viernes, 7 de julio de 2017

CAPITULO 12 (SEGUNDA HISTORIA)




El despertador, más que sonar, se ríe de mí a las seis y media. Siempre odio mi vida por las mañanas, pero hoy la odio un poco menos porque ¡hoy tengo una cita con Christian!


Me levanto de un salto, pero me arrepiento inmediatamente.


Los Cosmos que tan alegremente me bebí ayer me están pasando factura con una resaca en toda regla. Sin embargo, no puedo quedarme acurrucada en mi cama nueva. Tengo mucho que hacer.


Bajo el chorro de agua caliente, caigo en la cuenta de algo y sonrío encantadísima. Una ratoncita de biblioteca no tendría resaca un día entre semana.


Chúpate esa, Pedro Alfonso.


Me pongo los ojos en blanco. ¿Cómo es posible que ya lo tenga metido en la cabeza a primera hora? Resoplo con fuerza y continúo lavándome el pelo. Hoy va a ser un día genial. Convenceré a Monroe para que subvencione el proyecto, Nadine Belamy dará el sí definitivo y después me tomaré un café con Christian.


—Chris-tian Har-low —comienzo a repetir mientras me muevo animadísima y, antes de darme cuenta, estoy cantando a pleno pulmón el Teenage dream de Katy Perry.


Aún envuelta en la toalla de algodón, llamo a la oficina para asegurarme de que no hay ningún imprevisto. El señor Sutherland ha sido bastante amable dejándome que me tome el día libre, aunque sospecho que encontrará la manera de cobrarse el favor.


Delante del armario, busco y rebusco el vestido perfecto. No sé si tendré tiempo de venir a cambiarme para mi cita con Christian, así que tengo que prepararme ya.


Sonrío cuando me veo con mi vestido blanco. Es muy sencillo, pero creo que también muy elegante. Lo mejor para parecer profesional en la reunión con Monroe y sentirme cómoda en mi cita.


Me guiño el ojo delante del espejo para darme confianza y salgo de mi apartamento.


Cruzo la ciudad hasta llegar a la Sexta esquina con la 56 Oeste. Ya conozco el edificio, así que logro dejar la ansiedad a raya sin problemas.


Subo a la planta sesenta y recorro el pasillo hasta empujar la enorme puerta de cristal de Alfonso, Fitzgerald y Brent y cambiar el suelo enmoquetado por el parqué.


—Buenos días —me saluda la recepcionista.


—Buenos días. El señor Alfonso…


—Sí. El señor Alfonso me explicó esta mañana que trabajará con nosotros algún tiempo —me interrumpe.


Frunzo el ceño. ¿Algún tiempo?


—¿Necesita pase de aparcamiento?


No pienso trabajar aquí. Yo ya tengo un trabajo y una oficina. 


Esto es temporal y limitado a hoy.


Sólo hoy.


—No —murmuro aún confusa.


Ella asiente.


—El señor Alfonso me pidió que fuese a su despacho en cuanto llegase y que le recordase que el acuerdo de confidencialidad sigue vigente. Me llamo Eva—concluye tendiéndome la mano.


—Yo soy Paula —replico estrechándosela.


Cruzo el vestíbulo y me encamino al pasillo que conduce al despacho de Pedro mentalizándome para ver al tirano; perdón, al tirano del señor Alfonso. Una sonrisilla se me escapa encantadísima con mi propia broma.


Aún estoy a unos pasos de su puerta cuando se abre y Pedro sale con la mirada clavada en un iPad reluciente. La visión me pilla por sorpresa y por un momento me quedo embobada con lo bien que le sienta el traje color carbón, la camisa blanca y la corbata delgada y gris. Qué espectáculo.


Pedro alza la cabeza. Yo carraspeo y cuadro los hombros. Mi vestido llama inmediatamente su atención y me recorre con la mirada hasta posarse de nuevo en mis ojos marrones. 


Una parte de mí se muere por saber si le gusta lo que ha visto, la otra está preparando las maletas para que nos
mudemos al Polo Norte. ¡Es Pedro Alfonso, por el amor de Dios!


—Buenos días —lo saludo fingiendo que no ha ocurrido absolutamente nada.


Él se pasa la mano por el pelo y se dirige hacia el pasillo, dándome la espalda.


—¿Esto es para ti primera hora? —pregunta arisco.


Yo me detengo en seco y abro la boca dispuesta a responder. Son las siete y cuarenta y dos minutos. ¿Qué queja puede tener?


—Tenemos mucho que hacer —me anuncia. Reemprendo la marcha—. He estado revisando el proyecto.


Frunzo el ceño de nuevo y me detengo otra vez.


—¿Cómo? No tienes el proyecto.


Pedro resopla impaciente a la vez que se detiene y se gira para que volvamos a estar frente a frente. ¿Por qué tiene que ser tan condenadamente atractivo?


¡No te distraigas, Chaves!


—Ahora sí —dice sin más.


—Esa respuesta no me vale.


—Tu recepcionista es capaz de hacer cualquier cosa si la llamas cariño —replica dando un paso hacia mí—. ¿Te vale esa repuesta? —sentencia dedicándome su media sonrisa más sexy y arisca.


¡Ni siquiera está arrepentido!


Lo miro boquiabierta, absolutamente escandalizada. ¡Es un cabronazo!


—No vuelvas a mi oficina —le advierto furiosa.


—El texto es flojo, pero lo que vende son los números —continúa ignorando por completo mis palabras —, así que nos centraremos en eso. Las tablas de inversiones que propones son insuficientes, poco claras y llenas de matices que no conducen a ninguna parte. Necesitamos algo que funcione más y mejor. Desglosa las tablas y llévalas a mi despacho.


—No trabajo para ti, Pedro. Es mi proyecto. Llevo trabajando en él más de un año. No puedes comportarte como si fueses mi jefe, ordenarme trabajo, criticar el mío y presentarte en mi oficina a robar documentación privada.


—¿Has acabado? —inquiere exigente.


—¿Qué? —respondo confusa—. Sí —sentencio malhumorada cuando entiendo a qué se refiere.


Pedro se inclina sobre mí. Su olor me sacude y, aunque es lo último que quiero, todo me da vueltas. ¿Por qué tiene que oler tan bien? Eso también me parece muy injusto.


—Desglosa las tablas de inversiones, llévalas a mi despacho y no te equivoques sumando como la última vez.


¡Qué gilipollas!


Sin esperar respuesta, se vuelve y continúa avanzando por el pasillo. Yo frunzo los labios furiosa sin levantar la vista de él. Quiero abofetearlo y gritarle que no puede tratarme como a una cría, que no puede hacer y deshacer a su antojo… ¡Y no estaría mal que le atropellara un autobús!


—¡Deja a mi recepcionista en paz! —grito, pero él finge no oírme y sigue su camino.


Me llevo las manos a las caderas y resoplo. Ahora mismo le odio como no he odiado a nadie en toda mi vida.


Me instalo otra vez en la pecera y comienzo a desglosar las tablas de inversiones. No lo hago porque Pedro me lo haya ordenado, sino porque me parece una buena manera de repasar todo el proyecto y preparar la reunión con Monroe, que es por lo único que estoy aquí.


La tarea es sencilla. Aprovecho para añadir algunos retoques y alargar o acortar algunas partes para mejorar el resultado final. Más o menos una hora después, estoy caminando de vuelta al despacho de Pedro.


Llamo suavemente y entro sin esperar a que me dé paso. Yo no soy su secretaria y él no se lo merece. Decidida, camino hasta su escritorio y, malhumorada, dejo la carpeta sobre la madera y me cruzo de brazos. Cuando al fin alzo la mirada y Pedro entra en mi campo de visión, vuelvo a apartarla rápidamente. Es como una tortura medieval. Sólo ha sido un segundo y ya he podido hacerme una deliciosa idea de ese pelo castaño tan increíble, suavemente rizado, perfectamente alborotado, como si acabase de hacer llegar al orgasmo a media docena de azafatas de American Airlines, y de esos espectaculares ojos verdes. Si el Robert Redford de 1972 fuera un color de ojos, sin duda alguna sería ése. ¡Qué injusto!


—Ya he desglosado las tablas y he hecho algunos cambios. ¿A qué hora es la reunión? — pregunto esforzándome en ser hostil.


Él puede ser muy guapo, pero yo estoy muy enfadada. A ver quién se sale con la suya.


—A qué hora es la reunión, ¿qué? —inquiere levantándose y cogiendo una carpeta de una de las estanterías a unos pasos de él.


Entorno la mirada. No puede ser capaz.


—No trabajo para ti —repito.


—Me importa bastante poco —sentencia dejando caer la carpeta sobre la mesa.


Aprieto los labios con rabia y mi reacción vuelve a hacerle sonreír. ¡Le odio!


—¿Tienes que sonreír todo el tiempo? —me quejo.


—¿Te molesta? —inquiere a su vez, y algo me dice que sabe perfectamente la respuesta a esa pregunta.


Devuélvesela, Chaves. Tienes un cociente intelectual de 149.


—Ni me molesta, ni me gusta, ni siquiera pienso en ello, pero estaría bien que por lo menos en la oficina dejaras de comportarte como un niñato malcriado y arrogante.


¡Bien dicho!


Pedro se humedece el labio inferior, deja que sus dedos acaricien la madera de su escritorio y lo rodea despacio. No puedo evitarlo y toda mi atención se centra en su mano. 


Cuando llega hasta mí, la separa de golpe y un breve suspiro se escapa de mis labios. Otra vez tengo la sensación de que me han sacado de un sueño.


—Puede que me comporte como un niñato arrogante y malcriado —susurra inclinándose sobre mí, dejando que nuestras mejillas casi se toquen cuando su cálido aliento acaricia mi oreja—, pero te tengo exactamente donde quiero.


Un suspiro escandalizado se escapa de mis labios, pero soy incapaz de moverme.


—La próxima vez que quieras demostrarme lo dura que eres, no te quedes embobada con ninguna parte de mi cuerpo, Ratoncita.


Su voz grave y sensual se entremezcla con el calor que desprende su cuerpo y se convierte en algo adictivo. Estoy enfadada, mucho. ¿Por qué no soy capaz de reaccionar?


—Debería sumar engreído a la lista de antes —me obligo a decir, obligándome también a dar un paso hacia atrás y separarme de él.


—La reunión es en una hora —responde lleno de seguridad, como si dejara descolocadas a decenas de chicas todos los días.


Lo peor es que probablemente sea así.


Giro sobre mis pies y salgo de su despacho cerrando de un portazo.


Regreso a la pecera, cierro la puerta y comienzo a dar paseos recorriendo la pequeña estancia una docena de veces en un par de minutos. Pedro Alfonso es… es… 


Finalmente me freno en seco. No soy capaz de entenderlo y tampoco soy capaz de entenderme cuando estoy con él. 


Resoplo a la vez que me revuelvo el pelo, tratando de sacar toda esta confusión de mi cabeza. Trabajo. Lo mejor que
puedo hacer es trabajar y no darle una vuelta más a este asunto. Ya ni siquiera tiene nombre. Ahora sólo es un asunto. «El asunto Alfonso.» «El asunto ojos verdes Alfonso.» «El asunto increíblemente atractivo Alfonso.»


«El asunto Paula Chaves eres idiota.»


Totalmente de acuerdo, voz de la conciencia.


Me siento a la mesa y repaso cada dato del proyecto. Nunca me ha gustado dejar ningún cabo suelto. La clave del éxito está en tenerlo todo bajo control. Si te anticipas a las preguntas aportando las respuestas, hay menos posibilidades de acabar haciendo un espantoso ridículo.


No llevo más de unos minutos con mis notas cuando Pedro irrumpe en la estancia. Ni siquiera se molesta en llamar.


—Memorízalo —me ordena dejando una hoja de papel sobre la mesa—. Será nuestra apuesta principal.


Con el ceño fruncido, miro el documento y lo frunzo aún más al comprobar que es el mismo documento que yo le entregué, sólo que con una veintena de correcciones manuscritas. Las observo un segundo: son brillantes y no ha tenido más que unos minutos.


—Este trabajo es increíble —digo más admirada de lo que me hubiese gustado.


Había escuchado que Pedro era brillante, Ernesto está orgullosísimo de él, pero nunca pensé que hasta este punto.


—La reunión se ha adelantado —comenta ignorando por completo mi comentario. Mejor. No creo que necesite que le hinchen más el ego—. Tienes veinte minutos.


Lo miro con cara de pánico. No me gustan los imprevistos. 


Además, tengo que estudiar la nueva tabla.


—¿Por qué se ha adelantado?


—Además de Monroe, vendrán otros tres posibles inversores.


No. No. No.


Mi respiración se acelera. Todo mi cuerpo se tensa. Sé que es algo bueno, pero no puedo hacer una presentación que no me he preparado en una sala que nunca he visto con tres desconocidos. No puedo. Sencillamente no puedo.


Pedro, señor Alfonso —rectifico. Ahora mismo ni siquiera me importa prometer que se lo llamaré cada vez que lo vea si acepta encargarse de la reunión—, ¿por qué no haces tú la presentación del proyecto?


Me observa un momento. Su mirada vuelve a parecerme diferente, pero, antes de que pueda preguntar, da media vuelta y se dirige de nuevo hacia la puerta.


—Tienes veinte minutos —me recuerda impasible—. En la sala de conferencias.


Sin más, sale y yo lo observo hasta que se pierde en el pasillo. Automáticamente mi mente vuela hacia el ascensor.


Salir de aquí. Salir de aquí. Salir de aquí.


Respiro hondo. Trato de calmarme. No soy capaz.


Me agarro al borde de la mesa con ambas manos y empujo la silla hacia atrás al tiempo que me inclino hacia delante. Mi respiración está hecha un absoluto caos. Intento llenar mis pulmones, recuperar el oxígeno.


—Tienes que hacerlo, Chaves —murmuro en un hilo de voz.


Podría ir hasta la sala de conferencias e inspeccionar el terreno, pero no sé si ya estarán allí.


Respiro hondo de nuevo y me obligo a incorporarme.


—Tú puedes, tú puedes —me animo.


Cojo la hoja que ha traído Pedro con dedos temblorosos y me concentro sólo en ella. Las anotaciones son precisas y exactas hasta el último decimal. Inexplicablemente, voy relajándome y perdiéndome un poco más en el inteligente entramado que ha creado en un tiempo récord.


Respiro hondo. Me relajo. Lo consigo.


Sin embargo, cuando miro el reloj y me doy cuenta de que ya han pasado quince minutos y tengo que dirigirme a la sala destinada para la reunión, toda la tensión vuelve de golpe y agarrota mi cuerpo.


No puedo.


—Sí puedo —vuelvo a murmurar.


Cojo mis notas, y tras preguntarle a Eva dónde está, me dirijo a la sala de conferencias. Trato de que un pie simplemente siga al otro, concentrarme en tareas pequeñas, cosas pequeñas, intentar mantener la ansiedad a raya, pero, a unos pasos de la puerta, mi cuerpo se detiene en seco. No puedo hablar delante de un grupo de desconocidos.


Me miro las manos. Tiemblan.


Oigo pasos acercándose y rápidamente entrelazo mis manos tratando de disimular cómo se mueven.


Mi respiración vuelve a acelerarse.


—Entremos —dice Pedro pasando junto a mí.


—No —musito rápidamente.


Estoy nerviosa, casi desesperada.


Mi única palabra lo detiene de golpe. Pedro se gira despacio y me estudia una vez más. Apenas han pasado unos segundos cuando, tomándome por sorpresa, me agarra del codo y me lleva contra la pared, alejándome de la sala de conferencias y de cualquier mirada indiscreta.


Se queda frente a mí, cerca, muy cerca. Su cuerpo tapa el mío e involuntariamente su calidez vuelve a despertarme. 


Aturdida, alzo la mirada y la suya está esperando para atraparme. Tiene los ojos verdes más increíbles que he visto nunca y por primera vez no hay rastro de frialdad en ellos.


Sigue siendo una mirada arrogante, pero tengo la peligrosa sensación de que en este preciso instante no me está mirando como mira a las otras chicas.


Pedro me coge la mano engarrotada, cerrada con fuerza en un puño, y, sin desatar nuestras miradas, la coloca sobre su pecho. El gesto me sorprende. No lo entiendo. Trato de apartar la mano, pero él me chista a la vez que la mantiene sujeta con decisión.


Suspiro suavemente y simplemente dejo de luchar.




No hay comentarios:

Publicar un comentario