jueves, 6 de julio de 2017

CAPITULO 11 (SEGUNDA HISTORIA)




A la mañana siguiente desayuno con Elisa y la ayudo con el trabajo del comité benéfico que preside. Tiene una reunión muy importante a la hora del almuerzo. Dentro de poco más de tres semanas darán una fiesta en la Sociedad Histórica de Nueva York para recaudar fondos y, por supuesto, está prohibido escabullirse.


Después de una ducha, cojo las llaves de Doc y pongo rumbo al club de campo. Sofia me lo ha dejado para el almuerzo y ella volverá con Victoria.


Conducir este coche es genial. Me siento como en una vieja comedia italiana. Incluso creo que, con unos cuantos como éste, podría robar un banco. Sonrío ante mi alocada idea y comienzo a cantar a pleno pulmón Sugar, de Maroon 5. Me encanta esta canción.


En la hora que dura el camino hasta el club de campo en Spring Valley, tengo mucho tiempo para pensar, sobre todo, en Christian. No he dejado de darle vueltas a lo que habría pasado si Alejandro no llega a interrumpirnos. Sin embargo, sin querer, también pienso en Pedro. Al imaginar su mano al final de mi espalda, todo se vuelve un poco borroso. La canción cambia. Powerful, de Major Lazer con Ellie Goulding y Tarrus Riley, comienza a sonar. ¿Por qué hizo eso? ¿Por qué me sacó a bailar?


Muchas preguntas y cero respuestas. Pedro me descoloca y eso es algo completamente nuevo.


Cabeceo enérgica y suspiro bruscamente a la vez que cambio la canción de un manotazo.


La noche de ayer y el espectacular vestido rojo dieron para mucho.


Atravieso la enorme cancela del club y me detengo delante del edificio principal. El aparcacoches mira con el ceño fruncido al viejo Doc y tarda un segundo de más en acercarse. Yo salgo del vehículo con una sonrisa. Este chico se pasa el día viendo Ferraris, Jaguars y Mercedes, y le deja
impresionado un Cinquecento de edad indefinida. Por eso adoro este coche.


Atravieso el vestíbulo y llego al bar. Me pongo de puntillas sobre mis bailarinas y busco a Ernesto con la mirada. No tardo en verlo en la barra junto a Alejandro, disfrutando de un Martini seco.


—Hola —los saludo cuando llego hasta ellos.


Le doy un beso en la mejilla a cada uno.


—¿Qué tal el camino?


—Bien, Sofia me ha dejado su coche.


Ale aprieta los labios.


—No me gusta que conduzcas ese trasto —me recuerda por enésima vez.


—Pues a mí me encanta —replico con una sonrisa.


—Papá, por Dios, haz algo —se queja Alejandro.


—No quiero un coche —les amenazo a ambos antes de que ninguno de los dos pueda decir nada.


Ernesto alza las manos en señal de tregua y los tres sonreímos. Le hace un gesto al camarero indicándole que nos trasladamos a la terraza y empezamos a caminar.


—Quizá se lo compremos a Sofia y así se acaben todos los problemas —contraataca en cuanto bajo la guardia.


Yo lo miro escandalizada disimulando una nueva sonrisa y Alejandro sonríe satisfecho por las palabras de su padre.


—Sois imposibles —me quejo al borde de la risa, aunque por otra parte creo que a Sofia le encantaría.


Cruzamos las gigantescas puertas de madera maciza y accedemos a la coqueta terraza. Es mi parte favorita del club, la perfecta traducción del verano: mesas y sillas de madera blanca sobre una tarima clara, manteles de lino y un espeso bosque de plátanos de sombra al otro lado de una baranda de madera también blanca pero majestuosamente envejecida por los más de cien años de historia del club.


Estamos a unos pasos del atril del maître cuando el teléfono de Alejandro comienza a sonar. Mira la pantalla, resopla y se aleja unos pasos. Ernesto y yo continuamos caminando, pero mi hermano no tarda más de unos segundos en golpear suavemente el hombro de su padre reclamando su atención y deteniéndonos de nuevo.


—Es Brian Stears —anuncia—. Llama en nombre de su jefe. Esos contratos al alza vuelven a dar problemas.


Ernesto asiente profesional y se gira hacia mí.


—Adelántate tú, pequeña. No tardaremos.


Ahora soy yo la que asiente y los dos vuelven al edificio. Cubro el par de metros que nos separan y al fin llego hasta el atril del maître.


—Buenas tardes, ¿mesa para uno? —me pregunta.


—En realidad, para tres.


—¿Tenía alguna reserva?


Tuerzo el gesto. Lo cierto es que no lo sé, aunque imagino que sí.


—Alfonso —pronuncia una voz impaciente a mi espalda—, y seremos cuatro.


El maître asiente y yo me giro sorprendida. ¿Qué hace él aquí? ¿Qué hace Pedro aquí? Nunca, jamás, ha venido a una comida al club de campo.


—Parece que alguien le ha comido la lengua a la ratoncita —comenta burlón.


—Deja de llamarme ratoncita —protesto.


Pedro sonríe absolutamente impertinente, dejándome claro que no le importa lo más mínimo lo que quiera o no; y yo, literalmente, comienzo a hervir de rabia.


Genial. Sólo ha necesitado una frase y dos minutos para enfadarme como nunca lo he estado.


—Por favor, si son tan amables de seguirme —dice el maître saliendo de detrás de su atril—. Su mesa está lista.


Pedro da un paso hacia mí y se inclina lo suficiente como para que sus labios casi rocen el lóbulo de mi oreja.


—Al final no vas a tener más remedio que comer conmigo —susurra.


Sin darme oportunidad a responder, se separa y da un paso atrás esperando educadamente a que yo pase primero, con sus ojos verdes desafiándome en silencio. ¡Qué capullo! Entorno la mirada y lo asesino con ella. Sin embargo, mis intenciones caen en saco roto cuando me fijo en su indumentaria.


Lleva el uniforme de polo: botas de montar marrones, pantalones blancos ajustados y una chaqueta deportiva azul marino que sin duda esconde un elegante polo del mismo color. De repente me sorprendo a mí misma con mi propia lista de fantasías de Pedro. El pantalón de polo está justo por encima de Pedro con traje a medida negro y por debajo de Pedro con esmoquin de Valentino. Ese esmoquin es difícil de olvidar.


El maître y el propio Pedro me miran esperando a que empiece a caminar. Yo resoplo y, malhumorada, echo a andar. No quiero comer con él, quiero estrangularlo.


El empleado aparta mi silla. Se lo agradezco con una sonrisa y tomo asiento. Pedro lo hace frente a mí. Nos entrega la carta y la abro inmediatamente, escondiéndome tras ella. 


¡Estoy muy enfadada!


—¿Puedo traerles algo de beber?


—Vino —responde Pedro—, un Charmes-Chambertin del 88.


El maître asiente y, cuando da un paso para retirarse, yo carraspeo suavemente llamando de nuevo su atención. Pedro alza la mirada de la carta y me observa sin ninguna amabilidad en su mirada.


—Para mí, agua, por favor —pido.


—¿Evian, San Pellegrino, quizá con gas?


—San Pellegrino sin gas estará bien.


Asiente de nuevo y se retira definitivamente.


Pedro todavía me observa.


—Prefiero comer con agua —respondo sin amilanarme— y prefiero pedir mi propia bebida. Si hubieses preguntado, lo hubieras sabido.


Pedro se humedece el labio inferior discreto y fugaz sin levantar sus ojos verdes de mí. Otra vez me está estudiando. ¿Qué es lo qué quiere saber? ¿Por qué está aquí? Después de la fiesta, ¿no debería estar despertándose rodeado de piernas y lencería de encaje de La Perla? Tuerzo el gesto y
aparto mi mirada concentrándola en la carta. Me da igual lo que haga y con cuántos pares de piernas lo haga.


Llega el camarero. Sirve el agua y, ceremonioso, abre la botella de vino. Se lo da a probar a Pedro y, ante su gesto afirmativo, sirve las copas. En cuanto la botella se separa de la mía, la cojo con dedos temblorosos y me la llevo a los labios. Lo necesito.


—¿Desean que les traiga algún entrante mientras esperan a los otros comensales?


—Tomaremos carpaccio de ternera —vuelve a responder Pedro por los dos— y endivias salteadas con miel y nueces.


—Muy bien, señor. ¿La señorita desea algo más?


Reviso la carta rápidamente. Lo último en lo que estaba pensado era en comida. Pedro se acomoda en la silla y se pasa la mano por su pelo suavemente rizado y revuelto.


—¿También vas a pedir tu propia comida para ignorarla y comer lo que yo haya elegido? — comenta arrogante, impertinente, impaciente.


Por un momento no sé a qué se refiere, pero entonces me doy cuenta de que aún tengo la copa de borgoña en la mano mientras el agua está sola y olvidada. ¡Maldita sea!


Automáticamente dejo la copa sobre la mesa, malhumorada.


—Eso será todo, gracias —le digo al camarero, que asiente y se retira.


Pedro sonríe satisfecho y le da un sorbo a su copa de vino. El movimiento hace que mi mirada se pierda inmediatamente en sus labios.


Mala idea. Muy mala idea.


—Ernesto me ha contado que te has reunido con Nadine Belamy.


Asiento sin prestarle más atención, concentrándome de nuevo en la carta.


—Está muy preocupado, pero también muy orgulloso. Me dijo que esta especie de reto te vendría bien, porque eres una ratoncita de biblioteca que necesita conocer un poco de mundo. Me pregunto hasta qué punto será verdad.


Alzo la mirada de nuevo. ¿A qué ha venido eso?


—No soy ninguna ratoncita de biblioteca—me defiendo.


—¿Tienes novio? —pregunta ignorando por completo mi comentario.


—Sí —miento.


Ni siquiera tendría que haberle contestado. Esa pregunta está totalmente fuera de lugar.


—Me estás mintiendo.


—¿Cómo lo sabes? —lo desafío impertinente—. No eres tan inteligente como seguro que te dices por las noches antes de irte a dormir.


Le dedico mi mejor sonrisa fingida. Estoy claramente a la defensiva, pero no me importa. Todo es culpa suya.


—Porque ninguna chica que esté acostumbrada a que un hombre la vea desnuda se pone tan nerviosa con otro, ni siquiera una ratoncita de biblioteca como tú.


—¿Por qué siempre tienes que ser un capullo conmigo? —me quejo exasperada.


No es justo.


—Siempre es un poco exagerado, ¿no te parece? —comenta apoyando los brazos en la mesa y echándose ligeramente hacia delante.


—Primero en tu oficina y ahora aquí; para mí, eso es siempre —me reafirmo.


—Siento que tu triste vida se limite únicamente a mí —comenta encogiéndose de hombros—, pero puedo asegurarte que eso no es siempre —añade con un impertinente retintín en la última palabra y sonriendo una vez más. ¿Alguna vez piensa dejar de hacerlo? Yo abro la boca dispuesta a llamarle de todo—. Además —me interrumpe—, ¿se te ha olvidado que ayer también coincidimos?


Su pregunta me deja fuera de juego.


Atrapa mi mirada y yo carraspeo y aparto la mía. No le puedo permitir leer en mis ojos todo lo que estoy pensando ahora mismo.


—No se me ha olvidado —musito a regañadientes.


—Entonces, ¿entra en tu definición de siempre?


—No.


Se inclina un poco más y ya no tengo escapatoria a esos ojos verdes. Tampoco tengo claro que la quiera.


—Pero apuesto a que te encantaría —susurra.


Lo miro sin tener la más remota idea de qué decir y por un momento sólo hacemos eso, mantenernos la mirada. Su expresión cambia, sigue habiendo arrogancia, impertinencia, pero ahora también hay otra cosa y, si no fuera una completa locura, diría que es… deseo.


—Ya estamos de vuelta, pequeña.


La voz de Ernesto nos distrae, sacándonos de esta especie de burbuja que se había creado a nuestro alrededor.


—Genial —respondo obligándome a mirarlo y a sonreír.


Pedro exhala todo el aire de sus pulmones a la vez que pierde su mirada en los inmensos jardines. Alejandro le toca en el hombro reclamando su atención y padre e hijo toman asiento.


La comida avanza y nos sirven los primeros. Pedro adopta su actitud habitual y ni siquiera se molesta en integrarse en la conversación.


—¿Has conseguido hablar con Adrian Monroe? —le pregunto a Ernesto.


Él da un sorbo a su copa de vino y se limpia suavemente con la servilleta.


—Va a ser más complicado de lo que creía, pequeña —responde—. Ese hombre es muy escurridizo.


Yo hundo los hombros algo apesadumbrada. Ernesto y el club eran mi mejor baza para encontrarme con él.


—No te preocupes, hallaremos la manera —sentencia Ernesto.


Asiento y sonrío. Estoy segura.


Mi mirada se encuentra un instante con la de Pedro, pero no dejo que me atrape, no delante de Alejandro y Ernesto.


—¿Y cómo es que hoy has decidido acompañarnos? —le pregunta Ale a Pedro.


Éste se encoge de hombros restándole importancia.


—Tengo un partido de polo —responde sin más.


—Supongo que tendré que conformarme con eso —replica Ernesto encantado de que su hijo esté sentado a su mesa—. Por lo menos estás aquí.


Pedro le devuelve una tenue sonrisa y toma un sorbo de vino. No deja de sorprenderme lo poco que se parece a Alejandro o a Ernesto. Todos tienen el mismo aire familiar, pero lo cierto es que hablamos de bellezas completamente diferentes. Ernesto y Alejandro tienen una belleza serena, la misma que puedes apreciar en un modelo de revista. El atractivo de Pedro, dibujado en su hermética mirada, traspasaría la revista, haría añicos el papel y calentaría tu piel.


Resoplo mentalmente.


«Concéntrate en tu plato de raviolis, Chaves. Es mucho más inteligente.»


No tardamos en terminar de comer. Aún estamos esperamos los postres cuando Alejandro se levanta para atender una llamada de teléfono.


Un camarero se acerca y deja frente a mí una porción de tarta de cereza y galleta realmente deliciosa. Me contengo para no relamerme y miro a Ernesto con una sonrisa de oreja a oreja.


—Deja a este pobre viejo darte un capricho.


Mi sonrisa se ensancha. Si tiene que ver con cerezas, puede darme caprichos todos los días.


Un par de segundos después, es su móvil el que comienza a sonar. Mira la pantalla y se disculpa a la vez que se levanta. Es trabajo. Debe atender la llamada.


Lo observo alejarse e, incómoda, devuelvo mi mirada a la mesa. He vuelto a quedarme a solas con Pedro.


Estoy preparándome para un segundo asalto cuando ahora es mi teléfono el que empieza a sonar.


Rebusco en mi bolso más tiempo del que me gustaría y al fin lo encuentro. Cuando miro la pantalla,sonrío de oreja a oreja. 


Es Christian. ¡Christian me está llamando!


—Hola, Christian —respondo.


—Hola, Paula.


Mi sonrisa se ensancha. ¡Me está llamando!


Pedro clava sus ojos verdes en los míos. Parece enfadado. 


Sé que no estoy siendo el colmo de la educación atendiendo una llamada en la mesa y, si hubiese alguien más, me levantaría para no molestarlo.


—Te llamaba para ver cómo estabas y también para saber si, bueno… —parece nervioso— si, quizá, te apetecería que fuésemos a tomar un café.


¡¿Qué?! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!


—Sí, me encantaría tomar una café contigo —respondo tratando de que no se note que acaban de darme la noticia de mi vida.


Cierro los ojos y asiento felicísima. Cuando vuelvo a abrirlos, me encuentro otra vez con la mirada de Pedro. Ya no hay ninguna duda de que está enfadado. ¿Tan estricto es con los modales a la mesa?


—Si te parece, podemos vernos mañana. Podría pasar a recogerte a las cinco y media.


—Mañana será perfecto. Vivo en el 88 de la calle Franklin.


—Estupendo —sentencia—. Hasta mañana.


—Hasta mañana.


Cuelgo y sonrío encantadísima. ¡Tengo una cita con Christian Harlow! Dejo el teléfono suavemente sobre la mesa y me muerdo el labio inferior bajo la atenta mirada de Pedro. No pienso dejar que me arruine este momento. Además, ésta es mi venganza por haberse reído de mí con aquel «me gusta que no tengas citas, Paula».


Pedro mira mi iPhone y a continuación me mira a mí. Su mirada se llena de una genuina maldad y un escalofrío helado me recorre la espalda.


—Mi padre te mima mucho —comenta desde su pedestal.


Si la arrogancia tuviese nombre, se apellidaría Alfonso.


—¿Celoso? —inquiero a mi vez hundiendo la cucharilla en la tarta y llevándome un trozo pequeño a la boca.


Estoy nerviosa, incluso un poco intimidada, pero no pienso demostrárselo.


—No, por Dios —responde con una sonrisa maliciosa en los labios—. El azúcar como sustituto del sexo se lo dejo a las ratoncitas de biblioteca.


Hi-jo-de-pu-ta.


Empujo el plato con la tarta hacia delante suavemente a la vez que dejo caer la servilleta sobre la mesa. Todo, concentrándome en la misma idea: no puedo asesinarlo. Soy abogada. Matar a alguien es delito, incluso matar a Pedro Alfonso es delito; todas las leyes tienen lagunas.


—Imagino que tienes algo urgente que hacer —comento y le dedico una sonrisa fingida y tirante —; no sé, un partido de polo, tirarte a alguna rubia que no esté segura de cómo se escribe su nombre... así que no te quedes sólo por ser educado. No me importa esperar sola a Alejandro y a Ernesto.


Muy bien, Chaves. Ésa ha estado buena.


—No hace falta que lo jures —replica mordaz—. Pareces muy cómoda en la mesa de los Alfonso.


—Me encanta pasar tiempo con ellos —respondo sin achantarme—. Son muy agradables, así que imagino que a ti debieron de recogerte en un parque de bomberos.


—Anda —continúa con esa misma sonrisa llena de malicia—, como a ti. 


Alzo la mirada y la conecto directamente con la suya. ¿Cómo ha podido atreverse a decir algo así?


—Eres un gilipollas —siseo.


Arrastro despacio la silla y me levanto.


—Me marcho —anuncio, sintiendo cada centímetro de mi cuerpo llenarse de rabia.


—De eso nada —responde sin asomo de duda, captando toda mi atención con esas tres únicas palabras.


—No necesito tu permiso.


—No te lo estaba dando.


Esa frase tiene una clara intención que no se me escapa. No se refiere a que soy una mujer adulta e independiente a la que nadie tiene por qué decirle adónde o no ir; más bien es todo lo contrario.


Realmente me está diciendo que no me había dado permiso para alejarme de él.


No digo nada pero me esfuerzo en mantenerle la mirada. No soy la chica torpe y asustadiza que él ha dado por hecho que soy y pienso demostrárselo.


Pedro.


Un hombre se para junto a nuestra mesa, pero ninguno de los dos le presta atención, sumidos en nuestro particular duelo de miradas.


Pedro—repite.


Suavemente se deja caer hacia atrás en su silla a la vez que se humedece el labio inferior. Alza la cabeza en dirección al hombre que lo llama y por inercia yo también lo hago. ¡Dios mío! Abro los ojos como platos. ¡Es Adrian Monroe!


—Adrian —lo saluda Pedro levantándose y estrechando la mano que le tiende.


No me lo puedo creer. Conoce a Adrian Monroe y, por lo que veo, tienen una buena relación. ¿Por qué no dijo nada en la comida?


Comienzan a charlar de cosas triviales, cómo va el trabajo, sus respectivas empresas, el polo. Yo los observo esperando a que Pedro reaccione de una maldita vez y nos presente. Sabe que es lo que estoy esperando y está disfrutando torturándome. Lo sé.


—Perdóname si te he interrumpido —se disculpa el señor Monroe.


—No te preocupes —responde Pedro—. No tiene la menor importancia.


Me mira y creo que va a presentarnos, incluso estira la mano como si fuese a señalarme, pero en el último instante me dedica su media sonrisa más arrogante y vuelve a prestarle toda su atención a su interlocutor. ¡Maldito cabronazo!


Resoplo mentalmente y cuadro los hombros. No tengo por qué esperar a que el gran Pedro Alfonso me haga ningún favor. Adrian Monroe está aquí. Sólo tengo que hablar con él y presentarme.


Estoy a punto de echar la silla discretamente atrás e incorporarme cuando las manos me tiemblan engarrotadas.


No es un desconocido, Chaves. Sabes quién es. Sabes a qué se dedica. Si apareciese en Internet, sabrías hasta el nombre de su perro.


Llevo estudiando a este hombre desde que salí de mi reunión con Nadine Belamy.


Cuando finalmente me incorporo y alzo la cabeza, Pedro me está observando mientras el señor Monroe le explica algo de sus negocios. Algo ha cambiado en su mirada. Yo carraspeo y me obligo a continuar con el plan.


—Señor Monroe —lo interrumpo con una sonrisa—, soy Paula Chaves.


El hombre me mira un par de segundos y finalmente me tiende la mano. Yo respiro hondo y se la estrecho.


No es un desconocido. No es un desconocido.


—Sé que le va a parecer un atrevimiento por mi parte, pero Nadine Belamy me habló de usted. Estaba muy interesada en conocerlo.


Y el cabronazo que tiene justo enfrente, con un uniforme de polo que le queda injustamente bien, lo sabía perfectamente pero ha preferido que me las apañe sola.


Monroe asiente con una sonrisa.


—He diseñado un eficiente plan de ayuda a las comunidades de refugiados y países del Tercer Mundo. Naciones Unidas estaría interesado en él si encontrara la financiación adecuada.


Su sonrisa se ensancha, pero se vuelve más tensa. ¿Qué he hecho mal?


—Estoy seguro de que será un gran proyecto —replica cortés—, pero quizá Nadine se precipitó. Hemos recortado los gastos en políticas sociales en Monroe Media.


Cambio de estrategia.


Piensa, Chaves. Piensa.


—La señora Belamy no me habló de su empresa, sino de usted —contraataco.


—Me temo que mi empresa soy yo, señorita Chaves.


Aprieto los labios. Me está dando una negativa elegante, pero es un «no» al fin y al cabo. Necesito algo, lo que sea, que lo anime a escuchar por lo menos los detalles del proyecto, pero sencillamente no se me ocurre nada. Monroe me sonríe por cortesía una última vez y da un paso hacia atrás dispuesto a despedirse. ¡No puedo dejar que se vaya!


—Te estás equivocando.


La voz de Pedro me sorprende, pero al mismo tiempo me llena de un inexplicable alivio. Se está haciendo cargo de la situación y una cálida sensación de protección me inunda por dentro.


Monroe lo mira sorprendido, pero no le interrumpe. Pedro comienza a hablar de ventajas fiscales, de capitalización de riesgos, aunque en realidad podría estar hablando de manzanas y naranjas y lo encandilaría igual. 


Palabra a palabra, se lo está llevando a su terreno con una seguridad y una elegancia increíbles.


—¿Qué tal si nos reunimos en mi despacho mañana a primera hora y me explica su proyecto en profundidad? —me ofrece el señor Monroe.


—¡Genial!


Sonrío, pero inmediatamente un frío sordo y cortante me recorre la espalda. Su despacho: un lugar extraño lleno de personas extrañas. Me obligo a continuar sonriendo, pero no sé si está funcionando. Pedro me observa un momento y otra vez soy plenamente consciente de que hay algo diferente en sus ojos verdes.


—Mejor en mi oficina —sentencia Pedro.


—¿Tu proyecto está en manos de Alfonso, Fitzgerald y Brent? —Monroe me lo pregunta con cierto aire burlón, pero es obvio que le agrada que sea así.


Yo miro a Pedro sin saber qué contestar. Este proyecto es muy importante para mí. Llevo trabajando en él más de un año. Nunca he dejado que interfieran terceras personas, porque no quería que lo convirtieran en una manera más de sacar beneficios y se olvidaran de los millones de personas
a las que pretende ayudar. Sin embargo, es más que probable que, si digo que no, Monroe se replantee incluso escucharme.


—Ya nos conoces —se adelanta Pedro demostrando de nuevo quién tiene el control de la situación—. Estamos en todo lo que merece la pena.


Monroe sonríe y yo vuelvo a sentirme mínimamente relajada. 


Mi proyecto aún tiene una oportunidad y, aunque me pese, se la debo a Pedro Alfonso.


Nos despedimos del señor Monroe y los dos contemplamos al hombre alejarse serpenteando las mesas antes de entrar en el cuidado edificio de piedra.


A pesar de que ya no tengo nada que observar, sigo con la vista clavada al fondo de la terraza. No quiero tener que mirar a Pedro y, mucho menos, tener que darle las gracias. 


Ni siquiera entiendo por qué me ha ayudado.


Compórtate como una adulta y di lo que tienes que decir, Chaves.


Me pongo los ojos en blanco a mí misma y me giro a regañadientes. ¿Por qué no podré ser una de esas personas que hace lo que quiere y no lo que se supone que debe hacer? Es un auténtico coñazo.


Pedro está exactamente a dos pasos de mí. Tiene una media sonrisa colgada de los labios y las manos metidas en los bolsillos en esa pose tan arrogante con la que parece decir que el mundo está a sus pies sin ni siquiera esforzarse, simplemente porque así es como tiene que ser. No me está
poniendo las cosas nada fáciles.


—Creo que tengo que darte las gracias —digo obligando a las palabras a atravesar mi garganta.


—Crees bien —responde arisco.


Resoplo. Es un canalla.


—¿Por qué te has puesto tan nerviosa? —inquiere exigente.


La pregunta me pilla por sorpresa. No me gusta hablar de eso. Nunca hablo de eso.


—No me gustan los lugares extraños —respondo lacónica.


—Ni los desconocidos —añade—. Me di cuenta en mi oficina y me lo has confirmado hoy. ¿Por qué?


No está siendo amable, ni siquiera especialmente considerado. Quiere saber algo y quiere saberlo ya.


Yo respiro hondo, dejando que mi cuerpo se relaje poco a poco y me inclino sobre mi silla para recoger mi bolso.


—Mañana a primera hora estaré en tu oficina para preparar la reunión —le informo.


Pedro me observa de nuevo con esa mirada tan perspicaz, otra vez con la intención de leer en mí. ¿Por qué lo hace? Es mi problema, no el suyo, y de todas formas nunca conseguiría que se lo contase.


Sin decir nada más, comienzo a andar hacia el interior del club.


Esa misma noche quedo con Sofia y Victoria en The Hustle. 


Aún no he alcanzado el cruce de Lafayette con Canal Street cuando mi móvil ha sonado como quince veces. No he podido contenerme y, en cuanto salí del apartamento, les conté a las chicas vía WhatsApp todas las novedades, incluida mi cita con Christian. ¡Tengo una cita con Christian!


—¿Y esa sonrisa? —pregunta Victoria observando cómo tomo asiento junto a Sofia en una de las pequeñas mesitas de nuestro local favorito.


Suena Run away with me, de Carly Rae Jepsen.


—¿Qué sonrisa? —pregunto como si no tuviese ni la más remota idea de qué me habla.


—Esa que amenaza con partirte la cara en dos.


Sofia deja de prestar atención a su teléfono y se inclina para poder mirarme.


—Es verdad —pronuncia fingidamente alarmada—. Tienes cara de tonta enamorada a punto de bailar sobre su propio arcoíris.


Yo me encojo de hombros intentando poner mi cara de póquer, pero una vez más no lo consigo y vuelvo a sonreír, casi reír.


—No puedo dejar de pensar que voy a tomarme un café con Christian.


Agito las manos a medio camino entre el nerviosismo extremo y la felicidad extrema. Victoria y Sofia no tardan en imitarme. Qué raro.


—¡Qué guay! —grita Sofia—. ¿Y para cuando te mudas a Chrisrilandia? —añade fingiéndose aún más entusiasmada.


Efectivamente se está riendo de mí. Dejo de sonreír al instante y frunzo los labios.


—¿Un café? —continúa al fin—. La gente queda para follar, Paula Chaves, para hacer orgías rociados de Dom Pérignon Rosé.


Victoria y yo nos miramos disimulando una sonrisa. Se avecina una de las teorías sobre la vida y el amor de Sofia Hadley.


—Os lo aseguro —dice golpeando la mesa con el índice—. En este momento, en algún lugar de la ciudad, hay un matrimonio de Hoboken, Nueva Jersey, echando sus llaves del coche en un sombrero vintage tratando de adivinar qué otra pareja swinger les tocará en el intercambio… y tú vas
a quedar para tomar café.


Vuelvo a encogerme de hombros divertida. No me importa lo que diga. El beso que Christian me dio en Atlantic City fue increíble. Me despertó, me encendió, me hizo sentir viva. Si eso es lo que me espera en Christilandia, me mudo mañana mismo.


Sofia chista y cabecea fingiéndose increíblemente decepcionada. Imagino que la cara de felicidad que he puesto rememorando el beso no casa mucho con su teoría.


—Cada uno lleva su ritmo. Estaba nervioso cuando me llamó —les cuento encantadísima—. Fue muy mono.


Victoria asiente y sonríe llena de complicidad. Ella sí me entiende.


—Y muy educado —añado.


—¡Christian es un soso! —protesta Sofia—. ¿Te imaginas a Paul Newman nervioso? ¿Siendo educado? ¿Mono? —Victoria niega con la cabeza. Parece que acaba de bajarse de mi barco—. No. Él se levanta, te toma brusco por las caderas, te lleva contra la pared y te roba tu dulce pájaro de juventud.


—Muy bien traído —la felicita Victoria apuntándola con su Cosmopolitan.


—Vi esa peli ayer en el Canal Clásico de la tele por cable —responde orgullosa.


Yo la miro al borde de la risa pero sin poder creer lo que estoy oyendo. He de reconocer que con Sofia me pasa mucho eso.


—No es verdad. Christian es perfecto —le defiendo.


Las dos niegan con la cabeza.


—Cuando son perfectos, automáticamente dejan de serlo —me replica Sofia inclinándose hacia mí—. Los hombres tienen que ser indomables —sentencia.


No quiero hacerle caso, me niego en rotundo, pero todo mi cuerpo se tensa con esa sola palabra, porque comprendo que abarca muchas más: arrogante, salvaje, valiente, duro, brusco. Sé quién se ajusta a esa descripción, aunque habría que añadir muchos otros detalles, como que es la maldad
personificada. Sacudo la cabeza y aparto inmediatamente esa idea de mi mente. Christian es perfecto, punto. Le doy un trago a mi Cosmopolitan y decido dar a mi amiga por imposible.


—Además, estoy un paso más cerca de conseguir que mi proyecto forme parte del programa de Naciones Unidas —comento buscando cambiar de tema.


Las dos me sonríen orgullosas.


—Bien hecho, Chaves —brinda Sofia levantando su copa.


Victoria y yo la imitamos y nuestras sonrisas se ensanchan.


No tengo ni la más remota idea de a qué hora llego a casa. 


Es tarde, de eso estoy segura, y también de que estoy un poco borracha.




No hay comentarios:

Publicar un comentario