


Oímos el característico tintineo de algo metálico sobre una copa de champagne e inmediatamente nos giramos en busca del sonido.


—Por favor, si sois tan amables —comenta Elisa desde los primeros escalones de la majestuosa escalera—, pasemos al comedor. Una deliciosa cena nos espera.


Poco más de dos horas después estamos saliendo a la inmensa terraza mientras los invitados regresan al salón. 


Cada palabra del pequeño discurso de Elisa ha sido verdad, la cena estaba realmente exquisita.


Apenas llevamos un par de minutos en el balcón cuando empiezan a sonar los primeros acordes de una canción de Édith Piaf. Todo exquisitamente francés, como siempre.


Disimuladamente, Sofia saca una cajetilla de Marlboro light de su bolso.


—Estás loca —le advierte Victoria—. Si Alejandro te ve…


—Alejandro no es mi hermano —se queja Sofia poniendo los ojos en blanco—, y tiene que aprender a relajarse un poco.


El sonido metálico del mechero inunda toda la terraza como si de pronto hubiera sonado mil veces más fuerte de lo que en realidad lo ha hecho. Involuntariamente todas miramos a las puertas de cristal esperando ver a Alejandro —consecuencias de la sugestión colectiva, supongo—, y las tres suspiramos aliviadas al comprobar que no ha sido más que eso: sugestión.


Daniel, el padre de Victoria, la llama. Imagino que quiere bailar con ella. Cuando nos quedamos solas, Sofia frunce los labios y me observa durante unos segundos.


—¿Estás bien? —pregunta con retintín.


—Sí, claro que lo estoy —respondo algo incómoda.


¿A qué viene esto?


—¿Segura? —inquiere de nuevo con una sonrisa impertinente.


—Segura —me reafirmo.


—¿De verdad?


—De verdad.


—Humm —Sofia me mira tan divertida como perspicaz—, te creo.


—Vaya, gracias —protesto sonriendo.


—Para eso están las amigas —responde con sorna.


En ese momento Alejandro sale a la terraza y Sofia tira el cigarrillo atropelladamente. Me parece que no va a ser hoy cuando le diga eso de que tiene que relajarse un poco.


—Paula—me llama—, papá te está buscando. Quiere bailar contigo —añade sonriendo.


Le devuelvo el gesto y me dirijo hacia él.


—¿Y qué pasa con Sofia? —pregunto pícara.


Alejandro disimula una nueva sonrisa y la mira.


—Creo que podré sacrificarme y bailar con ella.


No la veo, pero sé que ahora mismo está sonriendo como una boba. Ale se acerca ofreciéndole su brazo. Yo me vuelvo justo antes de salir y le guiño un ojo a Sofia, que, como vaticinaba, está más que encantada.


Giro de nuevo sobre mis tacones para cruzar definitivamente las bonitas puertas de cristal, pero, cuando apenas he dado unos pasos sobre el elegante mármol, otra vez me detengo con una sonrisa al ver a Ernesto ensayando un paso de baile delante de Elisa, que sonriente acepta la mano que le tiende.


Creo que acaba de encontrar otra pareja.


Doy un largo suspiro y me encojo de hombros dispuesta a volver a la terraza.


—Paula —me llaman justo cuando estaba a punto de echar a andar.


Sonrío. Sé perfectamente quién ha pronunciado mi nombre.


—Hola, Christian.


Él me devuelve el gesto y, nervioso, se lleva las manos a la espalda.


—¿Te estás divirtiendo? —me pregunta.


Yo asiento y mi sonrisa se ensancha.


Tengo que plantearme dejar de sonreír en algún momento.


 Parezco idiota.


—Sí, claro.


—Genial —responde.


Me mira de arriba abajo nervioso, incluso de una manera algo torpe. Las mariposas se despiertan en mi estómago. Tengo que llenar a Elisa de besos por comprarme este vestido.


—¿Quieres bailar?


Sonrío por enésima vez y me muerdo el labio inferior acelerada.


—Claro.


Christian da un paso hacia mí. La sonrisa va a partirme la cara en dos, ¡va a cogerme la mano!… pero, en lugar de eso, extiende el brazo dándome paso. Yo lo miro, asiento y empiezo a caminar.


Christian me sigue a una distancia prudencial y yo me giro un par de veces para asegurarme de que lo hace. También estoy nerviosa, mucho. ¡No puedo creerme que vayamos a bailar! Sin embargo, a la tercera vez que me vuelvo, me sorprendo al encontrarlo quieto a unos pasos de mí, mirando ceñudo el teléfono.


—Lo siento —se disculpa—. Tengo que cogerlo.


—Claro —respondo decepcionada, aunque me esfuerzo en sonreír para que no se me note. yo tuerzo el gesto


Sin decir nada más, gira sobre sus talones y se pierde entre las decenas de parejas que bailan. Yo frunzo los labios y miro a mi alrededor. Era demasiado bonito para ser verdad.


—Comienza a sonar La vie en rose.


Doy el primer paso para marcharme, pero en ese preciso instante unos dedos firmes y seguros rodean mi muñeca y me obligan a girarme tirando de mí. Sorprendida y confusa, observo cómo Pedro me estrecha contra su perfecto cuerpo y comienza a mecernos al ritmo de la música. No sé qué hacer, qué decir, ni siquiera entiendo qué está pasando, pero no quiero que me suelte por nada del mundo.



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